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Aquellos tiempos grises que no debemos olvidar los cubanos

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Fidel y Raúl Castro, año 1977 (haciendapub.com)

LA HABANA, Cuba. – El llamado Quinquenio Gris duró mucho más de cinco años. No concluyó, como pretenden algunos, en 1976, cuando el Consejo Nacional de Cultura fue reemplazado por el Ministerio de Cultura: la grisura no se empezó a disipar hasta los primeros años 80.

Tampoco se inició en 1971, con el Congreso de Educación y Cultura y el Caso Padilla. Ya antes se avizoraba la oscuridad que vendría. Aun antes de que en 1968 se iniciara la ordalía contra Heberto Padilla y Antón Arrufat; antes de que empezara a disparar inmisericordemente contra los escritores, desde las páginas de Verde Olivo, la revista de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, aquel ectoplasma estalinista que firmaba Leopoldo Ávila y que todavía no se sabe a ciencia cierta si era en realidad el teniente Luis Pavón, José Antonio Portuondo o ambos a dúo.

Seis años antes de que el teniente Armando Quesada ordenara quemar los muñecos del Guiñol Nacional, y de que una extremista recalcitrante y obtusa como Magaly Muguercia se creyera capacitada para decidir que el teatro cubano tenía que ser obligatoriamente “una expresión socialista”, tan temprano como 1965, ya otros personajes, imbuidos de “fervor revolucionario”, se erigían en inquisidores hasta extremos que resultarían risibles si no fuesen monstruosos.

Fue el caso, por ejemplo, del escritor y folklorista Samuel Feijóo. El 15 de abril de 1965, para ponerse a tono con las UMAP y aquel comunicado de la Unión de Jóvenes Comunistas que chillaba, “¡Fuera los homosexuales y los contrarrevolucionarios de nuestros planteles”, el autor de “Juan Quinquín en Pueblo Mocho” publicó en el periódico El Mundo un comentario titulado “Revolución y vicios”, una preciosura rabiosamente homofóbica de la cual citaré unos fragmentos que no tienen desperdicio.

Decía Feijóo: “Este país virilísimo, con su ejército de hombres, no debe ni puede ser expresado por escritores y artistas homosexuales. Porque ningún homosexual representa la Revolución, que es un asunto de varones, de puño y no de plumas, de coraje y no de temblequeras, de entereza y no de intrigas, de valor creador y no de sorpresas merengosas. Porque la literatura de los homosexuales refleja sus naturalezas epicénicas, al decir de Raúl Roa. Y la literatura revolucionaria verdadera no es ni será jamás escrita por sodomitas”.

Y continuaba más adelante: “No se trata de perseguir homosexuales, sino de destruir sus posiciones, sus procedimientos, su influencia. Higiene social revolucionaria se llama eso. Habrá de erradicárseles de sus puntos clave en el frente del arte y de la literatura revolucionaria. Si perdemos por ello un conjunto de danza, nos quedamos sin el conjunto de danza enfermo. Si perdemos un exquisito de la literatura, más limpio queda el aire. Así nos sentiremos más sanos mientras creamos nuevos cuadros viriles surgidos de un pueblo valiente”.

El pedido de Samuel Feijóo sería complacido con creces, con la depuración no solo de los homosexuales, sino también de los religiosos, los aburguesados, los melenudos (“enfermitos” y “elvispreslianos” los llamaba el Máximo Líder) y todo aquel sospechoso de “problemas ideológicos”. Como el mismo Feijóo, al que no dudaron en echar a cajas destempladas de la Universidad de Las Villas.

La cacería de brujas, que se inició a mediados de los 60, alcanzaría su clímax a partir de 1971. Todavía duraba en los días del éxodo de Mariel, en 1980. Desde entonces ha llovido mucho. Y sobre lo mojado. Algunas cosas han cambiado un poco, y otras, la mayoría, no tanto.

Molestará que escarbe en las grisuras y negruras a esos con el Síndrome de Estocolmo que han decidido olvidar y perdonar “los errores” y horrores del pasado, especialmente algún que otro Premio Nacional de Literatura y homenajeado en las ferias del libro.

Preferirán no recordar la parametración, y aquellos telegramas que los citaban a una oficina en la Quinta Avenida de Miramar, donde tenían que hacerse “una autocrítica” ante la Comisión de Evaluación del Consejo Nacional de Cultura, presidida por el teniente Armando Quesada, que en vista de los “errores confesados” y su “falta de idoneidad”, planilla mediante, les aplicarían la Resolución 3, y para darles una oportunidad de reivindicarse y de que no los agarrara la Ley de la Vagancia, los enviarían a trabajar a la construcción, a una fundición, como sepultureros o a empaquetar libros y revistas en una biblioteca municipal.

