Por Mariano Grondona. La Nación Line. Junio 8, 2000
Dicen que la primera impresión es la que vale. No habría que exagerar este dicho popular. A la primera impresión que nos dan una persona o un país, se sumarán luego datos y experiencias capaces de rectificarla. Pero hay algo de verdad en la primera impresión.
Ella ocurre cuando una profunda novedad perturba el paisaje de nuestras ideas. Somos modificados por la primera impresión. Al marcar un brusco contraste entre lo que suponíamos y lo que vemos, ella puede generar en nosotros las reacciones más diversas, desde la antipatía
hasta al enamoramiento.
Este fin de semana visité Cuba por primera vez. No me produjo antipatía ni enamoramiento, sino asombro.
Es que el paisaje urbano que uno encuentra en La Habana no es de entrada bueno ni malo sino, simplemente, surrealista. Ni bien se sale del moderno aeropuerto que acaban de construir los canadienses, lo primero que se percibe es el lento andar de unos pocos automóviles de los años
cincuenta por las avenidas casi desiertas. Es como retroceder de golpe a un nostálgico pasado. Lo que se tiene por delante es una ciudad detenida en el tiempo.
El mundo anda hoy con la febril intensidad del capitalismo triunfante. Todo es vértigo y competencia. Algunos ganan y otros pierden. No en Cuba. Al llegar a ella, uno se interna en una sociedad donde nadie perderá y nadie ganará, donde lo que sobra es el tiempo. Intuye,
desde el inicio, que nada pasó en las últimas décadas y que nada va a pasar en el futuro previsible. Cuba es una nación que se ha quedado inmóvil en nombre de la revolución.
Ricos y pobres
En Cuba no hay mendigos ni delincuentes. Salvo en el circuito del dólar que gira en torno de un turismo internacional en auge y en el estrecho mundo de los privilegiados políticos del que formará parte, si vuelve, Elián, en Cuba no hay ricos. Todos los que viven en el
circuito del peso cubano son pobres. La pobreza asume entre ellos, empero, una tranquila dignidad.
El sueldo básico del trabajador cubano es de 20 dólares. El sueldo efectivo puede llegar a los 50 o los 60 dólares. La vida es menos cara que entre nosotros, pero no tanto. Como contrapartida, tanto la salud como la educación son gratuitas.
La bien merecida fama de la medicina cubana no se debe a una tecnología de avanzada sino a una condición que los médicos comparten con el resto de los cubanos: tienen tiempo. Cuando uno va al médico en un país capitalista, se encuentra con profesionales dotados
de una alta tecnología y apremiados por el tiempo. En Cuba, un médico puede prestarle atención toda una mañana aunque sus recursos tecnológicos sean relativamente modestos. Por eso Cuba es apropiada para los procesos de rehabilitación.
La vida quieta
Como no van a ninguna parte, como no los apura la ambición, los cubanos se beben la vida de a pequeños sorbos, con un ritmo cansino que a algunos parecerá contemplativo y a otros, vegetativo. En domingo, La Habana es como un inmenso paseo. Las parejas, las familias, se van a
la rambla a ver el mar. Nadie se excede en el trabajo porque todos son empleados públicos. No temen despidos. Tienen la estabilidad asegurada. Si uno quiere descansar y meditar, no hay mejor lugar que la isla de Fidel. Si uno aspira a moverse en dirección de metas exigentes, sólo
le queda abordar alguna balsa en dirección a la otra Cuba, al vértigo capitalista de Miami.
En la zona donde se rozan la Cuba quieta del empleo público garantizado y la Cuba turística del dólar, estalla el contraste. Las prostitutas cubanas, llamadas "jineteras", invaden esa frontera. Castro hizo la revolución para que Cuba dejara de ser el prostíbulo
de los norteamericanos. El oficio más antiguo del mundo persiste, imperturbable, cuarenta años después.
En el capitalismo, se mueve la historia. Todo lo que se mueve, empero, es contradictorio. El capitalismo es, como lo definió Schumpeter, un proceso incesante de "destrucción creativa". Contra la historia, contra la agitación del movimiento imperfecto, desde Platón
hasta Santo Tomás Moro diseñaron utopías que nunca se cumplieron. Si alguna de ellas se hubiera encarnado, se habría salido de la historia. A la inversa de Platón y Tomás Moro, Fidel Castro realizó su sueño. Las utopías, casi nunca son.
Cuando son, no pasa nada.
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