CUBANET ...INDEPENDIENTE

13 de junio, 2000



Capuccino con sabor a vainilla

Miguel Angel Ponce de León, Grupo Decoro

LA HABANA, junio - Al acabar la lectura de Peonía, libro escrito por Pearl S. Buck cuya trama se desarrolla en China, se me presentó un delicado problema a resolver con el Sr. Li.

En la noche del martes pasado me sorprendió la visita de un mexicano inusual. Habíamos tenido un solo encuentro, extenso por cierto, el año pasado. En él la cerveza y el ron nos llevó desde la Teoría del Caos hasta el ensayo de Octavio Paz La Doble Llama. En fin, al amor, ¿y por qué no, a un poco de política?

Este nuevo encuentro nos hizo disfrutar una noche entera. El tema principal: La literatura. La vida. En la Columnata Egipciana, por Mercaderes y al costado del Hotel Ambos Mundos, nos dejaron platicando mucho después de haber cerrado el local.

Ustedes pensarán: ¿Qué relación existe entre el viejo Sr. Li y el Mexicano inusual? Tengan paciencia.

El miércoles sobre las 9:30 de la mañana se apareció en casa como un Baltazar desorientado en el tiempo, lleno de pequeños y útiles regalos. Retornaría ese mismo día, a las 2 de la tarde a México.

Con indecible tacto me ofreció unos dólares para que tomara una botella de ron a su nombre. Mire, cuate, en vez de ron usaré té verde para brindar por usted. Y durante varios meses.

Aquí es donde penetra en escena el estimado Sr. Li.

Un poco más allá de la Columnata Egipciana, pasando el jardín Wagner y la tienda en la cual venden cartas de navegación marinas, siempre por la misma acera de la calle Mercaderes y antes de llegar a la calle de la Obra Pía, está la Torre de Marfil. En este restaurante sirven comidas creadas por los chinos de San Francisco para agradar al paladar occidental. Local típico de la arquitectura española de principios del mil ochocientos, decorado con muebles y porcelanas chinas de bastante mal gusto. Dos enormes linternas rojas de papel dan el toque más exótico al lugar.

Entrando al restaurante y a la derecha, se encuentra una pequeña quincalla. Allí ofertan desde un spray para endurecer el pene en una erección defectuosa hasta palitos de incienso o mirra para perfumar habitaciones. Siete cajas de té verde envasado en Hong Kong y rebajados de siete a cinco dólares relucían como el oro ante mi vista cada vez que pasaba por el lugar.

El miércoles, al mediodía, entré resuelto a comprar una de ellas. Una cubanita de origen chino me la puso entre las manos. No aparecía por ningún lado la fecha de vencimiento. Me aseguró que vencían en el 2002. Compré una caja. Le dije adiós a interminables hileras de platos de arroz con frijoles. Los cinco dólares, por ocho onzas de té verde, pasaron a sus manos.

Herví agua. Abrí con unción el paquete. El desconcierto ante la estafa fue enorme. Dentro del nylon transparente había una torta gris, blancuzca por el moho que apelmazaba y cambiaba el color del té.

Volví a la Torre de Marfil. A reclamar, por supuesto. La linda chinita cubana no estaba, pero trabajaba en ese turno otra linda chinita cubana más tostadita por el sol. Le expliqué la situación. Gentilmente me abrió varias cajas. Todas presentaban el té en las mismas condiciones que el que yo llevaba. Me explicó que ese té era así. Nunca habían tenido una reclamación. Era imposible la devolución de mi dinero.

Mi admiración por Lao Tse no pudo contenerme y la amenacé con este artículo para InterNet. Solicité la presencia del gerente. No apareció esta vez. Sólo dos días más tarde.

El señor Li, alto, de tez amarilla clara y con esa edad indefinida de los chinos que están entre los cincuenta y setenta años, me llevó a través de un pequeño patio cubierto por una parra, donde un brocal de piedra finamente trabajado corona un antiguo pozo de agua fresca. Tras subir una estrecha escalera de madera pintada de azul pastel llegué al entresuelo. Allí se encontraba su oficina.

Ya en su terreno, estalló el caribeño de origen asiático (o viceversa). Sus chillidos me decían que "evidentemente" yo no conocía nada sobre el té. Aseguró que la ligera humedad que presentaba el mío no afectaba su delicado sabor, color ni olor. La ira se reflejó en su cara cuando me dijo que ningún artículo en la prensa lo atemorizaba. Que discutiría, con su razón por supuesto, con Fidel si fuera necesario. Difícil asunto, ¿no es cierto? ¿Devolver el dinero? Ni siquiera a los extranjeros. ¿En qué se diferencian los cubanos de éstos si pagamos con los mismos dólares? Haré una excepción, chilló el Sr. Li. Deberá volver dentro de dos días.

Así estuve seis días, yendo y viniendo desde Mercaderes #2 hasta la Torre de Marfil dos veces cada veinticuatro horas. En ocasiones no estaba el Sr. Li o si lo veía me trasladaba a su oficina del entrepiso y me echaba una furibunda diatriba. Así sus empleados de paso la disfrutaban.

Hoy martes al fin, cuando llegué a la Torre de Marfil, los chinitos comenzaron a hacerse señas unos a otros hasta que apareció el terrible Sr. Li.

Espléndido edificio. ¿De qué siglo es? Ninguna respuesta. Sacó los cinco dólares de una caja, una presilla los unía a un papel que quitó al entregármelos. Rápidamente los introduje en mi bolsillo. Esta vez su discurso fue más furibundo si esto fuera posible. Epilogué su diatriba con las siguientes palabras: Muchas gracias, estimado Sr. Li. Seguiré siendo cliente de la casa aunque no lo desee usted. Ejercí uno de los tantos derechos que cada ciudadano tiene y muchos han olvidado. Y además, querido Sr. Li, amo la cultura china, la conozco en parte y la disfruto mucho.

Es cierto que de los pocos cubanos de origen chino, o chinos de nacimiento que quedan en el país casi ninguno habla el mandarín o el cantonés. A sus hijos generalmente no les interesa aprenderlo, y la mayoría no pueden ubicar en el mapa de China ni a Shanghai ni a Beijing.

Al dejar la Torre de Marfil, miré hacia la quincallita. Allí estaban las cajas de té verde enmohecido.

Conocerá el Sr. Li el ritual observado, para hacer y brindar el té, que tan bellamente expone Junichiro Tanizaki en Las Hermanas Makioka. Ritual que hereda Japón de la China Continental desde muchísimo antes que la dinastía Tang cerrara sus puertas. Conocerá el Sr. Li que el té verde es raramente tomado por los chinos.

El mexicano inusual, a una semana de su partida de Cuba, obviamente no tuvo conocimiento de los infortunios que con tanta benevolencia me procurara. En estos momentos brindo por él sorbiendo una excelente y deliciosa taza de café capuccino con sabor a vainilla mientras termino de escribir estas líneas. ¿Desea probarla, estimado Sr. Li?



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