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Cuarterías y ciudadelas, una epidemia en La Habana

Son edificios que llevan décadas sin someterse a mantenimientos, ni siquiera son pintados con frecuencia (foto del autor)

LA HABANA, Cuba.- No lo parecen pero nadie en Cuba se atreve a negarles la condición de “viviendas”. Son oscuras, húmedas, mal ventiladas e inseguras pero las cuarterías o “solares” son lo único que hay, justo en los límites entre el desamparo y la fortuna de tener al menos un techo en una ciudad donde por cada casa nueva que se construye desaparecen dos, mientras otras dos más son declaradas inhabitables.

Una crisis que el propio gobierno de la isla recientemente ha declarado insuperable “en el contexto actual” y que se profundiza aun de cara a los 500 años de una urbe que, en apenas medio siglo, ha visto transformarse su otrora majestuosidad y elegancia en un muestrario de escombros y demás desolaciones.

Según dejan ver las estadísticas más recientes, las cuarterías y ciudadelas ilegales se han incrementado en toda La Habana a razón de una veintena por año desde 1990 hasta la fecha, notándose un incremento considerable en el último lustro, a pesar de las regulaciones vigentes.

Donde hace apenas una década solo existían cuatro o cinco pequeñas habitaciones, algunas sin los servicios básicos de agua, acceso al alcantarillado y electricidad, hoy se han triplicado las construcciones improvisadas, algo que en muchos casos, como en palacetes antiguos y edificaciones similares, algunos con más de siglo y medio de construidos, ha acrecentado tanto las probabilidades de la ocurrencia de derrumbes, como los brotes epidémicos debido a las condiciones de insalubridad.

“Este edificio no lo fumigan desde hace años. Hay personas enfermas que no pueden ni siquiera bajar porque las escaleras están en muy mal estado y tampoco los fumigadores quieren subir, se puede caer en cualquier momento”, dice una moradora del edificio que hace esquina en Águila y Dragones, a un costado del Parque del Curita, un área donde se concentra una treintena de las cuarterías más ruinosas de La Habana.

“El edificio ha sido declarado inhabitable y es usufructo gratuito, han mandado a desalojarlo varias veces pero nadie quiere ir para un albergue”, declara uno de los habitantes de la ciudadela que además afirma haber pagado por su cuarto, de apenas 12 metros cuadrados, unos 3 mil dólares, cifra que supera cientos de veces el salario promedio mensual de cualquier cubano.

Una ciudad donde por cada casa nueva que se construye desaparecen dos (foto del autor)

También cerca del Parque del Curita, en la calle Reina, entre Campanario y Manrique, existe otro edificio en condiciones similares.

Según los inquilinos más antiguos, hace unos diez años solo existían doce o quince cuartos y pequeños apartamentos donde habitaban no más de cuarenta o cincuenta personas pero las necesidades económicas hicieron que muchos optaran por vender una parte de sus propiedades, así como las áreas de las azoteas y patios interiores, de modo que la decena pronto se convirtió en un laberíntico solar donde existen hoy unos cuarenta espacios individuales que dan albergue legal o ilegal a poco más de 120 personas.

“Los que pudieron construyeron sus barbacoas (también conocidas como placas intermedias, una solución criolla a la falta de espacio y remedo del ‘mesanini’ colonial), lo que ha ido afectando la estructura del edificio (…), hay dos cuartos al fondo que ya han cedido al peso de las placas y han tenido que ser apuntalados”, explica uno de los vecinos del inmueble.

Las placas intermedias y otras soluciones que no tienen en cuenta la estructura de los edificios, la apertura de puertas y ventanas en paredes de carga, la necesidad de poner tanques elevados porque persisten los problemas con el abastecimiento de agua, están entre las causas del deterioro.