Preferirán obviar que hubo quienes fueron a parar a la cárcel. Como Pepe Camejo, el más importante de los titiriteros cubanos, o el escritor René Ariza, a quien condenaron a ocho años de encierro.

A los olvidadizos y magnánimos perdonadores de los inquisidores de ayer les puede molestar que un majadero hurgue en las llagas, que reviva los malos recuerdos, pero se hace muy oportuno volver sobre este tema, hoy que el decreto 349 amenaza con devolvernos a los candados, las prohibiciones y las grisuras.

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Yo también fui un ‘vago’ de la revolución

Póster de Angela Davis en La Habana de 1971 (blunblog.org)

LA HABANA, Cuba.- Los inicios de la década de los 70 fueron un período muy represivo en Cuba. No fue solo el llamado Quinquenio Gris, la parametración y las recogidas de homosexuales y melenudos.  Una de las medidas arbitrarias dictadas en esos tiempos fue la llamada “Ley contra la vagancia”, por la cual miles de personas que estaban sin trabajar fueron  obligadas  a realizar labores manuales fuertes que nadie quería hacer.

La composición del grupo que las autoridades consideraron como holgazanes fue muy heterogénea. Estaban los que por diversas razones  llevaban tiempo sin trabajo fijo, algunos que fueron sorprendidos por la ley en tránsito de una ocupación hacia otra, los que se iban del país  y los que como yo, acabábamos de salir del Servicio Militar Obligatorio y no habíamos conseguido ubicación laboral.

El reclutamiento forzoso se hizo por el municipio de residencia. En mi caso fui citado a la Dirección de Trabajo y Seguridad Social del municipio Plaza, que estaba ubicada en el edificio Camilo Cienfuegos, en la calle Línea esquina a C,  en El Vedado.

La  oferta de trabajo que recibimos los allí convocados fue ir para la agricultura o convertirse en cazador de cocodrilos en la Ciénaga de Zapata. No es necesario decir la decisión que tomó la inmensa mayoría.

Nos trasladaron en camiones hacia un campamento llamado Las Marías, ubicado en la carretera  entre San Antonio de los Baños y Alquízar.

Las palabras de recibimiento del jefe del campamento, un exmilitar, fueron  amenazantes. Nos consideraban   casi como presos. Estábamos advertidos  de que  todo aquel que abandonase el lugar sin autorización, sería detenido, juzgado y podía ser condenado a cumplir hasta cinco años en prisión.

El albergue era en una casa de tabaco abandonada. Dormíamos en  rústicas literas  con colchonetas y en hamacas.

El comedor, parecido al de una prisión,  poseía largos bancos y mesas de mampostería.  Si la comida, muy poco variada, tenía cierta calidad en su elaboración, se debía al cocinero, llamado Andrés,  quien había sido chef del Hotel Riviera. Este señor intentó irse en una lancha, fue sorprendido, cumplió condena  y después fue enviado a Las Marías.

El trabajo que realizamos fue variado. Comenzamos con la recolección de calabazas, las cuales se montaban directamente en una carreta tirada por un tractor.

Al principio, los no acostumbrados a este tipo de tareas sufrían fuertes dolores de cintura.

El reglamento disciplinario se suavizó con el tiempo. Se autorizó que pudiéramos ir y venir a la casa todos los días, siempre que concurriéramos al trabajo en el horario establecido. La mayoría se marchaba al final de la jornada, aunque el sacrificio de levantarse a las 4:30 am era agobiante. El desgaste físico  provocó que muchos enfermaran y tuvieran que recibir tratamiento médico.

Había un trabajador al cual sus compañeros pusieron el mote de “Acopio”, pues se escapaba del puesto laboral para recorrer la zona y robarse  cuanta vianda podía cargar, para llevársela y venderla en La Habana, donde todo escaseaba.  Por supuesto este hombre no era el único que hacía eso, ya que el salario que devengábamos era una miseria y muchos tenían que mantener hijos y familia.

Un tiempo después a varios nos trasladaron  para otro lugar  llamado Govea, situado entre Santiago de las Vegas y San Antonio de los Baños.

Allí, el delito de la mayoría de los castigados consistía  en haber presentado los documentos legales para irse del país. Entre ellos conocí a un profesor de la Universidad de La Habana, de apellido Rizo, con quien hice buena amistad.

La principal ocupación allí era colgar en las vigas de las casas de tabaco los cujes con las hojas ensartadas para el secado.  Yo siempre me disponía a subir a la parte más alta, a pesar del riesgo de una caída, que podía ser mortal.

Otra labor desempeñada en este lugar fue sembrar maíz y regarlo.

Luego  de varios meses de labor agrícola, nos dispersaron y fuimos a parar a diferentes obras de  construcción. Con el tiempo, cada cual logró salir de esta sanción y conseguir empleo.

Nunca supe más del destino de los amigos que allí tuve. Supongo que muchos se hayan ido de Cuba.

