CUBANET... INTERNACIONAL

Marzo 1, 2000



"Y la abuelita habló..."

Por Fernando A. Rosa. Diario LAs Américas. Edición del 29 de Febrero, 2000

Lo que dijo fue algo dolorosamente sensacional, pero no podemos anticipar ideas desligándolas de una realidad muy conocida, universalmente proclamada, pero que pudiera ser ignorada por algún lector no muy curioso.

Los hechos, en un brevísimo resumen, fueron estos: Una improvisada balsa incapaz de resistir los embates del mar y con capacidad insuficiente para el número de pasajeros que en ella había de transportar. Eran cubanos que conociendo todas esas deficiencias se lanzaban a arriesgar sus vidas por obtener algo que en su Patria había desaparecido: La libertad; por escapar de la feroz tiranía que le niega al hombre los más sagrados derechos que la Naturaleza le concede.

Y vino lo predecible: La barcaza se hundió, llevándose consigo a la mayor parte de aquellos que en vez de encontrar la soñada libertad, vinieron a ser víctimas de feroces tiburones. Entre los pasajeros venía una joven madre con su hijo de cinco años habido en anterior matrimonio y con su nuevo esposo o compañero. Cuando vieron que había perdido la batalla, aquella madre y presumiblemente su acompañante colgaron sobre un inflado neumático de automóvil al niño y lo impulsaron a lo desconocido en aguas turbulentas, pidiendo la protección de Dios. Inexplicablemente transcurrieron más de dos días y aquel ser indefenso se mantenía sin separarse del neumático flotante...y ocurrió el milagro: los delfines, ángeles del mar, de quienes nos ocuparemos en próximo artículo, prestaron su protección y ayuda al necesitado hasta que un pescador americano vio que sobre las aguas flotaba algo extraño. Quiso satisfacer su curiosidad y hacia ese punto se dirigió. No quería darle crédito a sus ojos, pero cada vez veía con mayor claridad la figura de un niño. Al fin vino el contacto. El niño le sonrió. El lo arropó en sus brazos inmediatamente cubrió su cuerpecito con cuanto encontró para abrigarlo. Se puso en contacto con unidades patrulleras del Gobierno y les entregó el precioso tesoro de una vida salvada. Las autoridades averiguaron que el niño tenía familiares en Miami y a su guarda y cuidado lo confiaron. Ellos lo acogieron con especial complacencia y le dieron, junto con la satisfacción de sus necesidades materiales, el don cuasi divino del amor.

Y surgió lo inesperado: el padre del niño desde Cuba reclamó su inmediato envío, basándose para ello en ciertos textos legales sobre la patria potestad que constituyen un mejor lujo legislativo, porque bien es sabido que en Cuba, como en todo país comunista, las atribuciones propias de la patria potestad (alimentación, vestido, educación, orientación en la vida...) lo asume el Estado.

En Cuba se acordó que vinieran las abuelas paterna y materna del niño a entrevistarse con él y, en definitiva, a llevárselo. Y acá vinieron No lo hicieron en clase primera de algún medio de transporte conocido, sino para que usaran de él como si se tratara simplemente de un ómnibus, se las proveyó de un avión con la tripulación escogida y dedicado exclusivamente al objetivo perseguido: El contacto directo del niño con sus abuelas, fuera de la supervisión de sus presentes guardianes. Se sugirió que se realizara en un edificio del Barry College que fuera generosamente ofrecido por las monjitas que rigen la Institución.

Y aquí viene lo inaudito: La entrevista del niño con sus abuelas se dio conforme a lo pactado y el comentario de una de las abuelas levantó la indignación de todo el exilio y me imagino que también del pueblo cubano de la isla que pudo oírlo. Dijo así la "dulce" abuelita: "Yo le hice que sacara la lenguita y se la mordí para avivarlo un poco. También le abrí la portañuela y le toque sus partecitas a ver si habían crecido".

Lo primero es, para decirlo en los términos más claros posibles, un ataque fundamental a las esenciales normas de la higiene. Es el contacto de una boca virgen con otra cargada de microbios, aunque no sea más que por su contacto con la vida. Y esto ­jamás se vio en Cuba'. En este exilio generoso, pero como todo exilio, extraño, hemos aprendido muy buenas costumbres del admirable pueblo americano, pero hay una que me llamó la atención y que, desde luego desaprobé: besar a los niños en la boca, lo que es frecuente aquí entre familiares cercanos o lejano, incluso, entre amigos. Y no fui yo el único sorprendido. En muchas ocasiones he oido surge el tema, siempre con apreciación adversa. Y no porque se haga con alguna intención malsana, sino por el quebrantamiento de una norma higiénica.

Y lo otro: Abrirle la portañuela y "tocarle sus partecitas" es un grosero ataque a su dignidad personal, que sobrepasa toda regulación legal y cae dentro del amplísimo concepto del pudor.