Es lo que describe Zurama, arquitecta de la comunidad, quien además agrega: “son edificios que llevan décadas sin someterse a mantenimientos, no ven pintura hace años (…) las instalaciones sanitarias y eléctricas son las mismas de hace cuarenta o cincuenta años, incluso más, y no fueron pensados para acoger cien, doscientas personas sino veinte, treinta (…), donde antes solo hubo un baño, una cocina y dos dormitorios hoy hay diez baños, diez cocinas y quién sabe cuántos cuartos, palomares, talleres, es muy compleja la situación”.

Se puede afirmar sin pecar de exagerados que, al menos en los municipios más densamente poblados de La Habana, existen unas dos ciudadelas por cada cuadra. Incluso a escasos metros de hoteles lujosos como el Saratoga o el Manzana.

Fáciles de observar desde sus “piscinas de bordes infinitos”, existen varias cuarterías que clasifican entre las más críticas de la ciudad, un contraste espectacular para ese turista que solo quiere llevarse a casa una “buena foto” del tercer mundo.

Incluso en zonas como las cercanas a la Terminal de Trenes, la Calzada de Diez de Octubre, las calles Reina, Monte y los barrios cercanos a Cuatro Caminos, Cristina y la Avenida del Puerto el número de cuarterías insalubres pudiera superar ampliamente al de construcciones capaces de cumplir con los parámetros mínimos necesarios para ser considerados como “decorosos” y aptos para el desarrollo normal de una familia.

No hay que alejarse demasiado ni gastar en taxis ni exponerse a peligros. Basta con recorrer cualquiera de los barrios del centro de la ciudad para darse cuenta no solo que “solar” y “cuartería” no son sinónimos de “color local” y “cubanía” sino de miseria profunda y abandono institucional.




‘Vivir en un solar no es tan lindo nada’

LA HABANA, Cuba.- La estructura de las ciudadelas, cuarterías, casas de vecindad o de los solares ha variado en La Habana según las necesidades de vivienda. Antes de 1959 eran edificaciones subdivididas con baños comunes ubicados por lo general en los barrios marginales de la ciudad; después pasaron a ser solares también los palacetes abandonados que la revolución repartió en calidad de usufructo a quienes lo necesitaban.

Hoy una cuartería puede ser cualquier cosa, desde un cine que comenzó siendo un refugio para evacuados tras el paso de un ciclón, una librería que fue cedida a damnificados tras un derrumbe, o un almacén de víveres ocupado por un grupo de necesitados que se colaron ilegalmente.

También existe la variante de familias que han ido creciendo y han segmentando la casa para ganar en privacidad. En el Vedado, detrás del Convento de Letrán viven los Caín; en el municipio 10 de Octubre, por años entre los primeros en sobrepoblación, proliferan las casas fraccionadas en cuartos con cocinas, baños y salas independientes.

Neptuno 620 antiguamente era una tienda, después pasó a ser una librería, ahora las paredes —lo mismo de bloques que de madera— se confunden con lo que queda de vidriera. En la entrada por lo general hay una manicura con sus clientas. Una de ellas cuenta las vicisitudes de los vecinos.

“Imagínate que aquí nos han echado hasta maletines con mierda porque el ambiente es lo peor”, y agrega: “Nosotros vivíamos en el 616, y cuando se cayó, hace 15 años, nos dijeron que nos evacuáramos aquí porque en cualquier momento nos daban un apartamento en Alamar… y ya ves, hemos tenido que crearnos nuestras propias condiciones. Aquí quedamos los que hemos sobrevivido. Unos se han muerto, otros se han ido del país…”

La manicura guarda menos esperanza: “En cualquier momento lo que vienen es a ponernos una multa porque ya empezamos a cogernos el portal y con esas leyes de que no se puede cambiar nada en las fachadas, nos la aplican. ¿Pero qué querían? ¿Que estuviéramos toda la vida así viviendo como en un corral, todo el mundo mirándonos a la cara?”

En San Lázaro 58 viven, entre otras personas, una señora de sesenta y tantos años y su madre con demencia senil. Su casa, hecha de todos los materiales imaginables, está dentro de un parqueo.