En mi expediente laboral jamás apareció ningún dato sobre esta ocupación obligada: en ese tiempo, que duró más de dos años,  fui el trabajador que nunca existió.

El verdadero y único delito cometido por aquellas personas fue que no trabajaban para el Estado. La ironía del destino es que hoy esa falta está autorizada, previo pago de licencia.

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¿Volverse un mierda o meterse un tiro?

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LA HABANA, Cuba.- He vuelto a ver  la película “Un día de noviembre”, del fallecido director Humberto Solás. Las pocas veces que la han puesto en la TV, ha sido siempre  en el programa “De cierta manera”, que dirige el crítico Luciano Castillo. Gracias a Castillo y su programa, uno se entera de que hubo cine cubano antes de 1959, aunque no fuera portentoso (tampoco lo fue después, salvo contadas excepciones) y que no nació con el Instituto del Arte y la Industria Cinematográfica (ICAIC), como durante mucho tiempo nos quisieron hacer creer Alfredo Guevara y sus acólitos comisarios.

En dicho programa, que sale los jueves  en la noche por el Canal Educativo, también ponen películas que en su época no se pudieron exhibir. Es el caso de “Un día de noviembre”.   Realizada en 1972, no se pudo ver hasta casi veinte años después. Estuvo censurada, como hoy lo está “Santa y Andrés”, del joven realizador Carlos Lechuga, que no pudo ser exhibida en la más reciente edición del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano. Solo que los tiempos y los cubanos ya no somos los mismos y no hay igual mansedumbre ante las órdenes de los censores. La prohibición de “Santa y Andrés” ha provocado las protestas de muchos cineastas, que siguen en su pugna por librarse definitivamente de la tutela del ICAIC, que más que representarlos, los amarra.

Digan lo que digan, aunque quieran destacar que en la era raulista se han abierto espacios que eran insólitos hasta hace unos años, la censura y los censores siguen inconmovibles. Solo que ya no alcanzan los niveles de aberración a que solían llegar. Como cuando prohibieron en 1961 el cortometraje PM, de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, por el delito de mostrar a gente que bebía y bailaba en los bares de la Habana Vieja y la playa de Marianao en vez de andar vestida con el uniforme miliciano y preparándose para defender a la revolución de la agresión yanqui que anunciaban era inminente.

Hoy uno se pregunta, además de la ciega obediencia al Máximo Líder y la porquería enchumbada en marxismo-leninismo-estalinista que recitaban de memoria, qué más tenían en la cabeza aquellos censores al prohibir una película como “Un día de noviembre”, que era puro teque panfletario, dentro de la revolución y un poquito más allá, apologética a pulso, neo-realismo socialista ICAIC al 100%.

Ah, pero era pleno Decenio Gris y los comisarios tenían las tijeras sueltas y luz verde para prohibir.

Era inadmisible que en aquella película se mostrara a un revolucionario, que se suponía fuese un ser de una estirpe superior, con serios problemas existenciales, que no podía superar los traumas que le dejó la lucha contra la dictadura de Batista, que no fuera capaz de crecerse y trabajar en la construcción de la sociedad socialista. Y que para colmo, tuviera dudas del relevo generacional, a pesar de los espesos discursos de sus compañeros y de su enamorada, encarnada por una muy joven Eslinda Núñez, uno de los principales rostros femeninos del cine cubano de los años 60 y 70.

Fue un desperdicio que Solás, siempre tan afecto a las heroínas de tonalidad operática, además de a Raquel Revueltas para aquella escena onírica chapuceramente calcada del neo-realismo italiano,  haya utilizado en “Un día de noviembre” a una actriz tan talentosa y bella como Eslinda Núñez para poner en boca suya, parlamentos que de tan tecosos, incluso para una muchacha adoctrinada por el romanticismo castrista-guevarista de aquella sarampionosa época,  resultan más que poco creíbles, francamente ridículos.

Esteban, el protagonista de la película, ya que no puede vencer la neurosis, se ve enfrentado, según le dicen algunos de sus compañeros, a la disyuntiva de “volverse un mierda o meterse un tiro”. Y no se sabe qué hace, porque Solás deja un final abierto… A propósito, en ese final, un grupo de jóvenes celebran su triunfo en la emulación socialista retorciéndose al ritmo del go go. ¿Sería ese gusto por la música del enemigo, ese retorcerse a la manera de los enfermitos, otro de los problemas ideológicos que encontraron los censores en “Un día de noviembre”?

Los censores y sus jefes, si alguna vez tuvieron el dilema de Esteban, supieron solucionarlo: se volvieron “unos mierdas”, se acostumbraron a ello, lo hallaron bien y hasta les gustó, y no se decidieron a “meterse un tiro”. ¡Qué lástima!

