CUBANET... INTERNACIONAL

Abril 3, 2000



'Siempre' es demasiado tarde

Manuel Cruz. El País, España. Lunes 3 abril 2000 - Nº 1431

"La vida es un cataclismo / de incertidumbres y penas / por eso las almas buenas / van de cabeza al abismo" Idilio (Manuel Romero), interpretada por Laíto.

El imaginario del hombre contemporáneo está constituido, entre otras piezas, por un álbum de fotos. Una de ellas ha terminado por convertirse en todo un símbolo de la revolución cubana. Es la foto en la que puede verse la entrada del hotel Plaza el 1 de enero de 1959, con las máquinas tragaperras y las mesas de juego ardiendo en medio de la calle, en el cruce de Neptuno y Zulueta. El famoso hotel había sido inaugurado en 1909 y por aquella época se anunciaba con el eslógan "la alegría de 1900". Acompañó a la historia del país a lo largo de la primera mitad del siglo en todas sus vicisitudes y turbulencias hasta la entrada de las tropas de Castro en La Habana. Hoy, propiedad de una cadena hotelera internacional, vuelve a funcionar a pleno rendimiento, entregado a satisfacer las demandas de esa industria turística que se ha convertido en la tabla de salvación de la economía cubana. Todo en el Plaza respira un cierto aire de decadencia. En el bufet de su terraza, desde la que se dispone de una completa visión panorámica de la Habana Vieja, los huéspedes cenan. Disfrutan de la privilegiada ubicación, algo indiferentes a la concreta realidad que les rodea.

Muy cerca, en los alrededores del Floridita, célebre por ser el local en el que Hemingway recalaba a diario a tomar sus daiquiris, las jineteras confraternizan animadamente con los numerosos policías traídos en cantidades masivas del Oriente para garantizar la seguridad en la zona. De vez en cuando, interrumpen la charla para acercarse, descaradas, al turista y susurrarle al oído sus ofertas: "Sé lo que estás deseando, mi amor..." (y a continuación la procacidad correspondiente). A su lado, hombres jóvenes ofrecen casi a voz en grito todo aquello que suponen que el visitante puede andar buscando: paladares, puros de la mejor marca, productos contra el colesterol de colaterales efectos afrodisíacos, ron... Si no se ha hecho muy tarde, todavía se puede ver pasar algún grupo de colegialas de últimos cursos de primaria, hermosas preadolescentes con su faldita reglamentaria de color mostaza, la camiseta con la imagen del niño balsero acompañada de la leyenda "Salvemos a Elián" y el pañuelo al cuello. Regresan, rezagadas, de la manifestación semanal ante la Oficina de Intereses Norteamericanos.

Esta noche la cena en el Plaza está siendo amenizada por un trío de músicos. Circula entre las mesas, ofreciéndose a interpretar las piezas que los clientes tengan a bien solicitarles. A mi lado, una turista norteamericana, entrada en años y en carnes, parece estar impaciente aguardando la llegada del conjunto. Cuando por fin se colocan, disponibles, ante ella, les formula trabajosamente su petición: chi guevagua. Los músicos entienden sin dificultad (parecen acostumbrados a los encargos confusos) que se refiere a Hasta siempre, la bella guajira de Carlos Puebla, y emprenden de inmediato, con elegancia cansina, la interpretación de la melodía. Levemente aturdido por la ingestión de demasiadas cervezas frías, contemplo la escena. La turista, con pinta de no entender gran cosa de lo que dice la letra, escucha embelesada, mientras rebusca al tacto en su regazo, como si no quisiera ni distraerse mirando el monedero, algunos billetes de un dólar con los que gratificar a los músicos.

Intento que mi cabeza no se deslice hacia lo demasiado fácil, hacia todo aquello que parece imposible dejar de pensar cuando se está en Cuba: qué se hizo de un sueño tan limpio, en qué ha venido a dar aquel gigantesco estallido de ilusión colectiva (con los viejos himnos revolucionarios convertidos en motivo de entretenimiento para el turista), qué siniestro designio hace que, una y otra vez -con la tenacidad de un destino, con la obstinación de una condena- los hombres no consigan que libertad e igualdad puedan convivir bajo el mismo techo... Me esfuerzo por permanecer en un plano meramente descriptivo, por ser capaz de registrar, sin más, lo que está ocurriendo. Por empaparme de lo que pasa. En el fondo, temo que el aturdimiento pueda acabar transformándose en confusión; me fastidia pensar que, sin darme cuenta, tal vez esté buscando -proverbial actitud del intelectual- que la realidad certifique los esquemas que traía conmigo.

En este momento el trío ha iniciado el estribillo, la emotiva despedida anunciada desde el mismo título de la canción: "Hasta siempre, comandante". Y entonces, justo cuando están pronunciando esas palabras, el camarero encargado de retirar los platos que quedan abandonados en las mesas pasa por detrás del trío. No puedo evitar reparar en él. Es un tipo común, de mediana edad, más bien bajito y de piel oscura: probablemente tenga, como tanta gente en este país, un esclavo entre sus antepasados. Observo que él también está cantando la canción. Se sabe la letra y algo de ella le hace sonreir. Parece feliz. Intuyo que en esa sonrisa se esconde un elemento importante para entender lo que siente y piensa este pueblo, pero no me veo en condiciones de elaborarlo. Mejor dejarlo aquí. Además, la canción ha terminado y, sin la ayuda de la música, las ideas parecen haberse desactivado, haber perdido toda su intensidad originaria. Emprendo el camino de salida pero, antes de abandonar definitivamente la terraza, echo la vista atrás, con el reflejo del que teme haberse dejado algo. La gorda continúa encantada. Ahora el trío de músicos, agradecido por la propina, le está obsequiando con La cucaracha. Decididamente, es el momento de irse.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

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