“Uy, esto era por un ratico y llevamos 24 años aquí”, dice la más joven, “y sin esperanzas de que cambie la cosa. Bueno, es que ni siquiera nos han dicho que puede cambiar”.

En San Miguel 559, Centro Habana, una adolescente dice no tener recuerdos de su casa en buen estado. “Hace 16 años que estoy viendo el techo apuntalado, y me acuerdo cuando el segundo piso se cayó, cuando yo era niña”.

El solar de La California ha sido uno de los más afortunados: Isaac Delgado lo popularizó, se graban vídeos clips en su patio interior, en el 96 fue reparado y, de 51 cuartos, pasó a tener 36 apartamentos.

Bárbara, la encargada de proyectos del solar, confiesa: “Lo que nos queda es solo la fama”.

“En el 96 estuvimos seis meses albergados, reconstruimos el solar con nuestros propios esfuerzos, un grupo de familias se fueron a vivir a otro lado, y como mejoraron las condiciones de vida, por supuesto que mejoraron las relaciones”, explica. “Ahora no tengo que preocuparme por el baño colectivo ni por la barbacoa a punto de caerse”. Sin embargo, la tendedera de ropa para algunos es la reja de la entrada y  los espacios comunes son para que los ancianos cojan sol en sillas desvencijadas.

Línea y B es uno de los tantos palacetes del Vedado que perdió hace años los balcones, las tuberías de desagüe sobresalen de las paredes y está dividido en 21 cuartos.

“¿Qué diferencia puede haber entre vivir en un solar en el Vedado y otro en la Habana Vieja o en Luyanó si son 5 libras de arroz y dos adicionales en cualquier parte de la ciudad?”, dice un vecino de Línea y A, que acostumbra a coger aire en lo que queda de portal. “La revolución se ha encargado de equilibrarlo todo, pagas 21 dólares por un par de tenis lo mismo en el Vedado que en el Cotorro, hay lo mismo en el agro de 26 que en el de la Víbora, lo importante es sentirse bien”, y busca aprobación en la presidente del Comité de Defensa de la Revolución (CDR) que está pendiente a todo.

La vida en una casa de vecindad no es solo la imagen de solidaridad, de café compartido con amor entre los vecinos o la complicidad que han promocionado en no pocas ocasiones por los medios cubanos. También es el hacinamiento, la promiscuidad de más de veinte apartamentos donde debiera haber solo uno o dos. A veces lo más duro de la convivencia con desconocidos —que después de años ya no lo son tanto— son los pequeños detalles constructivos y de higiene.

“Vivir en un solar no es como lo pinta Buena Fe en sus canciones, ni parece una telenovela ni es tan lindo nada”, dice Javier, que tuvo una novia en una cuartería famosa del Vedado, la de los Caín. “Lo peor son los detalles, la música a todo meter, la basura en el pasillo, el tendido eléctrico que parece tendedera, si se arma una bronca te meten aunque no quieras”, a lo que se puede agregar las soluciones para las entradas de agua colectiva, los baños construidos donde apenas hay espacio, las entradas obstruidas por las ampliaciones, las fosas desbordadas o abiertas, las tendederas de ropa en  espacios comunes y la intimidad que los vecinos hacen colectiva.




Sobrevivir a un solar habanero

LA HABANA, Cuba.- Se asegura con insistencia que el único vivo que entró al infierno fue Dante Alighieri, pero eso no es del todo cierto. Tengo el convencimiento de que yo también lo conocí y todavía estoy vivo. Al menos eso creo. Supe del infierno en aquel solar habanero donde viví por más de veinte años, y no porque me incitara Dios a visitarlo. Entré allí, con algo más de veinte años, porque no me quedó otro remedio. Nunca fui invitado, como Dante al suyo, para escribir un libro que lo relatara; pero escribí, escribí muchísimas cuartillas en aquel lugar, y dediqué a mi infierno todo un libro. Fue ese libro el que me hizo regresar hace muy poco.