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El club de amigos de Amaury Pérez

Eusebio Leal y Amaury Pérez en 'Con dos que se quieran' (foto Cubadebate)
Eusebio Leal y Amaury Pérez en ‘Con dos que se quieran’ (foto Cubadebate)

LA HABANA, Cuba.- Con el programa “Con dos que se quieran”, que se emite por Cubavisión los martes en la noche, se inició hace seis años  y  ya va por su segunda temporada, Amaury Pérez ha demostrado que es mejor entrevistador televisivo que cantautor, y ni decir que novelista.

No se puede negar que Amaury Pérez, décadas atrás, escribió algunas canciones con letras hermosas e inteligentes,  pero definitivamente, problemas con el vibrato, zancadillas que le pusieron algunos de sus amigos chivatones de la Nueva Trova o lo que fuese, no funcionaba aquella mescolanza con la que aspiraba a convertirse en un híbrido entre Joan Manuel Serrat y Barry Manilow. Y menos  cuando como el propio Amaury ha dicho, “no están de moda los inteligentes”, y, al paso que van las cosas, tampoco los sentimentales.

A Amaury Pérez, que ante las cámaras se siente como pez en el agua -hijo de gatos, caza ratones-, algunos le reprochan la obsequiosidad y demasiada  melcocha cuando entrevista a sus amigos. Y sus entrevistados casi siempre lo son, o al menos, él los califica como tales, aun al mismísimo Silvio Rodríguez, que tanto lo hizo sufrir. Aun así, y  a pesar de su probada incondicionalidad al régimen –en cierta ocasión dijo que Fidel Castro era como si fuese su papá-,  a veces Amaury hace preguntas a sus invitados que más que agudas, resultan peliagudas.

Por Amaury no queda: él les da el pie forzado, allá ellos si  desaprovechan su oportunidad en el confesorio…

Muy pocos invitados se atreven a desahogarse y quejarse de los agravios y desaguisados oficiales que han sufrido. Los que más lejos han llegado en las confesiones han sido un veterano actor que habló de su lucha contra el alcoholismo, un joven director de cine que sin inhibición alguna reconoció ser gay y se enorgulleció de ello, una actriz teatral negra y santiaguera que se quejó del racismo y un músico matancero que recordó las vicisitudes que le hicieron pasar por ser católico practicante.

Los entrevistados prefieren hablar de sus problemas personales, de sus inicios en sus carreras, de sus gustos, amores y mascotas. Y a veces, no pueden contener las lágrimas.

Si no la mayoría, gran parte de ellos proclaman su devoción “a Fidel y la revolución”. Si fueron de los represaliados, de los condenados al ostracismo y luego de muchos años rehabilitados,  se muestran esquivos, optan por el olvido.

Otros dan pena, como Polito Ibáñez cuando dijo que no quería ser tomado por un cantante disidente, o el cardenal Jaime Ortega, cuando preguntado sobre su mediación en el año 2010 para la excarcelación de un grupo de presos políticos, en lugar de llamar a las Damas de Blanco por su nombre, prefirió referirse a “esas mujeres que se visten de blanco”.

Jaime Ortega junto a Pérez en su programa televisivo (foto tvcubana.icrt.cu)
Jaime Ortega junto a Pérez en su programa televisivo (foto tvcubana.icrt.cu)

El pasado 30 de agosto el invitado fue  Jorge Gómez, el director del grupo Moncada, quien más que esquivar o tirar curva ante un tema conflictivo, de tan complaciente, se mostró cómplice de la represión a los intelectuales en los años 70.

Cuando Amaury Pérez indagó sobre cómo se produjo en 1971 el fin del Departamento de Filosofía y de la revista Pensamiento Crítico, si la habían cerrado y por qué, Jorge Gómez dijo que la revista se había ido agotando de a poco, y lo justificó con el cínico argumento de que “son cosas que pasan en las revoluciones”.

Hubiera sido demasiado atrevido para el muy obsecuente Jorge Gómez decir que la revista, que agrupaba a tanques pensantes de izquierda como Aurelio Alonso y Fernando Martínez Heredia, fue cerrada, poco después de aquel infausto y mal llamado Congreso de Educación y Cultura, por órdenes de Raúl Castro, por entonces ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, quien  calificaba a la publicación y al Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana como “un reducto de revisionistas y contrarrevolucionarios”. Y todo porque se atrevían a andar manoseando a Marcuse, Gramsci,  Sartre, y cuidado si no también a Bakunin y Trostky.

Por aquellos días, las FAR se ocupaban de la batalla contra los intelectuales. No era casual que desde la revista Verde Olivo partieran las infames andanadas de aquel rancheador ideológico que firmaba con el seudónimo Leopoldo Ávila.

Total, dirá Jorge Gómez, para qué se iba a meter en esos problemas revolviendo el pasado, si varios de los represaliados de entonces, hoy son intelectuales orgánicos del régimen, componedores de batea que se dedican a reinventar el socialismo, olvidados de aquel “error”.