Apenas oída la infortunada relación de la abuelita, mi mujer y yo tomamos el auto para dirigirnos a un consultorio profesional. Recuerdo que al partir le dije: Lo triste de esto es que como defensa individual se a tratar de verter cobre el pobre pueblo cubano una dolorosa falsedad: Que esto era y es una costumbre en Cuba. Pocos momentos después llegamos a la consulta.

Era temprano y las muchachitas auxiliares todavía estaban reunidas en el salón principal y pudimos percibir que el tema de la conversación era precisamente el escandaloso decir de la abuelita. Una vez se alzó allí entre ella y claramente dijo: Bueno, a nosotros nos parece inaudito, pero para los cubanos no, porque dicen que esto es una costumbre cubana.

Se me dijo que fue Janet Reno quien lanzó al aire esta rotunda afirmación. No lo creí. Aquella joven que vi tantas veces y con la que en algunas oportunidades en actos cubanos celebrados en esta ciudad de Miami y a los que se le veía asistir con extremada complacencia, tenía que haber cosechado un concepto distinto de nuestro pueblo, del de allá y del de aquí, que en sus costumbres exóticas no demostró nunca actos de degradación moral o de actitudes de un primitivismo inconcebible en nuestro siglo. Pero me han dicho que sí, que fue ella en un acto de inexplicable ligereza respondiendo a informes que solicitó y había recibido.

Yo quiero afirmar de un modo rotundo que tales costumbres jamás existieron en Cuba y para darle valor a mis palabras, ruego al lector me permita referirme a situaciones personales que abonan mi afirmación.

En una fría mañana de mediados de Diciembre de 1904, cuando el siglo ya fenecido daba sus primeros pasos, nací en la ciudad de Sagua la Grande, en el seno de una familia cubana. Mucho he andado desde entonces hasta acá: 95 años y es de suponer que tan largo camino por la vida grabó en mí recuerdos imperecederos, trazos firmemente marcados de lo que eran las costumbres de mi pueblo. Alguien me dirá, quizás, pero Ud. se desenvolvió en un ambiente que no era el de las cosas populares. Quiero afirmar que por mi propia profesión viví tómese la palabra en su exacto valor semántico: --"viví", residí en algunos de los más pequeños pueblos de Cuba. Y compartí la vida de sus habitantes, y en grandes excursiones a caballo recorrí sus campos y estuve en contacto con el verdadero guajiro de "tierra adentro"; tales como, La Salud, el más pequeño Municipio de la Provincia de La Habana, con típicas costumbres, de gente buena, que poco trabajo daban a la justicia. Y viví, igualmente, en el Municipio más pequeño de Las Villas, en Zulueta y me adentré a la vida de sus moradores, y como antes en La Salud, recorrí grandes extensiones a caballo. Pueblo rodeado de pequeños ingenios azucareros que encerraba en sí tradiciones y costumbres ancestrales muchas de ellas aún vigentes, y en Santiago de Cuba fui Magistrado de lo Criminal, estando en contacto, pues, no sólo con el más humilde, sino aún con los que menos habían avanzado en nuestra prodigiosa civilización. En ocasiones, en caballo prestado por la familia Fernández Mascaró, el médico Maceo, recorrí parajes de insospechada belleza y desde la Gran Piedra divisé magníficos panoramas.

Tres amigos no podían omitir en nuestras frecuentes charlas conmigo, el referirse a sus añoranzas o recuerdos de la Patria lejana, con sus hechos heroicos, con sus afanes culturales, con sus costumbres fuertemente arraigadas. Eran ellos Mario García Kohly, Embajador de Cuba en España y uno de los más exquisitos oradores que Cuba tuvo; José María Chacón y Calvo, el investigador profundo de nuestras raíces culturales; y Alfonso Hernández Catá que acababa de publicar "Los frutos ácidos", escritor costumbrista cubano español de sin igual elegancia, abuelo de Uva Aragón Clavijo.

Pudiera, quizás, parecer fuera de tono el mencionar estos recuerdos de mi transcurso de casi cien años por la vida, pero lo he creído necesario para que sepa que es imposible que quien ha estado en contacto tan directo con el alma cubana, haya dejado resbalar por su mente la existencia de tan horrenda costumbre.'

Afirmo, pues, con toda autoridad que la actitud de la "abuelita" puede responder a sabe Dios que secreto inescrutable del alma o a qué consejo de algún brujo consultado; pero que jamás fueron costumbres ni de la Cuba nuestra ni de la Cuba de allá.

Quien precisamente fuera el destructor de la integridad de la familia cubana, se convirtió ahora en protector de esa unidad y en momentos en que sus acertadas campañas publicitarias se caían ante la realidad que reveló al mundo un Congreso en Cuba, hizo del tema familiar un estandarte político y llamó al mundo a que lo apoyara en su reclamo de un afortunado ser humano para convertirlo en pequeña rueda del engranaje político que desconoce a Dios, a la moral, a la cultura y a los más nobles sentimientos humanos, así como los valores familiares.

El lector juzgará.

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