En una celda de Fidel Castro
Tania Díaz Castro, Grupo Decoro
LA HABANA,abril - El maltrato psicológico a un reo por parte de la policía para que confiese su crimen es algo habitual en este mundo. Pero no es habitual maltratar psicológicamente a un pacífico defensor de la Carta Universal de los Derechos Humanos con el
objetivo de destruirlo moralmente.
Esa experiencia la viví en carne propia luego de ser detenida en mi hogar por varios policías políticos de Fidel Castro en horas de la madrugada y ante el asombro de mis dos pequeñas hijas, quienes nunca han superado ese shock. Luego de un registro minucioso en mis
archivos que duró horas, fui llevada a una celda de la Seguridad del Estado. Todos los documentos que me fueron ocupados habían sido enviados por mí, uno tras otro, a las agencias de prensa acreditadas en Cuba.
Entre todos los documentos el que más molestaba se refería a una carta que había dirigido al ex preso cubano Armando Valladares, felicitándolo por su trabajo en las Naciones Unidas en defensa de los derechos humanos en Cuba.
Por haber escrito esa carta, me dijeron, era que permanecía en una celda.
En la medida que sucedían los interrogatorios, hechos por el Mayor Rodolfo Pichardo en su pequeñísimo cuarto refrigerado al máximo, no podía darme cuenta de que se minaba mi autoestima. Un tiempo después, mucho después de salir de allí,
donde estuve por espacio de seis meses y cuatro días, pude percatarme de que aquellos interrogatorios sólo tenían como finalidad desequilibrar mi imagen, transformarla hasta el punto en que comencé a pensar en el suicidio.
Esta experiencia devastadora resulta inolvidable, pero muy útil cuando logramos analizarla objetivamente, ya curados del maltrato psicológico. Fue provechosa porque, al fin y al cabo, hoy me siento capaz de afrontar una
situación similar, con mejores armas en el corazón.
En aquellos interrogatorios había de todo, desde el insulto verbal, la desacreditación continua, la difamación, la crítica, y la amenaza. Se me habló de fusilarme y yo me lo creí. ¿Acaso no se había fusilado meses antes a un "Héroe
de la Patria"? En estos interrogatorios el detenido llega a sentirse lo peor del mundo, un ser abyecto, inservible, inferior a su acusador, siempre bien bañado, bien vestido, bien comido, sereno y con algo que sobrecoge a cualquiera: la fusta del poder en las manos.
Recuerdo que apelé a miles de recursos para conservar mi autoestima, mas todas fracasaron. El instructor era un experto en desarticular mentes, técnica aprendida en la KGB. Su especialidad: acosar, lograr sumisión, acatamiento, servilismo. Sobre todo en personas
incapaces de soportar fuertes presiones, incapaces de defenderse ante desconocidas argucias políticas. No valía de nada sentirse honesto, ético, con un alto sentido de la responsabilidad. Acaso esto resultaba peor.
¿Cómo olvidar mis estados de abatimiento depresivo, mi frustración como poetisa, como periodista, como ser humano? A veces reaccionaba favorablemente, me autoexigía valor, coraje, dominio de mí misma. Pero siempre vencía el agresor con una sonrisa cínica
y una mirada impenetrable.
En un aislamiento atroz, mi cuerpo y mi mente desaparecían poco a poco hasta convertirme en ceniza. En este estado no era fácil captar la maldad del agresor, su fría racionalidad. ¿Acaso su éxito consistió en mi debilidad espiritual?
Cuando salí de las cárceles de Fidel Castro no dejé de sentir miedo. ¿Acaso este veneno había sido inyectado en mis músculos y venas con un efecto prolongado? Me sumergí así en la viña del Señor Castro y me he quedado en
ella, tal vez para siempre. Porque todo estaba dicho por mi verdugo: la viña era del Señor y mi función y la de todos los que defendemos los derechos humanos es apartarnos del camino para, como dijo Diógenes, no quitarle al Señor ni un ápice de sol.
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