En lo que a Jorge Gómez respecta, él mismo lo reconoció,  el inesperado fin de su incursión en la filosofía, más de diez años después de que aprendiera a tocar los paticos en el piano, le permitió volver a la música. En 1972, con varios estudiantes universitarios, formó una agrupación que combinaba el son con la música andina y a la que nombró Moncada.  Años después, luego de sustituir la influencia de Quilapayún e Inti Illimani por  aires más pop, y  al demasiado serio Alberto Falla por cantantes bonitillos, más jóvenes y melenudos, Moncada logró cierta popularidad. Fue de los grupos que en los años del Periodo Especial abarrotaban de jóvenes la escalinata de la Universidad, entre otras causas, porque con los apagones, no tenían lugares mejores donde meterse.

Hoy apenas se escucha a Moncada. Pero su director, Jorge Gómez, luego de haber tenido su cuarto de hora de fama en la cultura oficial, debe alegrarse de haber salido indemne y beneficiado de aquel episodio oscuro que fue el cierre de Pensamiento Crítico. Y seguramente, Amaury Pérez lo comprende y le da la razón.

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Jugar con la cadena sin tocar al mono

(foto tomada de Internet)
(foto tomada de Internet)

LA HABANA, Cuba. -Reconozco que tenía sumo interés en leer el libro El 71: anatomía de una crisis, del investigador y ensayista Jorge Fornet, jefe del Departamento de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas. El texto, galardonado con el Premio de la Crítica del pasado año— pergamino que concede anualmente el Ministerio de Cultura de Cuba a las obras literarias más destacadas—, aborda los sucesos de 1971 en el panorama cultural de la isla.

La expectativa en torno a este libro, además de lo atractivo del tema, giraba en buena medida alrededor de su autor. Porque Jorge Fornet— el hijo de Ambrosio, el que instauró el término de “quinquenio gris”— no es uno más entre los investigadores que abundan entre nosotros. Se trata de alguien, obviamente, con acceso a todas las fuentes, y por tanto en condiciones de ponernos al tanto de los más mínimos detalles de aquellos acontecimientos.

Es cierto que Fornet brinda abundante información sobre el encarcelamiento y la posterior retractación del poeta Heberto Padilla, así como las protestas internacionales que tales hechos desataron. Y en verdad no se trata de poca cosa, pues todo lo relacionado con el “caso Padilla” asumió caracteres protagónicos durante aquellas jornadas.

Sin embargo, buena parte del libro se dedica a contarnos ciertos “chismecitos” provenientes de México y otros sitios de nuestra región, a raíz de la toma de partido de cada importante figura de la literatura latinoamericana— Octavio Paz, Vargas Llosa etc.— en torno a estos sucesos. El autor, en cambio, apenas profundiza en un acontecimiento clave: la celebración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura durante el mes de abril de ese año 1971.

Fornet no enumera las Resoluciones homofóbicas del referido Congreso, que condenaron al ostracismo a valiosos escritores. Tampoco se detiene ante el discurso de clausura del evento pronunciado por Fidel Castro; una vuelta atrás— y ahora con más rigor— a la censura contenida en sus “Palabras a los intelectuales” en junio de 1961. Si en aquella ocasión el máximo líder afirmó que contra la Revolución nada se permitía, ahora en 1971, cegado por la ira, advertía que para ganar un concurso literario en Cuba, había que ser “revolucionario de verdad”. ¡Qué horror!

Jorge Fornet, por supuesto, trata de no incomodar a su jefe Roberto Fernández Retamar. Por ello minimiza las referencias al ensayo “Calibán”, escrito por el Presidente de la Casa de las Américas en junio de ese propio año; o sea, cuando los ecos del “caso Padilla” y del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura aún no se habían apagado.

Porque, de haber sido sincero en cuanto a la evaluación de “Calibán”, a Fornet no le habría quedado más remedio que reconocer que se trató de un libro pendenciero e insultante en extremo hacia figuras como el argentino Jorge Luis Borges. Además, visto retrospectivamente, no hay dudas de que “Calibán” clasifica como un texto fallido, pues, entre otras cosas, les recomienda a los escritores latinoamericanos que tomaran ejemplo de las naciones de Europa oriental que construían la sociedad socialista bajo el liderazgo de la Unión Soviética. ¡Y ya sabemos en qué terminó todo aquello!

En líneas generales notamos que Fornet no arriesga su punto de vista en casi ninguno de los temas tratados en el libro, sino que se limita a enunciarlos. En ese sentido el texto parece más una crónica de acontecimientos que un ensayo acerca de un período de la cultura cubana, como algunos han querido calificarlo. Ah, y un detalle que no quiero dejar pasar: en la página 13 de la edición que Letras Cubanas hace de este libro, Fornet asevera que el verdadero protagonista de estos hechos es Fidel Castro… Claro, no especifica que semejante “destaque” sería la consecuencia de su papel como villano de la película.