Se habían sucedido siete años desde mi salida cuando volví a traspasar el portón enorme. De no ser por Rebecca, la traductora estadounidense empeñada en trasladar al inglés mi libro En La Habana no son tan elegantes, no hubiera vuelto jamás, pero ella había adelantado en su traducción y vino para que trabajáramos, para despejar dudas. Hasta entonces nos habíamos comunicado a través del correo electrónico, pero ella precisaba más.

Algo había explicado de aquel palacete en el que, se dice —pero yo no tengo la certeza—, vivió el conde de Almirez. En los mensajes le hice saber del esplendor que pareció ostentar y de la hermosa herrería de la balaustrada, del patio central y de las tres plantas del otrora palacete; también de la destrucción que llegó más tarde. Pretendí hacer notar, con palabras, los ahora dañados balcones, los salones tan desvencijados. Escribí de columnas quebradas, de arcos agrietados, de cenefas rotas, de cocheras y zaguanes habitados por aguas albañales, de la madera que apuntala… Pero eso no bastaba. Ella quería mirar un solar, quiso entenderlo.

Rebecca quiso conocer el lugar donde se tejieron las historias que escribí. Intentaría imaginar allí a sus personajes; suponer a Gloria y a Victoria en aquel espacio, sentir el traqueteo de las muletas de ese Ramón que soñó con saltar, ayudado por una pértiga, la cerca que lo separaba de la base naval de Guantánamo, aquel Ramón que terminó deshecho en menudos pedazos después que un extremo de su vara activó una mina. Ella quería mirar a Ovidio, el “héroe” de una guerra en África que era, además, un pervertido. Rebecca ansiaba ver el solar donde vivió Jorge Ángel, ese personaje que tomara el nombre de su autor, y llevar al inglés cada una de las historias.

Habían pasado siete años desde que abandoné el solar. Y allí estaba otra vez, sintiendo sus olores, el aire denso, “aquel aire sin estrellas” que sintió el italiano en su averno, el más clásico de todos, pero que en algo se parece a cualquier solar habanero. “¡Oh, los que entráis, dejad fuera toda esperanza!”, así pronuncié, como si leyera aquella inscripción que miró el Dante a la entrada del infierno, y como él, pensé en lo duro de la frase, pero ninguna me parecía mejor.

Solo quienes habitamos alguna vez en un solar sabemos ciertamente lo que eso significa. La mirada desde afuera resulta pintoresca la mayoría de las veces. Únicamente quien estuvo antes en sus “hórridas querellas”, quien escuchó las voces  altas y bajas de la ira, puede entender cuánto de infernal, cuánto de “suerte ignominiosa” se muestra entre esas paredes. Poco se ha escrito en este país sobre los solares, poco se habló de sus inmundicias y de la vida que llevan sus vecinos.

Parado allí, saludando a los desolados inquilinos que aún quedan, esos que todavía no consiguieron un mejor lugar para vivir, se sucedieron los recuerdos, y sentí pena, por mí, por ellos. Y volví a verme en la madrugada poniendo un jarro pequeñito debajo de una pila, también minúscula y casi pegada al suelo, para atrapar el agua que vertía en el cubo y que subía después por las destartaladas escaleras. Parado allí recordé a muchos de los vecinos echando en los tanques de basuras todo cuanto evacuaron durante la noche. Recordé los olores, volví a percibirlos. Pensé en Herminia, aquella maravillosa viejita a la que quise tanto, avergonzada mientras cargaba su paquete putrefacto para ponerlo en el tanque de basura. La recordé esquiva, sin mirar a los madrugadores que ya andaban por la calle. Ella iba cada mañana con su paquete en las manos, siempre con la cabeza gacha, quizá creyendo que si mostraba la cara el transeúnte iba a descubrir lo que cargaba.

