CUBANET... INTERNACIONAL

Marzo 6, 2000



La bandera del revés

Jose Antonio Zarraluqui. El Nuevo Herald. Publicado el lunes, 6 de marzo de 2000 en El Nuevo Herald

Dentro del sainete-sonsonete al que los cubanos de la isla se ven arrastrados hace meses por el rescate en la Florida del balserito Elián se aprecian variaciones.

En La Habana, aunque no trascendió demasiado, el médico Oscar Elías Biscet recibió una condena de varios años de cárcel por el incalificable delito de protestar contra la pena de muerte --que en Cuba es cosa de todos los meses-- y contra el aborto --que es cosa de todos los días-- y por desplegar, para llamar la atención, la bandera cubana al revés. No quemarla ni escupirla: ponerla del revés.

También en La Habana Raquel Fundora empleó un rato en firmar autógrafos. ¿Y quién es ella? ¿Deportista? ¿Una luminaria de Hollywood? ¿La protagonista de alguna telenovela de las que ponen a suspirar al continente entero? Pues es la esposa de un vicecónsul que salió a uña de Estados Unidos cuando el placet diplomático de su marido fue removido por el Departamento de Estado debido a la comisión de actividades incompatibles con el cargo. Vaya, espionaje.

Raquelita se fue quemando el tenis rumbo a Cuba, mas no el vicecónsul, un sujeto de apellido y bigotes impresionantes: Imperatori... que al final resultó más salsa que pescado. Su jefe, el compañero Fidel, le había ordenado permanecer en territorio enemigo, yanqui, corriendo los riesgos que fuera menester, hasta limpiar por completo su nombre de las calumnias de que había sido objeto, esto es, de haber realizado labores de inteligencia. Ya me dirán, que un perro huevero aúlle cuando le queman el hocico.

Sabedor de que semejante empresa resulta imposible a estas alturas para un hijo putativo de Castro, Imperatori se aconsejó. Y, aunque a despecho de la renuncia --obligada, sin mérito-- a su inmunidad se declaró a la manera de los desnutridos disidentes cubanos en heroica huelga de hambre y dispuesto a morir al pie de un refrigerador repleto de masitas de puerco y langostas de Maine, eso no le impidió dejarse conducir por el codo cuando a la puerta le tocaron los educados agentes del FBI. En fin, que se tuvo que ir con su musiquita y su huelga de hambre a otra parte.

La otra parte a que fue a parar Imperatori fue el Canadá. Se trató de un acuerdo tripartito entre las cancillerías de Cuba, EU y Canadá mediante el cual se concedía tránsito por territorio canadiense al espía para facilitarle el regreso a la isla. Pero ocurrió que la cancillería cubana, que había buscado la colaboración de Canadá para salvar la vida del incorruptible y jamás espía Imperatori, alegó ni se sabe cuántas monsergas contra EU, acusándolo de engañar a Canadá, y contra Canadá, acusándolo de dejarse engañar. Milagro no se acusó a sí misma por algo.

El intrépido diplomático caribeño decidió seguir adelante con su huelga de hambre. No ya en EU, donde las ofensas imperialistas la habían provocado, ni en Cuba, el supuesto territorio agraviado, sino en Canadá, que ni pinchaba ni cortaba en esta contienda pero al que todavía le duelen los insultos fidelistas, igual de inmerecidos, proferidos durante los últimos juegos panamericanos. El ministro de Exteriores Lloyd Axworthy, su portavoz Michael O'Shaughnessy y el vocero de la dependencia de Inmigración René Mercier no encontraban cómo resolver la insólita situación, ajena a usos, convenciones y cortesanías diplomáticas, que les creó el espía por órdenes de Castro. ``Quo vadis, Imperatori?'', exclamaban. El ahora además delincuente en suelo canadiense no dejaba por su parte de hablar de honor, de revolución, de Cuba, de la bandera. Finalmente, Castro mandó un avión a recogerlo y lo recibió como a un héroe en La Habana.

Lo que Castro, aunque lo intenten él y su banda, es incapaz de ocultar es que quien puso la bandera cubana de cabeza no fue Biscet, sino él, al colocar en el sitio de la estrella una hoz y un martillo. Lo que Castro, aunque se empeñe, no puede disimular es que vendió la patria a un poder extraño, porque lo creía dueño del mundo que se nos venía encima, y cuando ese poder se hizo trizas ahora anda vendiendo a retazos la isla. Lo que Castro no reconocerá nunca es que fue él el destructor --vía perversión de todos sus valores-- de la nacionalidad cubana, que había demorado siglos en concretarse.

Castro no va a admitir nunca que quien estruja la bandera cubana, puesto que no cree en ella y la usa para secarse el sudor y otros humores, es él. Carece de sentido entrar en tiquismiquis con sus acólitos. Acá continuaremos convencidos de que las cosas son como son y allá no habrá quien los convenza de que las cosas no son como ellos desearían. Entretanto la bandera seguirá bocabajo, afrentada, del revés, en sentido contrario a donde nace el sol, cada día más deshilachada.

Y en La Habana seguirán sin saber qué es eso que llaman hacer el ridículo, porque posiblemente el mismísimo Imperatori será quien firme autógrafos cuando salga del hospital en que investigan cómo pudo engordar durante la huelga de hambre, relevando de la tarea a la mujer, que podrá cuidar a su criaturita. No es que los castristas hayan tenido muy claro nunca el concepto de ridiculez: es que ahora lo tienen absolutamente obscuro. Sobre ellos, en ese sentido del conocimiento, ha descendido la noche más negra.

© El Nuevo Herald / Firmas Press

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