Compitiendo con la Sothebys
Miguel Angel Ponce de León, Grupo Decoro
LA HABANA, agosto - Salí. No puedo estar encerrado las veinticuatro horas leyendo y escuchando música clásica. Me dirigía hacia el Café Habana cuando unos gritos a mi espalda hacen que me detenga y mire atrás. Observo entonces una figura que moviendo
extrañamente los brazos me reclama.
Cuando estoy a su lado intenta hablarme. Imposible. Seis o siete juglares, algunos en zancos y con ropas pintadas a mano, producen un ruido infernal con tambores, pitos, matracas y cencerros. 36 grados de temperatura con una humedad del 98 por ciento. Y el estruendo... Huimos. Me llevó
cogido del brazo hasta la cafetería del Hotel Ambos Mundos. El pagaría, lógicamente.
La rara avis era él al borde de la acera cuando nos encontramos. Ahora, en el hotel soy yo. Sólo cincuenta metros y los papeles quedaron invertidos.
El personaje en cuestión acababa de pisar el paraíso socialista del Caribe después de un viajecito en yate desde USA hasta el Pacífico centroamericano. Su esposa y su hijo descansaban en la casa después de una agotadora travesía de veinte días.
No necesito decir que él no es cubano y sí que ella es una bella mulata habanera. El niño es un Fl de extraordinaria perfección que sacó lo mejor de ambas razas.
Un pianista muy gordo tocaba una pieza de Lecuona tras otra. Enhorabuena. Pedimos dos daiquirís y algo para picar. No nos veíamos desde el año 98.
Cuando comenzó a hablar mi azoramiento alcanzó límites imprevistos. Claro, el paraíso de unos puede ser el infierno de otros. Y él... él quiere comprar una casa en la ciudad de las columnas, amueblarla con lo mejor y llenar sus paredes con buenas piezas
de arte cubano. Es cierto que en el agostado país, después de cuarenta y un años de venta -necesaria para comer, por demás- aún quedan muebles, porcelanas, cristales, pinturas en casa de muchos particulares. Me pedía ayuda. Con mucho gusto haré lo que
pueda por él siempre que me pague con dólares.
Cuando el camarero se acercó con el segundo daiquirí y el entremés, el gordo pianista comenzó a tocar La Comparsita. Dentro del lugar el ambiente era fresco y cómodo.
No es fácil encontrar piezas buenas a la venta, pero yo conozco de la existencia de cuatro o cinco buenas telas de pintores de la Vanguardia cubana en diferentes colecciones, cuyos dueños necesitan desprenderse de ellas. Se lo informé así. Le expliqué incluso
que teníamos a nuestra disposición los mejores especialistas, personas que conozco hace años.
Me prestó su tarjeta telefónica y pude concertar varias citas. Al salir del hotel, el gris dorado del atardecer que tanto me recuerda el Canaletto desaparecía rápidamente dando paso a la noche.
Un carro japonés del 99, con aire acondicionado y buena música en la reproductora. Dentro, aún la Habana Vieja no restaurada me entusiasmó. La abandonamos en dirección al Parque Central. De ahí seguiríamos hacia esos barrios de La Habana que el
pueblo dice que son los más cálidos de la ciudad. Sus habitantes necesitan jardines refrescantes y aire acondicionado en cada habitación.
Visitamos esa noche varias casas donde nos recibieron como a los reyes magos. Pudo ver en una de ellas un pequeño paisaje del siglo XIX pintado por un pintor nacido en Cuba pero que llegó a alcanzar el grado de Coronel en el Ejército Norteamericano. Los que conocen su obra
lo acercan a la escuela de Hudson. En otra vio un Wilfredo Lam del año 50. Imposible de autentificar, pues todo el mundo conoce la posición de su viuda, Lou, ante toda obra del artista que provenga de Cuba. La provenance de la pieza es impecable. Al llegar al tercer lugar nos
enfrentamos con un bello cuadro de Mendive de su mejor época, fines de los sesenta y una tela de Domingo Ramos bastante atípica, pues fue pintada en España. La atmósfera lograda en los paisajes cubanos desaparece en este caso y los colores parecen más crudos.
Manejando hacia la casa, hacia Mercaderes, me dijo que necesitaba comprar unas pizzas y lasagnas para llevar a su mujer y al niño. Se sentía satisfecho por lo que había visto. Decidiría más tarde.
Parqueó el carro frente a la Fuente de Neptuno y caminamos hasta El Don Giovanni. Me obsequió con una enorme pizza que tenía todo lo comible de la creación encima. Su precio: once dólares.
Lo acompañé hasta el carro sosteniendo en mi mano derecha la pizza como si fuera un frágil vaso de cristal de Gallé. Lo vi alejarse mientras todo en derredor brillaba de luces en colores. La música de un grupo de muchachas llamado "Caramelo Son" atraía
hacia el garito miríadas de turistas y putas. Incluidos los pingueros.
Cansado, reculé hacia la Plaza de Armas. Llegaba una hora tarde. Allí compartiría mi pizza que costaba un mes de salario de un trabajador corriente con mi amado. El parque estaba en penumbras. No todos los antiguos faroles de luces amarillas estaban iluminados. No había
nadie. Mi amado no estaba.
Comí lentamente la pizza casi sin disfrutarla. Pensé mientras comía en la colección de diez cuadros de Ponce que mi madre poseía y que serían míos en el futuro. ¿Qué casualidad diabólica hizo que cuando la Revolución
triunfó a ella le retiraran su pensión? ¿Cómo encaja la aparición de un amigo, de mi padre y de ella, en esos precisos momentos, quien le propone la venta, uno a uno, de los cuadros, hasta que resuelva su situación económica? ¿Por qué tuvo
que volver a ser criada pocos meses antes de morir?
Las campanadas del reloj del edificio de los Capitanes Generales suenan diez veces. Me levanto con la intención de volver a Mercaderes #2. Allí me enfrentaré con el silencio amenazador de la noche. Allí soy un preso más.
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