En fin, que asistimos a un intento de Jorge Fornet por jugar con la cadena, pero cuidándose de tocar el mono.




La culta incultura de los cubanos

De izquierda a derecha: Miguel Barnet, Raúl Castro y Abel Prieto
De izquierda a derecha: Miguel Barnet, Raúl Castro y Abel Prieto

LA HABANA, Cuba -Año tras año, cada 20 de octubre (Día de la Cultura Cubana) los medios anuncian las distintas actividades político-culturales programadas para celebrar la fecha. Pero la cultura va más allá de fiestas, exposiciones, recitales u homenajes a personalidades “integradas al proceso”.

La cultura cubana va más allá de un gobierno. La cultura cubana es también educación.

Cuando en 1961 Fidel Castro, en una reunión con destacados intelectuales cubanos, les advirtió: “Dentro de la revolución, todo, fuera de la revolución, nada”, no solo coartaba la libertad de creación de nuestra intelectualidad. Esta frase fue sobradamente divulgada por los medios, analizada por los maestros en las escuelas y utilizada por funcionarios y dirigentes para amedrentar al pueblo y cohibir así cualquier manifestación cultural “sospechosa” o sencillamente espontánea.

Prácticamente desde sus inicios, el nuevo régimen comenzó a utilizar los medios de comunicación -bajo su control absoluto- para restringir, proscribir, demonizar cualquier expresión de la espiritualidad –y por lo tanto de la cultura-, como la moda, la religión, la música. Tenían serios problemas –e incluso iban presos o presas- quienes se atrevían a llevar el pelo largo, usar minifalda, ir a la iglesia, escuchar a los Beatles. Lo mismo les ocurrió a los amantes del jazz. Y no solo fue condenada la música “del enemigo”, sino incluso artistas cubanos que habían decidido emigrar o declarar sus opiniones divergentes, como Celia Cruz.

Mucho ha sufrido también la cultura cubana con cada creador de renombre anterior a 1959, condenado al ostracismo mediático por desaprobar la barbarie populachera imperante -como ocurrió con Dulce María Loynaz-. O cuando nuestros mejores compositores no reciben la difusión que merecen, como ocurre con Pedro Luis Ferrer –por citar un ejemplo-, a pesar de su incuestionable calidad como poeta y músico.

A raíz de los cambios bruscos que afectaron a nuestro país después de 1959, muchos cubanos partieron al exilio, y una gran parte de los que se quedaron adoptaron la doble moral. En cambio, antes de 1959 nuestra sociedad se desarrollaba bajo preceptos de educación, respeto a la vida privada de los ciudadanos, tolerancia y buenas costumbres.

Hace unos días le pregunté a un amigo (que aún trabaja y no quiere dar su nombre por temor a represalias) qué opinaba sobre el deterioro de nuestra cultura. Sin pensarlo dos veces me respondió con palabras de pescador: “Hace años que este barco está haciendo agua”. Y para reafirmar su criterio me puso un ejemplo de cuando era pequeño: “Vivíamos en un apartamentico en Párraga, y al lado vivía María Luisa, que tenía tres hijos y era doméstica en una casa de La Víbora. Eran una familia tranquila. Sus hijos iban a la misma escuela pública que nosotros. Luego, cuando triunfó la revolución, María Luisa se metió a miliciana. Paraba poco en la casa por las movilizaciones. Los hijos empezaron a desbocarse. Andaban en la calle hasta tarde. El del medio estaba conmigo en el aula, y la maestra lo regañaba porque no hacía las tareas y a veces iba sin bañarse”.

Pero las cavilaciones de mi amigo no acabaron ahí: “La decadencia actual no vino del aire: acuérdate de aquellos trabajos forzados en el barrio, todos los días, y los fines de semana, para luego pelear en una asamblea laboral (y sacarse los trapos sucios) para poder comprar un televisor, o una olla arrocera, o una lavadora rusa o un refrigerador. ¿Y recuerdas las microbrigadas? Días, meses, años trabajando hasta tarde, y los hijos solos. Y las escuelas en el campo, en la edad en que el muchacho más necesita la influencia de la familia. Y los padres presos, y los hijos criándose solos. ¿Por qué tú crees que a partir de 1959 hay tantas prisiones en Cuba? ¿Y los padres enviados en misión militar o médica a otros países?”, concluyó, “de eso ni hablemos”.




Una ficción sobre los años más negros

Foto del Autor
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LA HABANA, Cuba. -“¿Nunca se sabrá cómo contar esta historia?” Con esta pregunta comienza La Noria, ganadora del Premio de Novela Ítalo Calvino 2012 (con un jurado integrado por Alberto Garrandés, Ana Luz García Calzada y Leonardo Acosta) y que Ediciones UNION publicó en 2013. Su autor, nacido en La Habana, es Ahmel Echevarría.

