Secrasu o Cartas a Leandro - Segunda carta
Ramón Díaz-Marzo
HABANA VIEJA, julio - Querido hermano Leandro: de mi última misiva se desprende que en ésta continuaría el relato de cómo la Secta me contactó a través del pretexto de ocuparme postales de relajo. Pues también te había dicho que del mismo
modo que las telenovelas van narrando una historia capítulo a capítulo, así también yo haría con mis cartas; y es cierto. Pero el motivo de mi encuentro con la Secta sería incompresible si antes no te narro otros hechos que no por menos relevantes carecen de
importancia.
Mucho antes de que los Brujos me individualizaran, ya por falta de información, ya por culpa de mi naturaleza inclinada a la ingenuidad, tuve un amigo que me inició en el clandestino oficio de vender maní tostado en cucuruchos de a diez centavos. Vender maní, en el año
1976, no sólo era un desafío a la Dictadura, sino un grito de libertad. Ese grito implicaba unos preparativos tan meticulosos y secretos que virtualmente podrían calificarse de una conspiración para tumbar al Gobierno.
En ese proceso, el primer eslabón era el guajiro que en una parcela enmascarada de su terruño cultivaba (como si fuera mariguana) las matas de vaina. El segundo eslabón tenía que ser un personaje con justificación para viajar entre la ciudad y el campo: un
camionero estatal que mezclaba los sacos de maní junto a las mercancías del Estado. El tercer eslabón era un lugar en la ciudad donde depositar la mercancía, y un mismo lugar no debía repetirse hasta pasados varios meses.
Luego, desde esos lugares la mercancía era trasladada en pequeños paquetes hasta ser depositados en una casa de vecindad conocida como solar. Esos solares tenían diversas salidas y entradas, y la policía nunca notaba el trapicheo. Además, eran lugares temidos
cuando llegaba la noche. Después, esos paquetes caían en el patio de una vieja casona. Caían desde el cielo, en un nocturnal picheo desde las azoteas colindantes.
La casa rentada por el Chino era un laberinto. En ese lugar, dentro de las latas vacías de aceite de bodega, se tostaba el maní al carbón. En realidad, aquello era una fábrica clandestina. El Chino era respetado en el barrio por ser escritor de la Radio. Pero como el
sueldo de la Radio no le alcanzaba para cubrir sus más elementales necesidades, siempre estaba violando la Ley Socialista.
El Chino tostaba los granos mientras hacía, a una velocidad vertiginosa, los cucuruchos. Luego, ese maní era introducido en los cucuruchos. Más tarde, yo improvisé, en las habitaciones del Hotel Monserrate, una fábrica de maní. Confieso que hacer los
cucuruchos era una verdadera agonía. Recuerdo que los habitantes de la casona eran unos revolucionarios ancianos. Recuerdo que eran los Presidentes del CDR de la cuadra. Y eran temidos. No obstante, los viejos también ayudaban al Chino haciendo los cucuruchos. Y nadie nunca sospechó
que aquella casona fuera una fábrica clandestina. La vieja y el viejo eran los más comecandela de la cuadra. Por eso, el primer día que llegué al lugar la vieja me miró de aquel modo. Sentí cómo las manos de sus viejos ojos escarbaban mi persona. Mi
amigo y el Chino me lo advirtieron: "Nunca hables mal del Gobierno!" Pregunté: "¿Y a favor?" Y mi amigo y el Chino respondieron: "¡Tampoco!"
Semejante retorcimiento creo que también contribuyó, de modo decisivo, a que en la actualidad esté sospechando que mi comprensión del mundo es incorrecta.
Esta información ha sido transmitida por teléfono, ya que el gobierno de Cuba no permite al ciudadano cubano acceso privado a Internet. CubaNet no reclama exclusividad de sus colaboradores, y autoriza la reproducción de este material, siempre que se
le reconozca como fuente.
|