Subí las escaleras con Rebecca y le mostré el pobre cuarto de Herminia, aquel al que se le quebró el piso alguna vez, a pesar de que no hiciera otra cosa que hacer descansar el peso de su delgadez. Herminia quedó colgando; una mitad en su casa, la otra en la del vecino de los bajos. Ella pudo perder esa vez la vida y también después; y únicamente la socorrió mi amigo, aquel que conocía de sus bondades. Nadie más se interesó en lo que a ella le había ocurrido; solo mi amigo buscó al albañil para corregir algo del desastre, y después pagó.

Y recordé, conté, de aquella vez que hablaba por teléfono sentado en mi cama; era un cura amigo el interlocutor. En medio de la conversación descubrí el goteo sobre el colchón y me exalté, le dije al cura que Pedro, el de los altos, ya debía estar borracho y tirando agua. “¿Y estás seguro que es agua?”, preguntó el cura andaluz, y yo puse la mano para oler luego: “¡Es orine!”, chillé y colgué el teléfono, y subí, y encontré a Pedro tirado en el suelo sobre un charco de orine, y miré también al travesti, inquilino del borracho, que se emperifollaba para salir a “luchar” mientras era emplazado por su macho, y no hice nada. Sólo bajé, a fin de cuentas yo era el único que tenía un baño, miserable, dentro de la casa, justo al lado de la cocina.

Creo que fui el único habitante del solar que pasó por la universidad, pero no me exalté aquella vez que en la altísima madrugada golpearan a mi puerta con tanta fuerza. Y apareció en el umbral aquella mujer alta, rotunda y guantanamera que, sin ofrecer disculpas me interrogó. Quería saber si yo hablaba ruso, y dijo que un barco de ese país había atracado en el puerto, que las “muchachitas” que se alquilaban en su cuarto se aparecieron con cinco hombres enormes, rubios y deseosos que no sabían pronunciar ni una palabra en español. “Imagínate qué problema. ¿Cómo diablos le van a decir que ellas lo hacen por dinero?” Cerré la puerta y no le respondí a Francisca, pero pensé en aquella Francesca, la de Paolo, a la que Dante también describió en su infierno.

Ahora, mientras escribo y sigo recordando esos días, pienso en los muchos solares habaneros, esos pobres sitios repletos de violentos contra ellos mismos, hartos de alcohol porque no les queda otro remedio, y pienso en los violentos contra el prójimo, en los violentos contra cualquiera, esos que crecieron en medio de la violencia y que suponen que no hay otra cosa que los salve que no sea la viveza, la intimidación, el crimen. Pienso en todos esos ladrones que habitan en medio de tan insalubre hacinamiento, en esos que recogen cada mañana su porquería para echarla en el latón de la basura, ante los ojos de todos.

Poco se escribió hasta hoy del infierno que son los solares habaneros. Hace poco leí un texto del escritor Manuel Pereira, quien llevó a García Márquez a mi solar de Aguiar 105. Allí vivía la abuela del cubano, y yo supongo impresionado al colombiano con la miseria constatada. Gabriel conversó con “La gallega”, que así llamaba Herminia a la abuela de Pereira, y la miró envolviendo picadura de tabaco con hojas que arrancaba de su Biblia para hacer sus cigarrillos, la vio en medio de la miseria de aquel solar que ahora está a punto de caer, que ya cedió en muchas de sus partes, pero no tengo noticias de que el colombiano escribiera después sus impresiones sobre el desastre de los solares en La Habana.

Mucho habrá que escribir de esos espacios insalubres, de esos sitios de muerte y desazón. Habrá que recoger el testimonio de los habitantes que todavía sobreviven. Tendrá que hablarse de los que murieron sepultados tras el derrumbe. Habrá que desacreditar a quienes miran con desprecio a los que pasan cada uno de sus días en medio del peligro que significa habitar en esas zonas de muerte. Habrá que indagar cuántos hicieron estudios superiores. Con ellos hay que contar. Los solares son parte de la nación. De eso sé, y por eso escribo. Yo soy uno de ellos.




