CUBANET... INTERNACIONAL

Agosto 2, 2000



El revuelo del embargo

Andres Hernandez Alende. El Nuevo Herald . Publicado el miércoles, 2 de agosto de 2000 en El Nuevo Herald

El revés que ha sufrido en el Capitolio el intento de levantar el embargo contra el gobierno cubano no es más que un retraso temporal. La normalización de las relaciones se acerca; en realidad, es raro que no haya ocurrido ya. Cada día son más los políticos norteamericanos que viajan a Cuba a entrevistarse con los disidentes, pero también a ver en persona a Castro, pintoresco fósil viviente de la guerra fría. Cada día son más también los estadounidenses que van a la isla en plan de turismo, muchos de ellos violando las leyes de su propio país. Van tentados por la invencible curiosidad de ver al comunismo tropical desde dentro, y por los legendarios encantos de la mayor de las Antillas, entre ellos, y en primer plano, sus mujeres. El hechizo de las jineteras, en efecto, ha cruzado el océano en todas direcciones, con el magnetismo de lo prohibido.

Cuba tiene mucho que ofrecer en materia de turismo. El otro imán es el sector inmobiliario. También ahí, ya son muchos los norteamericanos que visitan la isla para explorar el terreno, y posiblemente varios hayan comprado mediante testaferros. Indudablemente, éste es el momento de comprar, cuando el precio de los bienes raíces todavía es bajo. Es ahora, piensan estos oportunistas, cuando hay que adueñarse de una casa en Varadero, antes de que Cuba regrese a la órbita de Occidente, abra las puertas de par en par al libre mercado y los precios se disparen bajo la ley de la oferta y la demanda. El que compre ahora, podrá hacer un gran negocio cuando se precipite la avalancha de turistas, inversores, comerciantes, etc., que tendrá lugar no bien Washington levante el embargo. Es decir, si antes Castro, en uno de sus turbulentos giros, no decide arremeter de nuevo contra las posesiones de los extranjeros y la propiedad privada (ya lo ha hecho antes) y dar marcha atrás al reloj de la historia, de cabeza hacia el estalinismo. Pero, naturalmente, toda inversión conlleva riesgos.

Una de las decisiones del gobierno norteamericano que más ha socavado la defensa del embargo es la de establecer relaciones comerciales plenas con China aunque el coloso asiático tiene un historial espantoso en el campo de los derechos humanos, en ciertos aspectos peor que el cubano; y con Vietnam, donde todavía sigue gobernando el mismo partido comunista que ocupó victoriosamente el sur del país en 1975. Los norteamericanos se preguntan por qué se tienden puentes hacia estados despóticos del Extremo Oriente pero no hacia Cuba. A muchos de ellos, que eran niños o no habían nacido en los momentos más críticos de la guerra fría, en la crisis de los misiles, por ejemplo, les asombra la crispación y les molesta que su gobierno les prohíba viajar adonde deseen. También se preguntan si normalizar las relaciones con la isla, y por lo tanto someterla a un contacto directo con Norteamérica, a una influencia profunda, no aceleraría la caída de Castro.

Ese argumento se apoya en las consecuencias del acercamiento con Cuba a fines de la década de 1970, durante el gobierno de Jimmy Carter. La entrada de norteamericanos y, sobre todo, la visita de exiliados cubanos causó una conmoción social: los insulares, aislados hasta ese momento del resto del mundo por la férrea censura estatal, pudieron comprobar que las leyendas eran ciertas. Era mentira que las latas de Coca-Cola se enfriaban mágicamente al abrirlas, y que había biberones que se quedaban milagrosamente suspendidos en el aire cuando el bebé los dejaba caer, pero sí era visible, palpable, que los cubanos que se habían ido al extranjero ya no tenían nada que ver con el fangoso tercer mundo de la revolución comunista: habían prosperado, se habían pulido, exhibían ademanes de triunfadores, tenían el bolsillo lleno, el cabello perfumado, manejaban automóviles del año y vivían en casas suntuosas. El choque con esa realidad generó una frustración terrible: la batalla perenne por la construcción del socialismo era un fracaso, no llevaba a ninguna parte. La frustración fue el catalizador de los sucesos agitados que hicieron de 1980 uno de los peores años para la dictadura de Castro: la ocupación de la embajada del Perú por once mil cubanos desesperados y el éxodo del Mariel, en el que 135 mil personas llegaron a las playas de la Florida. Lo que hoy se preguntan muchos es si el levantamiento del embargo y la entrada de los norteamericanos --y de los exiliados de Miami-- en la isla no causaría un revuelo similar al de hace veinte años.

Los defensores del embargo sostienen que levantarlo sólo serviría para darle a Castro el capital y los créditos financieros que necesita para mantenerse en el poder. Y quizá tengan razón. Pero la convicción íntima a la que ya todos deben de haber llegado es que Castro, con embargo o sin embargo, morirá en el trono. Castro no es, como dicen algunos en Miami, ``el tirano más sanguinario que ha conocido la historia de la humanidad'', pero sí es uno de los déspotas que más tiempo ha permanecido al frente de un país, hazaña política que hay que achacar no sólo a su vocación tiránica, sino también a la débil cultura democrática de los cubanos y a la falta desde hace tiempo de una estrategia coherente de oposición a la dictadura, aparte de los reclamos pacíficos de la disidencia interna. El exilio de Miami no tiene ningún plan, a pesar de que todos los días nos anuncian el inminente inicio de una guerra libertadora, al estilo mambí, que todos sabemos que nunca estallará. El exilio se aferra al embargo (una medida norteamericana) porque es la única arma que le queda, un arma con el filo romo que se blande cada vez con menos convicción, por inercia, y que el Congreso derogará tarde o temprano.

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