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Cómo combatir los prejuicios

 

Donald Trump en la portada de Der Spiegel por el cubano Edel Rodríguez. Foto Internet

MADRID, España.- CNN en español le ha declarado la guerra al prejuicio. La iniciativa fue de la presidente, Cynthia Hudson. El primer disparo lo hizo Camilo Egaña en su programa de entrevistas. Cynthia es una cubana con aspecto y nombre de gringa, o una americana de padre gringo y madre cubana, nacida en Estados Unidos, convencida de que los estereotipos y los prejuicios les hacen mucho daño a las personas de carne y hueso.

Tiene razón. Sospecho –no me lo ha dicho- que Cynthia está cansada de que le digan, para halagarla, que “no parece cubana” o, por la otra punta, “que no parece americana”. Nada de eso, supongo, la complace. Quiere que la valoren por su trabajo y no por las circunstancias de su origen. Sin embargo, no puede librarse de la ambigüedad. Estamos obligados a pensar en categorías y esa fatalidad exige caracterizar a las personas.

Los mexicanos, los argentinos, los españoles “son así”. Hay categorías para todo. Los católicos, los judíos, los islámicos “son así”. Los capitalistas y los comunistas “son así”. Los enanos son malos, decía una irreverente canción napolitana, porque tienen el corazón muy cerca del c… Las rubias son idiotas, las nórdicas “fáciles”, los indios traidores. Y de esa manera absurda hasta el infinito.

La avasallante presencia del prejuicio, no obstante, no puede amilanarnos. Luchar por un mundo mejor quiere decir batallar contra los estereotipos, y la manera más eficaz de hacerlo es prohibir las caracterizaciones negativas en los medios de comunicación masivos. No es hipocresía. Es respeto al otro.

Eso que los intelectuales llaman con desdén el “lenguaje políticamente correcto” es necesario. A los grupos minoritarios hay que llamarlos como ellos no se sientan agredidos. Si los gays no quieren ser llamados maricas, no hay por qué denominarlos de un modo diferente al que ellos reclaman. Si los negros prefieren que los califiquen de “afroamericanos”, y les molesta que les digan “niggers”, porque la palabra ha adquirido una carga semántica negativa, no tiene sentido contradecir sus preferencias.

La imagen también puede ser un arma extraordinaria para explicar sin palabras la importancia de combatir los prejuicios. El dibujante cubanoamericano Edel Rodríguez ha hecho más contra los prejuicios que cien editoriales por su famosa portada de Der Spiegel en la que se ve a Donald Trump con un cuchillo en la mano tras cortarle la cabeza a la Estatua de la Libertad.

Cuando Erik Ravelo, jefe de publicidad de Benetton en Italia, un italocubano, vio la foto de Honecker y Breznev dándose un beso apasionado en los labios, como es la costumbre rusa, se imaginó una serie de parejas disímiles que servían para denunciar diferentes formas de estúpidos prejuicios, aunque fueran construidas por medio de “photoshop”: Benedicto VI besando al Imán del Cairo o Raúl Castro haciendo lo mismo con Obama. Pero acaso la mejor de las denuncias gráficas sea contra el italiano Matteo Salvini, el cuasi fascista líder de la muy xenófoba Liga Norte.

Uno de los trabajos del Erik Ravelo. Foto Internet

La imagen elegida por Ravelo fue el trágico cadáver de Alan Kurdi, un niño de apenas tres añitos, sirio-kurdo, que apareció intacto en el litoral de Turquía en 2015, tras ahogarse cuando la familia intentaba escapar del infierno de la guerra civil, presuntamente rumbo a Grecia o a Italia. El cadáver ya no está bocabajo sobre la arena. Debido al “photoshop”, lo sostiene en brazos Matteo Salvini, bocarriba, pero el político italiano ha tenido la precaución de cubrirse las manos con unos guantes de latex, como para no contaminarse con los efluvios nocivos del extranjero.

Adolfo Hitler llegó al poder en 1933. Ocho años antes, en 1925, había publicado en Mi Lucha todas las imbecilidades posibles sobre los judíos. Era evidente que trataría de exterminarlos si alguna vez llegaba al poder. Creía que los judíos eran los responsables de los males que aquejaban a Alemania y a Europa. Muy poca gente le salió al paso. No luchar contra los prejuicios le costó a la humanidad 40 millones de muertos. Es una batalla incesante, pero en ella nos va la vida.