Los solares se han multiplicado

Un solar habanero (foto tomada de internet)
Un solar habanero (foto tomada de internet)

LA HABANA, Cuba.- En 1941, Juan Manuel Chailloux Cardona, un estudiante universitario que cursaba la carrera de Leyes, Ciencias Políticas y Economía, tituló su tesis de grado “Síntesis histórica de la vivienda popular. Los horrores del solar habanero”.

La investigación, efectuada in situ, permitía conocer de primera mano las condiciones de vida de los habitantes de los solares, donde la insalubridad y el hacinamiento eran la regla.

El autor, con dinero de su bolsillo, publicó en 1945 su trabajo académico. El editor, Jesús Montero, dueño de una librería ubicada en la calle Obispo 521, en la Habana Vieja, llevó a cabo su impresión. La introducción del libro estuvo a cargo del prestigioso profesor universitario Herminio Portell Vilá.

El libro fue reeditado por la Editorial Ciencias Sociales, en 2005 y 2008, algo bastante inusual en Cuba cuando se trata de libros del pasado republicano. La última tirada llevaba un prólogo del doctor Eduardo Torres Cuevas, además de una presentación bastante esclarecedora de Graciela Chailloux, la cual llamó “El libro de mi papá”.

La investigación para la tesis de Juan Manuel Chailloux fue hecha entre 50 solares capitalinos escogidos al azar. De ellos aportó 17 direcciones. No solamente describió los solares, sino que aportó datos y estadísticas del número de familias y habitantes promedio por cada habitación.

Recientemente, luego de leer el libro me di a la tarea de visitar algunos de los sitios estudiados por Chailloux. Esperaba que muchos de esos solares ya no existieran.

Comencé el trayecto por la barriada de Jesús María, pues había allí varias localizaciones de solares. El primero que visité fue el ubicado en la calle Suárez entre Misión y Esperanza. Pude verificar que en dicha cuadra ahora hay más de uno, y en la citada calle Suárez, que no es muy extensa, encontré un total de diez, el primero en el número 77 y el último en el 261.

Encaminé mis pasos hacia Vives número 515 y 521, entre Rastro y Belascoaín. Allí hay ahora un pequeño agromercado y otras dependencias de organismos, no techadas. Pero por esa cuartería que ya no existe, en esa calle Vives vi otros diez solares en el tramo que va de Águila hasta cerca de Cuatro Caminos.

En la avenida de Belascoaín hallé cuatro sitios que, aunque no fueron estudiados por Chailloux (probablemente sean posteriores a su época),  indudablemente entran en la clasificación de solares. Están los que hacen esquina a Campanario y a Carmen.

Pero lo que llamó más mi atención fue que la antigua y amplia mueblería “La Protectora” se ha subdividido en múltiples locales donde habitan, en pésimas condiciones, inmigrantes de las provincias orientales de Cuba.

El solar de Lagunas 357, denominado “El Cuartel”, sigue en pie, mientras que el de Virtudes 666 (“La Mierdita”) se eliminó.  Por los alrededores hay otros solares muy parecidos, como Lagunas 358, 359, 361, 363, 365, 369 y 377, además los de Virtudes 660 y 662.

Es evidente la proliferación de solares en La Habana. Por cada solar de los que existían en la época de Chailloux, ahora hay muchos más; sin contar las casas de vecindad, que son viviendas grandes, subdivididas, convertidas en cuarterías y que hallamos por centenares en toda la ciudad, en condiciones iguales o peores que en los tiempos de Chailloux.

Irónicamente el Programa del Moncada –elaborado por Fidel Castro y donde prometía un paraíso posible gracias a la revolución, cuando todavía no estaba hecha–, al referirse al “problema de la vivienda”, prometía casas confortables y decorosas para la población humilde.

Hoy, La Habana está llena de casas declaradas inhabitables y ruinas de las que se han derrumbado. Y ni hablar de los solares. Da grima.

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