El tiempo roto de Manuel Granados
LA HABANA, Cuba, febrero, 173.203.82.38 -En los últimos tiempos la Revista Unión, órgano oficial de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), se ha trazado como estrategia jugar con la memoria, devolviendo a la palestra pública personalidades de la cultura cubana condenadas al ostracismo durante muchísimo tiempo.
La revista es parte de una política que ha ido construyendo sus propios olvidos. En anteriores números le ha dedicado sus dossier a figuras como Eliseo Alberto y familia, Raúl Milian, Guillermo Rosales y Carlos Victoria. Ahora se asoman a su ventana textos de Néstor Almendros y Guillermo Cabrera Infante. Todos forman parte de la memoria fragmentada de una isla que ha debido soportar la violación de su historia y su cultura a través del injusto ninguneo de algunos de sus mejores hijos.
El escritor Manuel Granados (Santa Clara, 1930-Paris, 1998) es el objeto del deseo de la más reciente entrega de esta publicación. Él es parte de esa cofradía de intelectuales negros marcados por las huellas morales de la Revolución y por los desafíos de querer cambiar lo que aún no se ha cambiado. A esa cofradía pertenecen otros como Walterio Carbonell, el poeta Ángel Escobar o el dramaturgo Tomás González. Igualmente la enrolan Nicolás Guillen Landrian, el cineasta Sergio Giral y el desaparecido grupo Antillano, del cual Manuel Mendive fue fundador, aunque parece haberlo olvidado, pues jamás lo menciona en sus entrevistas.
De Manuel Granados, su amigo, el escritor y periodista Tato Quiñones cuenta en una entrevista (publicada en la Gaceta de Cuba de mayo-junio del 2005) que fue un negro casi bachiller, marginal, buscavidas y delincuente, desclasado y bisexual, veterano de la lucha clandestina, de la guerrilla en la Sierra Maestra y de los combates de Bahía de Cochinos, machetero millonario, y más tarde se convertiría en poeta y narrador. En los años 50 el habanero Parque Central fue su principal teatro de operaciones como proxeneta prostituido, ladrón, limpiabotas y parqueador.
Él se consideraba un fruto de la Revolución. Quienes lo conocieron saben que siempre fue visto por quienes trazaban las políticas culturales como un negro marginal al que para nada le valieron sus credenciales de fiel revolucionario.
Adire y el tiempo roto, libro por el cual recibiera una mención en el Premio Casa de las Américas, en 1967, es uno de esos textos que a más de 40 años de su publicación, permanece sentenciado al olvido. A quienes trazan las políticas culturales le es más cómodo volver a reeditar Los Condenados de la Tierra, de Frantz Fanon, que otro de los libros de Granados, como País de Coral.
No se habla en el dossier que Granados, en nombre de la violencia revolucionaria, hizo detonar bombas durante su etapa como luchador de la clandestinidad, por lo cual nunca se sintió culpable, según confiesa quien fuera su primera esposa, la poetisa Georgina Herrera. Tampoco se dice que estuvo vinculado a la propuesta cultural El Puente, ni que fue separado de la UNEAC en 1970, durante la cacería homofóbica denominada Parametración.
Y es que un buen día Manuel Granados se desmontó del tren de la Revolución, junto a un grupo de notables intelectuales, como María Elena Cruz Varela, Manuel Díaz Martínez y Raúl Rivero, al firmar la Declaración de Intelectuales Cubanos, más conocida como la Carta de los Diez. Esta conocida declaración contra el régimen fue su último escenario de batallas, y, a la vez, fue parte de esa insurgencia cultural sofocada por el poder entre 1989 y 1992.
La Carta de los Diez, que estremeció las plataformas culturales de la Isla en su momento, es uno de los tantos silencios y ausencias que se advierten en este dossier dedicado a Granados.
Manuel Granados creó un potente personaje literario a través del negro Julián. Es uno de esos autores que han aportado una mirada singular a la narrativa cubana. Julián Granados, como subalterno, sentía que debía estar agradecido a la Revolución, pues constantemente le recordaban que fue ella quien hizo persona a los negros.
Él estaba consciente de que la literatura se hace con la vida, nunca dejó de imponerse retos, y el sujeto negro se convirtió en la viga central de su estrategia discursiva. Sentía la necesidad de dar voz a alguien que formaba parte de la historia cultural de la nación. Sin embargo, aún su obra se encuentra expuesta al dedo de la censura. Nunca se le perdonó la desobediencia, ni que se convirtiera en un negro “malagradecido”.
Nunca dejó de estar anclado en los límites políticos de la cultura, ni de someter su obra a rígidas interpretaciones, permaneciendo en los márgenes de la narrativa revolucionaria. En sus textos se encuentran zonas de nuestra realidad que todavía hoy asustan. Ahí están Julián y los hijos de María Candela, unos de sus tantos personajes que vemos corporizados a diario en los asentamientos o barrios insalubres de La Habana. Aunque ya los nietos de María Candela han fijado su mirada más allá del mar.
Las historias de vidas de negros y mestizos en la Cuba de ahora mismo continúan siendo un grito de desesperación. El hombre negro fue para Manuel Granados un personaje central, una obsesión que no podía dejar de narrar. Y él mismo era un hombre que vivió siempre al límite, a pesar de sus credenciales revolucionarias.
1992 fue su año fatal, el año de sus mayores desgarramientos, lo marcó la inesperada muerte de su hija, Anaisa, y su forzada salida al exilio parisino. Fue parte de esa legión de hijos de nadie, olvidado por la historia política y literaria en Cuba, o si acaso recordado por algunos como el sujeto que siempre vivió en las márgenes.