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Hoy, como ayer

LA HABANA, Cuba, abril (173.203.82.38) – Cuentan que Benny Moré, antes de ser “el bárbaro del ritmo de la música cubana”, pasaba el sombrero en los bares de la Avenida del Puerto de La Habana, donde cantaba con su guitarra por un plato de comida y tres rones. En uno de esos bares lo descubrió el célebre Miguel Matamoros, quien necesitaba otra voz que alternara con la suya. Lo demás es historia conocida: Benny demostró su talento en México, New York y luego en los estudios de grabación y los cabarets de Cuba.

La historia se repite en nuestra isla y en países del continente. A fines de los noventa saltó a la fama Polo Montañés, el Guajiro natural de Pinar del Río, descubierto por un productor extranjero en un centro recreativo de esa provincia. Polo triunfó primero en Colombia, y luego en La Habana.

Décadas después de aquel sombrero del “Bárbaro del ritmo”, músicos talentosos dependen de las monedas de los turistas que entran en los bares, restaurantes y hoteles de la Avenida del Puerto, Prado, Obispo y otras calles de La Habana, donde sorprenden al interpretar sones y guarachas para los comensales.

Los turistas no son espléndidos, pues las ofertas son carísimas, y suponen que incluye los ritmos criollos, las descargas de jazz y las canciones del pentagrama universal tocadas con sabor local por las pequeñas agrupaciones. Quizás por eso no entienden por qué uno de los músicos pasa el sombrero e intenta venderles un disco al terminar cada tanda.

Si conversaran con los artistas sabrían que, a pesar de su nivel profesional y después de tocar diez o doce horas al día, sólo llevan a casa lo recolectado con el sombrero o el güiro; pues de su salario en moneda nacional no hablan por vergüenza.

Los ingresos percibidos por cantantes e instrumentistas equivalen a 160 cuc al mes para la agrupación. De esa cifra, el 50 % corresponde a la empresa que los representa, el 10% a la oficina tributaria (ONAT) y el resto lo reparten entre ellos, casi ocho dólares al mes.

A los músicos les pagan por cuatro u ocho día, a pesar de actuar 15 o 30. Les corresponde, además, procurarse los instrumentos, el sonido, el transporte, la promoción, y gestionar el contrato en los centros diurnos o nocturnos, incluidos el Salón Rosado de la Tropical y las casas de la música de La Habana, Varadero y Santiago de Cuba, donde la administración cobra las entradas y prioriza a las orquestas de mayor audiencia, aunque no representen lo más genuino de la música cubana.

Como si fuera poco, se les exige la evaluación, la filiación a una empresa de los ministerios de Cultura o Turismo, y el respeto a las normas del cuerpo de inspectores, quienes decomisan instrumentos, imponen multas o les cierran el contrato si detectan ventas de discos u otras  irregularidades, aunque a veces estimulan el soborno para compensar su propio salario.

Las reglas de las empresas contribuyeron a desactivar a decenas de conjuntos vocales e instrumentales, obligados a realizar 19 actividades al mes cuando disminuía la demanda artística por falta de presupuesto y cierre de liceos y salones. Tal desmesura ha sido criticada por personalidades como Adalberto Álvarez, Juan Formell, Lourdes Torres y Tony Pinelli, quien afirmó en una emisora de la capital: “Si las empresas volaran por los aires no pagarían el daño que hacen a los creadores”.

Los músicos tienen que costear sus propios discos y competir con los reguetoneros emergentes y figuras beneficiadas por la televisión y por sellos discográficos estatales, lo cual les abre las puertas de agencias que pagan mejor y comercializan en divisas sus espectáculos, inspirados en ritmos y patrones extranjeros.

Mientras los músicos sobreviven pasando el sombrero, algunos autores con acceso a los medios de difusión censuran “la imitación de lo foráneo” y solicitan “promocionar a la música cubana sin desdeñar lo universal”. Rafael Lay, director de la orquesta Aragón, dijo al diario Juventud Rebelde que le sorprendió saber que la charanga del siglo XX no es “apropiada para actuar en las casas de la música”, cuyos programadores prefieren el reggaetón.

Un ex cantante de dicha agrupación advierte que el problema es peor en las provincias: “Desde La Habana es imposible saber el talento que se pierde en el interior, lo cual  influye en los éxodos de grupos y directores a la capital, convertida en puente hacia el extranjero”.

Hay quienes piensan que pasar el sombrero es denigrante y que “estamos paralizados en el tiempo”, pues basta con viajar a México, Estados Unidos o España para alternar con otras figuras y ver cómo funcionan los mecanismos de promoción, menos burocráticos que en Cuba, donde voces como Lourdes Torres o Leo Vera actúan en cabarets y carecen de discos.

Todo parece indicar que, “hoy como ayer”, los soneros silenciados tienen que esperar por algún descubridor que los localice en los bares y los promocione en el exterior para ser reconocidos en la isla, como sucedió con los envejecidos integrantes de Buena Vista Social Club.