Ariel Hidalgo. Publicado el miércoles, 15 de marzo de 2000 en El Nuevo Herald
Cuando se habla de una necesaria "transición'' de la sociedad cubana, los dirigentes de ese estado responden que ese proceso se realizó ya a partir de 1959. Pero cuando la oposición tradicional del exilio habla de transición, casi siempre la concibe como un
retorno al modelo existente antes de ese año, en el que, por tanto, lo esencial es la devolución de las propiedades a los antiguos dueños, es decir, dar marcha atrás a la historia, desandar el camino que el proceso revolucionario llevó a cabo en los años
inmediatos al triunfo insurreccional.
Podría pensarse que se trata de dos opciones diametralmente opuestas, porque para cada uno el proyecto contrario no es más que una transición a la inversa: en uno, una supuesta colectivización absoluta; en el otro, la privatización. Pero los extremos se tocan y
ambas tesis tienen una base común: en ambas lo que se hace es transformar el modo de controlar el monopolio, desplazarlo de lugar. Que un latifundio sea privado o estatal no cambia su esencia, pues sigue siendo latifundio. Por tanto, en realidad en ninguno de ambos casos se realiza la
indispensable transformación radical para una verdadera solución, ninguno altera lo esencial: el carácter monopólico de la propiedad, la ausencia de los trabajadores en la gestión de los procesos productivos.
Cuando se realizó la primera reforma agraria y se intervinieron los primeros latifundios, se hablaba de entregar las tierras a los campesinos. Se repetía por entonces aquella frase: ``La tierra debe ser de quien la trabaja''.
Y cuando se intervinieron las industrias, los comercios y los bancos, se dijo que se hacía en nombre del proletariado para que los trabajadores fueran ``dueños de los medios de producción''. El estado revolucionario, por tanto, se concebía como un medio para el
traspaso de las riquezas de una clase social a otra, un instrumento para la realización de este traspaso en dos etapas: primero expropiar a la burguesía y luego convertir en propietario al trabajador.
Nadie puede negar seriamente que el primer paso de esta transición se realizó hasta sus últimas consecuencias, porque todos los capitalistas y terratenientes fueron expropiados. Pero lo que sí puede ser cuestionado es que la segunda fase llegara a realizarse. En vez
de repartir la tierra entre los campesinos, se crearon granjas estatales y los trabajadores, en las fábricas, comercios y bancos, no podían elegir democráticamente a sus directores y administradores, quienes eran designados desde las altas instancias.
Es decir, si el primer paso se dio en los primeros años, el segundo quedó indefinidamente aplazado, pues las empresas permanecieron en manos del estado, quien de instrumento se convirtió en fin. Decir que la transición ya se hizo es emitir sólo una media
verdad, porque se trata de una transición que quedó interrumpida, que nunca llegó a su culminación y en consecuencia de un proceso revolucionario inconcluso.
Estatismo no es socialismo, sino una centralización que niega la sociedad civil, modelo irreconciliable con la concepción originaria del socialismo, el cual sería más bien socialización, es decir, la libre participación de todos los sectores sociales en
las actividades económicas sin intermediarios burocráticos. Una nueva alternativa para las fuerzas democráticas, ante la crisis de los modelos fracasados que supere la actual etapa estatista del proceso cubano, sería traspasar la dirección de las empresas a los
colectivos de base.
Si aquella primera fase culminó con la expropiación de la ``burguesía'' por el estado, ahora sería preciso una segunda y definitiva etapa, tan trascendental como la primera, donde el estado mismo, a su vez, habría de ser expropiado para que los medios de
producción pasen directamente a los trabajadores, a favor de los cuales supuestamente fueron hechas, en definitiva, las expropiaciones iniciales.
Ni el gran desnivel social de la isla, ni las penurias económicas, ni el descontento general, ni la recesión, ni la corrupción podrán ser erradicados hasta que no se ponga fin al paternalismo y se conceda a los trabajadores real libertad económica; esto es,
hacerlos dueños de su propio destino.
De lo que se trata no es de volver atrás ni de permanecer estancados en el presente, sino de avanzar hacia el futuro, llevar a su plena realización la revolución inconclusa del 59.
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