Hay cosas peores que las armas

rebel-flagMIAMI, Forida -La violencia vuelve a dejar un rastro de sangre y luto en Estados Unidos. Esta vez cobró su macabro saldo en la ciudad de Charleston. El nombre hasta ayer desconocido de Dylann Storm Ruff saltó a las primeras planas en todo el mundo.  Triste fama alcanzada por un acto de de “pura maldad concentrada”, como describiera el alcalde de la ciudad la masacre desatada por el joven contra los miembros de una comunidad negra cristiana mientras estudiaban la Biblia.

Sin mediar palabras, habiendo sido invitado por sus futuras victimas a participar de la reflexión bíblica, Dylann quitó la vida a un senador estatal que también era ministro de la iglesia, tres pastores, una administradora regional de bibliotecas, un entrenador de secundaria y terapeuta del habla, un orientador de inscripciones universitarias y un reciente graduado universitario.

El presidente Barack Obama describió la tragedia como un nuevo ejemplo del daño que la proliferación de armas inflige a Estados Unidos. Pero detrás del drama desatado por Dylann hay algo más que el simple acto de portar un arma. Las manifestaciones racistas del homicida, quien se había quejado de que “los negros se estaban apoderando del mundo” y que “alguien debía hacer algo por la raza blanca” hablan de un trasfondo que antecede al momento de apretar el gatillo. Este se haya en el entorno social o familiar, donde radica gran parte de la responsabilidad de un acto, consciente o no, que influye y determina el momento del asesinato.

Quizás la mejor explicación la aporta Marcus Stanley, un músico afroamericano que fue también víctima de la violencia en el 2004. Nada más conocerse el nombre del asesino y estando aquel todavía en libertad, Stanley buscó su página de facebook y colocó unas palabras en el muro de Roff esperando que las leyera antes  de ser detenido. “Los niños no crecen con odio en sus corazones. En este mundo nacemos sin distinguir colores. En  algún momento de la vida te enseñaron a odiar a la gente que no es como tú, y eso es verdaderamente trágico”. Solo así se puede entender el rostro lleno de odio en un joven que apenas ha vivido dos décadas y que nació medio siglo después de aquellos tiempos en que el racismo estaba en pleno debate.

Y esa es la verdadera tragedia. Que este joven llevara en su chaqueta la bandera de Sudáfrica del apartheid, o que hubiese tomado poses con símbolos de la América racista ya superados, quemando la enseña norteamericana o portando una pistola, eran síntomas que debieron al menos inquietar al seno íntimo donde anidaba el mal.  Allí pudo tal vez atajarse a tiempo la catástrofe que esos gestos anunciaban. Por desgracia suele ocurrir lo contrario, fomentándose las torceduras.

Hace un tiempo, durante una visita a unos amigos, presencié como la residente de la casa increpaba a un amiguito de su hijo (ambos niños de apenas 9 años) porque aquel llevaba un pullover con la imagen de Obama. La señora, acogida en este país como refugiada bajo alegato de intolerancia política y religiosa en Cuba, decía al pequeño que la imagen del político norteamericano era una representación de Satanás. La escena real mostraba dos caras de una anomalía. Por un lado la de unos mayores que involucran a su hijo vistiéndole con una prenda que expone una preferencia política ajena para el niño. La otra cara de esta historia es aún peor porque expone aquella que demoniza y enseña el odio a mentes inocentes.

En relación con lo anterior otros hechos merecen igual detenimiento. Se trata de las críticas aparecidas en las redes sociales a partir de la ascensión del primer presidente afroamericano a la Casa Blanca. De connotaciones ideológicas y políticas pero con verdadero tufo racista, se ridiculiza el rostro Obama transfigurado en un sanguinario monstruo, con cara de simio. Lo mismo se repite con su esposa. Un hecho que denota no solo un mal gusto de quienes cuelgan esas imágenes. El rechazo a la figura presidencial, aparentemente inocuo uso de la libertad de expresión, puede convertirse en un mal mayor si es captado por quienes viven una edad compleja en la que cualquier gesto puede afectar y crear distorsiones en la personalidad, muy peligrosas y difíciles de reparar si llegan a convertirse en odio visceral.

