Charlot en La Habana
Ricardo González Alfonso
LA HABANA, junio - Claro que lo vi. Era más bien pequeño y hacía girar su bastón y su ternura invicta; y, además, llevaba algo ladeados el sombrero y la esperanza. Al llegar a Prado y Neptuno comenzó a silbar el Cha cha cha "La Engañadora",
de Enrique Jorrín. Creyó que sería su día de suerte. Fue al revés.
A su espalda llevaba un portavidrios. Lo seguía un niño, se me antojó que era el Chicuelo. En eso un inspector del Poder Popular interceptó al hombrecito y le exigió la licencia para trabajar por cuenta propia. La sonrisa con que se identificó el
cristalero carecía de membrete, firmas y cuños, así que el funcionario le confiscó los equipos y los materiales; y antes que el Chicuelo o su doble pudiera lanzar la primera piedra, ya estaba impuesta la multa.
Me impresioné muchísimo; y como el hombre suele ser tan fabulador como sapiens, me pregunté cómo sería la vida de Charlot en La Habana nuestra de cada día. Ya lo dijo Drumond de Andrade: "El mito crece, Chaplin, a nuestros ojos / heridos por la
pesadilla cotidiana".
Primero me lo figuré en la escena del ballet con los panecitos. Habrían sido necesarias dos jornadas para filmarla. Por la libreta de racionamiento sólo venden un pan diario per capita. Además, en este período de mediocridad especial, la visión de un
hombre transfigurado en un pollo gigante hubiera sido, tan sólo, la de un huevo frito.
Por supuesto, nada de la fiebre del oro. Si por casualidad un cubano encuentra una mina... ¡zas!, el Estado se la "nacionaliza". Aunque si hubiera nacido en otro país el del hallazgo se salva: ¡somos anfitriones tan generosos!
Y seguí con mi especulación. Fue como un sueño tangible. Nuestro héroe se encuentra con una ciega bella y joven que vende flores en el bulevar de San Rafael o en la Virgen del Camino. Ella tiene la licencia de la Oficina Nacional Tributaria (ONAT), y está
afiliada a la pro gubernamental Asociación Nacional de Ciegos (ANCI). La dificultad es la siguiente: en este archipiélago no existen millonarios autóctonos. (Bueno, siempre hay una excepción). El caso es que nuestro Charlot, a lo sumo, se puede hacer pasar por un
turista extranjero; mas aún así, ni soñar con la operación milagrosa en una clínica de SERVIMED, donde existe cualquier medicamento, pero no para mis compatriotas, por muchos dólares que posean. Así que como la invidente nació en Cuba, san se
acabó. La muchacha tiene que ir al hospital oftalmológico Pando Ferrer (Liga contra la Ceguera en el lenguaje popular), gratuito pero con bloqueo, embargo, guerra económica o como quieran llamarle, lo que probablemente signifique que no hay recursos por culpa del imperialismo
norteamericano.
Naturalmente, si la muchacha recobra la vista que no se le ocurra ser propietaria de una florería. Con esa aspiración neoliberal es mejor que se vaya. Nada, que el largometraje de marras tendría que llamarse, en vez de "Luces sobre la ciudad", "Apagón
en el barrio".
Las complicaciones pudieran ser más graves si este Charlot de Guanabacoa o Lawton aparece agitando una pañoleta al frente de una manifestación por el Malecón o por el parque Butari, aunque el trapo sea más rojo que el comunismo. No tendrá más
alternativa que ir a parar a un calabozo de 100 y Aldabó o de Villa Marista por alterar el orden público; y si se pone un poco fatal, hasta lo condenan por ultraje a los símbolos patrios.
Pero todo sería aún mucho peor si nuestro personaje se hace pasar por quien usted sabe. ¿Puede concebir qué ocurriría si en la Plaza de la Revolución pronunciara un discurso a favor de la tolerancia, el pluripartidismo y el respeto a los derechos humanos,
y lo descubren?
En fin, tenga la seguridad que si Chaplin fue víctima del macarthismo en aquellos Estados Unidos de los años 50, en la Cuba de hoy lo sería del mascastris... (mejor no termino el jueguito de palabras, no vaya a ser que me sancionen por desacato).
Menos mal que los inspectores y los mandatarios, los vidrieros ambulantes, las floristas ciegas, los niños tira piedras y los testigos imaginativos siempre son -somos- aficionados. Me lo dijo el propio Charlot: "(...) en nuestra corta vida no tenemos tiempo para más".
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