Publicado el viernes, 17 de marzo de 2000 en El Nuevo Herald
La Habana -- El mundo religioso cubano, más floreciente ahora que en ningún otro momento de la vida nacional, sigue ungido a la labor de proporcionar salud y felicidad. Pero tiene que dar también grandes retazos de su fuerza para ayudar a la gente a salir de Cuba.
Unos rezan rosarios y hacen promesas. Otros preparan trabajos y sacrifican animales de dos y cuatro patas, o en sus comunicaciones con los muertos, que guían desde el más allá, piden instrucciones para los pasos a seguir en la burda vida material que nos rodea.
No hay descanso para los dioses y los santos. No hay tregua para los espíritus de la nación. La mayoría de los ciudadanos de este país realizan los trámites asépticos del exilio y otras formas de abandonar el país --aquejado de marxismo-- con una
invocación permanente a sus deidades, una fe intensa en la compasión de los moradores del territorio inasible.
Los cientos de miles de cubanos que en la última década se han refugiado en denominaciones religiosas, hombres y mujeres de todas las edades, lo han hecho huyendo del vacío espiritual que enferma a la sociedad, desanima al ser humano y lo deja sin una esperanza donde caerse
muerto. Esa fe, que se encontró para sobrevivir a la indigencia moral, es la que los socorre en las despiadadas gestiones para irse a buscar en otra parte la vida que aquí se les regatea y esconde.
Recuerdo que hace muchos años acompañé a un escritor cubano, con fama de ateo y descreído hasta el santuario de San Lázaro, en El Rincón, al sur de La Habana.
Ahí, adonde había llegado con decenas de gladiolos, y rosas, y velas y azabaches, le escuché decir entre lágrimas: ``Viejo, ayúdame a salir de aquí''. El santo se mantuvo imperturbable. Pero, poco después, el hombre se fue de Cuba.
En el pequeño santuario que tiene, en el cementerio de Colón, La Milagrosa --siempre acosada por gente pidiendo favores-- se pueden leer notas de agradecimiento por el viaje de un hijo o de una hermana. Y se puede ver hasta el dibujo irregular de algunos aviones.
El año pasado, los santos le dijeron a Jorge que para que lo aprobaran en el programa de refugiados de Estados Unidos tenía que, antes de salir para la entrevista definitiva en la oficina de intereses, pasarse por el cuerpo, por el de su esposa y el de su hijo, una paloma blanca.
Jorge lo hizo, pero la paloma tenía que ir con ellos hasta la sede diplomática. Y, unos minutos antes de entrar a la cita con los funcionarios del INS, debía soltarla, para que el ave volara hacia el cielo. Eso sería un indicio claro de que ellos también volarían.
Llevaron la paloma en una jaba de nylon con huequitos. Se quedaron para últimos en la cola de futuros emigrantes. Y ya en el minuto final, dejaron la paloma en la acera, muy cerca del malecón habanero. Jorge tenía miedo de mirar hacia atrás y le dijo a su esposa:
``Mira tú si la paloma voló''.
``No nos vamos. Esta ahí. Ni se mueve'', dijo ella.
El niño propuso entonces espantarla para que volara. Pero Jorge se negó, porque el despegue de la paloma debía ser natural y espontáneo.
Al fin, ya en el momento de ingresar al edificio de refugiados, la paloma dio una breve carrerita y levantó vuelo hacia el mar. ``¡Nos vamos! --dijo Jorge-- ¡Nos vamos!'' Y entró confiado a su entrevista con el hombre de INS. ¡Ojalá Jorge consiga en Miami esta
semana un ejemplar de El Nuevo Herald!
Como ése es un cosmos privado, no es bueno invadirlo y revelar la esencia de miles de casos que son ya parte de la vida cotidiana de este pueblo, trabado en unas relaciones tan cercanas con sus dioses. Mucho más cercanas, y afables y diáfanas y confiables, que las que tiene
con los jerarcas que le impone el universo real.
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