Varias razones hay para sorprenderse con esta novela. La principal es que gira en torno a la peor y más larga campaña represiva llevada adelante por el gobierno cubano contra escritores y artistas, por motivos que presumiblemente iban desde la orientación sexual hasta la crítica y el desacuerdo políticos.

Que el tema central sea uno tan difícil como éste es coherente con lo que declaró el autor al presentar Días de entrenamiento, su anterior novela, hace ya dos años: “Creo que estoy en mitad de la cuerda floja, en el sentido de que, por todos los medios, quiero asumir un compromiso ético y estético con lo que estoy haciendo. Es decir, subir cada vez más la cuerda”. Más allá de cuánta altura tenga ahora bajo sus pies, no hay dudas de que Ahmel Echevarría sigue yendo por un camino que se inició con Inventario y se reafirmó con Días de entrenamiento, novela que el Instituto Cubano del Libro se ha negado a publicar porque en él aparece, sin reverencia alguna, Fidel Castro.

En la contraportada de La Noria hay un párrafo de Rafael de Águila que trata de darle al lector una idea de lo que puede encontrar en el libro: “Desde la subjetividad de un viejo escritor gay, otrora víctima del llamado Quinquenio Gris, desde el relato que intenta escribir treinta años después, asoma esa mixtura de recuerdos, realidades, literatura, sueños, temores, deseos, elementos que (…) confieren una mirada a ciertos hechos y personajes que animaron/desanimaron La Habana de los años 60/70”.

“Amor entre dos hombres”, continúa de Águila, “víctimas y victimarios; vigilantes y vigilados; literatura dentro de la literatura; deseo y traición”, y concluye su breve valoración, considerando “inusual” la novela de Ahmel: “de alto riesgo estilístico y estructural”, donde “la ficción explora sucesos en los últimos tiempos hollados por la ensayística o el testimonio”.

Esto último es subrayable porque, sí, La Noria entra con la ficción en un ámbito que en los últimos años ha sido bastante tratado por estudiosos y hasta por algunos de los actores de esos deplorables sucesos que, en general, se observan como ocurrencias del pasado, a pesar de que no hay consenso sobre si fue un quinquenio, un decenio o más tiempo, o sobre si fue gris o negro.

De manera que hay una noria, una especie de condena a regresar siempre a esos años en busca de un significado para la literatura de hoy, como si entonces se hubiera extraviado algo que nunca más fue encontrado después: tal vez la inocencia, acaso, en fin, una ilusión de libertad dentro de la utopía. ¿Se perdió quizás allí el cauce de una literatura que ahora discurre por llanuras cruzadas por mil rumbos equívocos o de agobiado impulso, sin ombligo incluso al que mirarse?

Esta novela de Ahmel Echevarría resulta así muy oportuna, muy a tono con su tiempo: aparte de cuanto se haya indagado acerca del llamado Quinquenio Gris, ahora se le escudriña con la ficción, tratando de saturar los límites del estudio y de correrlos un poco más hacia la cruda verdad.

Valiéndose de juegos y rejuegos, referencias a uno u otro escritor real excluido en ese período, guiños a obras relacionables como El Maestro y Margarita, acudiendo a la ficción dentro de la ficción, el escritor vuelve a una escenografía con vino refrigerado aunque sin pasión báquica, a una banda sonora, con discos y reproductor, minuciosamente editada.

Nos hallamos de nuevo ante un drama de escritor, desde hace tiempo muy acudido por la naturaleza de este tipo de personaje, de tan amplio espectro que puede abarcar desde lo más trágico hasta lo absurdo o lo ridículo, y que en Cuba, casi siempre es un personaje indeciso, abrumado y leve, que busca dónde dar pie o hallar raíz, que pretende salvarse por la pertenencia al mundo de la palabra.

Este escritor, El Maestro, confiesa que, de tener dos patrias, como Martí, tendría el Lenguaje y el Cuerpo, mientras intenta volver a escribir, superar la parálisis luego de los siete años en que, durante ocho horas diarias, trabajó como sepulturero en el Cementerio de Colón, como resultado de “un dictamen tras el mutuo acuerdo de la Secretaría de Cultura, la Sociedad Nacional de Artistas y Escritores, el Departamento de Seguridad Interior y el Ministerio de Salud, Sanidad e Higiene”. Es fácil saber a cuáles organismos se hace referencia.

Muchos años después, ese “Departamento de Seguridad Interior” sigue vigilando al viejo escritor, sigue penetrando incluso hasta su vida privada, demoliéndolo con una descarada sonrisa y con recursos como la traición.

