El
amor en los tiempos de Castro
Ricardo González Alfonso
LA HABANA, noviembre - Cuba, 1961. Ella era una prisionera más, sólo
que más bella; él, otro de los tantos carceleros, sólo que
más humano. Ambos, dos líneas paralelas; pero dispuestas a
converger en un punto contra todos los prejuicios.
Según los magos de la sobrevivencia, el anonimato es un escudo contra
la intolerancia; busquemos, pues, dos seudónimos engendrados por el
encanto de la onomancia, ese hechizo que concede a cada hombre una predestinación.
Por tanto, ella será en lo sucesivo Amanda, y Amado él.
"Cuando era joven -me confesó Amanda una tarde al borde de su último
destino- todos creían que era muy orgullosa. Como soy alta, camino sin
mirar alrededor, y por aquel entonces hablaba poco, confundían mi timidez
con arrogancia".
La madre de Amanda nació en los Estados Unidos; y se casó en
la Isla con un español que optó por la ciudadanía cubana.
De aquel matrimonio con vocación universal nació una bebé
con piel rosada y mirada azul, bajo el signo enigmático de las paradojas:
1940 fue un año de esperanza patria y desesperación mundial.
Amanda se crió, con los mimos que se le confiere a una hija única,
en una residencia de la barriada capitalina del Cerro. Cuando la chiquilla creció
estudió en la Havana Academy; y durante las vacaciones veraniegas iba al
Club Ferretero. O sea, si bien no nació en una cuna de oro macizo, sí
estaba bien enchapada.
Mas el destino tiene sus mañas. Cuando Amanda iba a cumplir 19 años
triunfó la Revolución, con su alquimia sui generis capaz de oxidar
cualquier metal por áureo que sea.
Amado tuvo cuna, pero de pino. Nació en 1937 en Santa Cruz del Sur,
un poblado de la provincia de Camagüey célebre porque cinco años
antes lo destruyó un ras de mar. De niño estudió en una
escuela pública, y a los 17 comenzó a trabajar en lo que
apareciera.
En enero del 58 Amado se vio ante el dilema de Hamlet, y se unió a
las guerrillas que combatían a Batista. Y así, entre montañas
y disparos le creció la barba; pero también, contra todos los
augurios, la ternura y la esperanza.
El primero de enero del 59 bajó de la Sierra Maestra con grados de
teniente. Sin darse cuenta se convirtió en un aprendiz de alquimista.
Poco después en carcelero.
En los días que antecedieron a la invasión de Bahía de
Cochinos ser una joven burguesa, considerada arrogante y para colmo hija de una
americana, bastaba para ser calificada de gusana-vendepatria, a quien había
que "partirle la siquitrilla". Sólo faltaba una delación.
Amanda, a pesar de la magia de la onomancia, fue repudiada, arrestada y
conducida primero a la Ciudad Deportiva -coliseo convertido transitoriamente en
una versión criolla del romano- y después a la fortaleza del
Morro.
La experiencia del amor enseña que el amor siempre carece de
experiencia. Por eso yerran los profetas que vaticinan dónde hallar el
otro hemisferio del corazón. A través de la penumbra impuesta y
los barrotes, la prisionera y el carcelero intercambiaron miradas, sonrisas,
susurros. Doce días después liberaron a Amanda; y Amado visitó
la residencia del Cerro.
En 1969 él se licenció del ejército. Mucho antes a ella
la habían retirado de la pequeña burguesía. Amado trabajó
como administrador; Amanda como secretaria. La alquimia revolucionaria tornó
la dicha de los vencidos en nostalgia, y en rutina el destino de los vencedores.
Del matrimonio de Amado y Amanda, punto equidistante de los extremos, nació
Adelina, que significa de linaje noble. La pequeña no fue al Club
Ferretero, sino a un Círculo Social, y no estudió en la Havana
Academy, pero se graduó de ingeniera. Se casó, y tuvo una bebé,
también rosada y con mirada azul; y, como parte del neo-folklore
nacional, Adelina y la pequeña emigraron a los Estados Unidos.
En Amanda sobrevino un duelo de amor. Los sentimientos de madre y de abuela
se batían con el de esposa. Ella, gracias a la ciudadanía de la
madre, podía residir en los Estados Unidos. Pero Amado no recibió
la visa. Podía ser una carga pública. Sin dudas, el amor no está
apto para cuños y finanzas.
Amado permanece en La Habana. Retirado y sin júbilo custodia su
soledad ante unos barrotes de mar, como aquél que arrasó con su
pueblo. Amanda, en California, vaga por San Francisco prisionera de la
distancia.
La Ley de la Historia los condenó a ser, otra vez, líneas
paralelas dispuestas a converger en un punto. Quizás en la vida. Tal vez
en la muerte.
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