Falsos herederos
Héctor Maseda, Grupo de Trabajo Decoro
LA HABANA, enero - Al analizar retrospectivamente la idea que tuvo la administración Castro en los años 1965-66 de crear en Cuba la Escuela Secundaria Básica en el Campo (ESBC), para muchachos con edades entre los 12 y 15 años, observamos que no sólo fue un
mecanismo para sustraer a los jóvenes de la autoridad e influencia paterna sino que constituyó, además, una conducta en franca oposición al pensamiento martiano.
"...Es grande el peligro de educar a los niños afuera, porque sólo es de padres la continua ternura ... aquella constante mezcla de la autoridad y el cariño, que no son eficaces por la misma justicia y arrogancia de nuestra naturaleza, sino cuando viene de la misma
persona". Así opinaría José Martí, durante su exilio en 1892, acerca de tema tan actual.
Se trata de una jugada poco elegante de nuestros gobernantes. La autoridad institucional de las ESBC, la educación formal-doctrinal impartida y la obligación laboral a que fueron sometidos los jóvenes a edades tan tempranas, derrumbó los tradicionales puentes de
comunicación tendidos entre los padres y sus descendientes, insustituibles para la conformación del carácter y ulterior patrón de conducta social de éstos en su preparación para el futuro.
La autoridad institucional influyó negativamente en los jóvenes. La libertad moral y sexual impuesta por las nuevas circunstancias se tradujo en conductas irrespetuosas hacia sus mayores y aportó contratiempos no sólo a los becarios sino también a los
profesores en sus relaciones con aquéllos.
La formación ofrecida, en su parte doctrinal, creó en los estudiantes un vacío espiritual, en muchos casos no sustituido por el materialismo ateo que les enseñaron. Este vacío espiritual puede conducirles a no tener fe en el futuro inmediato.
El trabajo en el campo, lejos de ayudarlos en su futura disciplina laboral, los lleva de la mano a "buscar dinero fácil" que, por supuesto, es en los negocios sucios y la prostitución donde creen encontrarlo, no en el trabajo honrado pero mal remunerado por su único
empleador: el Estado.
Destruir la relación padre-hijo ha debilitado considerablemente la importancia de la familia, como núcleo fundamental de toda sociedad moderna. En nuestro país, han tratado de sustituirla por el nuevo concepto de "familia revolucionaria". Es decir, que sólo
cuente con la identidad político-ideológica entre sus miembros, condición que estará por encima de padres, hermanos y demás familiares carnales. No importa lo demás. Esa y no otra, es la "ley primera de la unidad".
Al parecer, la administración gubernamental olvida que son los padres los que genéticamente actúan, de generación en generación, en la evolución de las especies, y que no sólo por intermedio de la herencia y la variabilidad se consiguen ascensos
hacia la perfección humana. Se requiere, además, mantener el equilibrio psicológico de los menores, y esto se logra en el seno de un hogar feliz y unido, no fuera de él.
La estabilidad matrimonial y, en consecuencia, de la familia, no está dada por posiciones políticas que rijan a la pareja, sino en sus valores espirituales que sistemáticamente y por todos los medios, los voceros oficiales contribuyen a que desaparezca.
Es necesario contribuir al fomento del amor a nuestros semejantes, la práctica del trabajo y una constante labor en beneficio del progreso humano. No respetar estos principios equivale a condenar la sociedad al fracaso. Ningún estado podrá impartir por sí mismo la
combinación de autoridad y ternura que requieren nuestros hijos. Ningún gobierno podrá ser paternal con todos sus ciudadanos. Eso es imposible y menos si proviene de un Estado totalitario. Sería como pedirle "peras al olmo".
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