De nuevo también el autor se vale de aquello que Julio Cortázar llevó a un acabado magistral. “Demasiadas articulaciones entre sucesos tan lejanos en el tiempo. ¿Era aquella sorprendente relación de sucesos una ‘figura’?” Y el escritor del relato sigue preguntándose todo el tiempo cómo narrar: “¿Acaso no era mejor echar mano del absurdo, carnavalear la escena?” Aunque se siente vigilado, aunque solo quiere escribir un cuento sobre un viejo que simplemente se dispone a comer fuera de su casa, El Maestro se interroga: ¿Acaso debía evadir la ironía, la crítica social la denuncia del estado de cosas?”

En las últimas páginas, ficción y realidad, autor y narrador, todo se mezcla. Ahmel quiere despejar brumas, nos confía que entró en “aquellos tiempos dolorosamente humanos” de los 60 y 70, durante los cuales su protagonista “escribió la mejor parte de su obra y en los que sobre él y otros escritores y artistas cubanos se desató el dogmatismo de una inverosímil aunque real política cultural”. Con los frutos de su búsqueda, nos dice, “fui suministrándole combustible a una máquina narrativa a la que llamé La Noria”.

Incluso, por si no estuviera todavía suficientemente claro, tras revelar fuentes, influencias y conexiones: “A modo de resumen, este libro responde a la necesidad de narrar una historia en la cual una parte de los actores sociales fueron víctimas”, y se pregunta: “¿Acaso también lo fueron algunos de los victimarios?”

El autor, Ahmel Echevarría Peré (La Habana, 1974), se licenció en Ingeniería Mecánica y lleva diez años ganando premios y publicando libros de narrativa como Inventario (Ediciones UNION, 2006), Esquirlas (Letras Cubanas, 2006) o Días de entrenamiento (Premio Franz Kafka Novelas de Gaveta, publicado en Praga en 2012).




La antesala del quinquenio gris

LA HABANA, Cuba, julio (173.203.82.38) – Mucho se ha hablado en Cuba acerca del quinquenio gris y su incidencia en la vida cultural del país. Aquel período, comprendido entre los años 1971 y 1976, marcó un hito en cuanto a la mediocridad del quehacer artístico y cultural, así como en la represión contra creadores, homosexuales y otros sectores de la sociedad.

A fines de abril de 1971 se celebró en La Habana el Primer Congreso Nacional de Educación, el cual pretendía tratar únicamente asuntos que el gobierno consideraba medulares de ese sector: el diversionismo ideológico que comprometía la formación del hombre nuevo, las exageraciones de la moda en el uso del uniforme escolar (en especial el pelo largo de los varones), y la blandenguería de padres y alumnos que trataban de eludir el cumplimiento del plan  la escuela al campo.

Sin embargo, ante el escándalo internacional provocado por el caso Padilla, las autoridades dieron un giro para incluir el candente tema de la cultura, de forma tal que lo educativo quedó en un segundo plano. Entonces comenzaron a denominarlo como Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura. Los educadores en un santiamén dejaron de ser el centro de la reunión para convertirse en mera fachada que le permitiera al poder descargar la ira contenida.

La subcomisión del Congreso que debatió sobre la educación sexual de las nuevas generaciones, abogó por la “recuperación” de los jóvenes que mostraban tendencias homosexuales, sin aclarar si esa recuperación no tendría lugar en las aulas, sino en las Unidades Militares de Ayuda  a la Producción (UMAP). En el caso de los “corruptores”, específicamente si se trataba de artistas y escritores, quedó claro que debían ser reprimidos con toda severidad. Se recomendó ubicarlos en ocupaciones donde no tuvieran roce con los más jóvenes.

En el discurso de clausura, el Máximo Líder, sin mencionar el nombre del escritor reprimido, se refirió a las “basuras” producidas por un grupito de intelectuales descarriados. En pocas palabras resumió las desavenencias y trazó los nuevos límites de la censura: “Para volver a recibir un premio, en concurso nacional o internacional, tiene que ser escritor de verdad, poeta de verdad, revolucionario de verdad”. Si diez años atrás, en las palabras a los intelectuales, algunos ingenuos creyeron hallar en el concepto “dentro de la revolución, todo”, algún atisbo de libertad formal, ahora el estalinismo enseñaba su rostro.

Y a los escritores y artistas que desde el exterior criticaban la detención del poeta Heberto Padilla, Castro los denominó “ratas intelectuales” que se iban a hundir junto con la nave del sistema capitalista.

Los colaboradores del castrismo insisten en que el congreso inauguró el quinquenio gris (con destaque para el crítico Ambrosio Fornet, al cual se atribuye la paternidad del término), el cual concluyó, según ellos, en 1976, con la asunción de Armando Hart al Ministerio de Cultura. En honor a la verdad, aunque en ese lustro el tono gris alcanzó la cima, en general ese color siempre nos ha acompañado a partir de 1959.