Editorial. La Nación
Line. 01.12.2000
Los distintos estamentos de la Facultad de Ciencias Sociales de la
Universidad de Buenos Aires han propuesto que se le confiera a Fidel Castro el
doctorado honoris causa.
La iniciativa es algo más que una ocurrencia extemporánea e
irritativa. Es una manifestación por demás clara de ese alto y
nocivo grado de politización que tantas veces se ha denunciado como una
de las causas centrales del palpable deterioro que, en cuanto a exigencias académicas,
es advertible en el ámbito universitario estatal, complicado en esta
oportunidad por un evidente oportunismo que ve como bueno cualquier medio de
robar un minuto a la fugacidad de la preeminencia informativa.
Si esa politización es siempre un funesto factor de distorsión
y de desinteligencias, la alternativa que aquí se señala -es
decir, la probabilidad de una frívola adscripción al mercado de
las novedades polémicas- describiría una situación todavía
peor, en la medida en que estaría revelando una grave inconsistencia
intelectual, realmente incomprensible en un centro de altos estudios.
Es verdad que no se trata sino de una propuesta, cuya vigencia ulterior
dependerá de que la convalide el consejo superior de la Universidad de
Buenos Aires. Pero aun cuando fuese rechazada -como espera, razonablemente, la
opinión pública-, la señal preocupante ya ha sido dada. En
efecto, aparte de cuál fuere el destino final de la distinción
propuesta, el hecho mismo de que haya sido aprobada, impulsada, apañada,
por el conjunto de los estamentos de una facultad constituye un dato cultural
desalentador, que sólo puede acarrear desprestigio a la más
importante de las universidades estatales de nuestro país.
Que desde hace cuarenta años Fidel Castro viene ejerciendo un poder
despótico sobre Cuba no es un tema que pueda, a esta altura, entrar en
discusión. Tampoco es el caso de repasar las alternativas -harto
conocidas- del rol que jugó el castrismo como integrante sumiso del
bloque de dominación encabezado por la Unión Soviética a lo
largo de tres décadas y sus azarosos intentos de reubicación en el
escenario internacional en el tenso período que siguió al
desmembramiento del imperio comunista.
Menos aún tendría sentido analizar los artilugios que la
sagacidad y el ánimo del dictador fueron poniendo en juego para que su régimen
pudiera sobrevivir a la hecatombe del sistema soviético. Por lo demás,
parece superfluo o innecesario recordar lo que el totalitarismo cubano significó
-y significa aún- como ejemplo sombrío de destrucción de
los valores que dan sentido a la dignidad de la persona humana.
La trayectoria o la índole del caudillo caribeño no son
cuestiones que valga la pena agitar ante esta desacertada propuesta. Las
argumentaciones surgen por sí solas de la propia justificación
ensayada por los autores de la iniciativa, que abunda en fruslerías tales
como el señalamiento de que se trata de un personaje relevante de la
historia latinoamericana o la afirmación de que, en tanto "facultad
pluralista", Ciencias Sociales debe "apoyar a los hombres que
transforman las sociedades".
La confusión conceptual, lo impreciso y limitado del razonamiento y
la ignorancia acerca de qué fines tienen los estudios superiores son tan
evidentes que no hace falta sub-rayarlos. Una facultad -y tanto más una
facultad estatal, que es una representación conspicua e intangible del
patrimonio público- no puede estar a merced del capricho, la ligereza o
el afán de notoriedad de sus circunstanciales ocupantes.
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