Y finalmente aunque no parezca tener relación queda un tema siempre polémico pero a mi juicio bastante sensible. Se trata de los videos juegos con un gran carga de violencia y faltos de contenido ético. A pocos meses de estar en este país un padre descubrió que su hijo pasaba sus horas libres jugando una singular aventura. La trama del esparcimiento virtual consistía en que el muchacho debía conducir a un delincuente, prófugo de la justicia, a través de una enmarañada ruta para conseguir su libertad. En el trayecto el prófugo se cruzaba con negros, homeless, gente con aspecto latino, además de policías y militares, que trataban de frustra su huída. A todos los eliminaba de l manera más estrepitosa. Cuando el padre llamó la atención a su hijo sobre aquel desatino el muchacho arguyó que al final la justicia triunfaba porque el malo siempre terminaba reducido a prisión o muerto. Juiciosamente el padre puso al hijo ante un dilema moral: era él quien conducía al criminal por su ruta de escape y quien disparaba a otras personas. La semilla cayó en terreno bueno y el muchacho dejó aquel estúpido e insano juego por otros menos letales e instructivos. ¿Se fijan los padres en los mensajes y posibles consecuencias de ciertos “juegos”?

A partir de este punto surgen otras valoraciones. Así una amiga ponía atención en la manera en que lo ocurrido era enfocado por algunos medios noticiosos norteamericanos haciendo comparación con otros sucesos a nivel internacional que marcan una mayor violencia. La cita proviene del programa 700 Club comes on. Uno de los panelistas en ese programa decía que lo ocurrido en Charleston era realmente malo pero nada comparable con lo que pasa en el Medio Este, donde centenares de cristianos sufren y mueren. Mi amiga se pregunta horrorizada si este hecho debe ser minimizado porque nueve personas muertas resultan un número ridículo como para escandalizarse. Se cuestiona entonces si más que un problema numérico se trata de una valoración sobre el color de la piel, un problema que no acaba de terminar en esta parte del mundo.

El crimen de Charleston evidentemente no es el mayor si se compara con masacres de las que sabemos a diario en lugares remotos. Crímenes barbáricos que se sustentan en el odio racial, étnico, religioso, político, unido en un todo a veces nada fácil de separar. Pero como dije recientemente a esta amiga la muerte de una sola persona, un hombre, una mujer o un niño, por cualquier causa violenta donde intervenga el odio como principal razón, resulta intolerable y debe ser condenada con fuerza. Guardar silencio, justificar el acto o simplemente aminorarlo bajo cualquier pretexto casi es como asumirlo rozando el peligroso borde de la complicidad social.  El problema no radica solamente en la tenencia de armas y el permiso para portarlas. El momento culmen en que el homicida oprime el disparado suele estar precedido por la banalización del tema de la violencia, la poca implicación de la mayoría de las familias, y la sociedad en general, a la hora de enfrentar el mal por su raíz.




Para llamar las cosas por su nombre

LA HABANA, Cuba, agosto, 173.203.82.38 -Leticia no sabe cómo llamarse a sí misma, aún cuando está consciente de que le gustan las mujeres. Incluso, cuando habla de otros y a la hora de decir gay, homosexual o lesbiana, a ella se le hace un nudo en la garganta y dice: “ellos”, “tú sabes”, o deja el espacio en blanco porque cree que cualquier palabra que diga es ofensiva. Qué decir entonces, de las denominaciones más despectivas. Esas, aun cuando son las primeras que le vienen a la cabeza, resultan impronunciables.

Que Leticia no sepa cómo llamarse o llamar a los demás parece una bobería, pero no lo es. Nombrar las cosas es el primer paso para la naturalización de un proceso. No habrá ninguna batalla ganada en contra de la homofobia si las personas creen que reconocer en el otro la homosexualidad es ser indiscreto, falto de respeto o humillante.

No es tarea de un día, debe ser una lucha sistemática. No basta con que en una telenovela de factura dudosa, salgan dos mujeres dándose la mano (y que los espectadores infieran lo demás) o que se dedique una semana a la diversidad sexual, diluida en la “histórica fecha” del día del campesino y la reforma agraria.

Falta que las parejas de lesbianas sean incluidas en los spots o en las propagandas de bien público donde se incluyen ya a los hombres, y quién sabe por qué no a las mujeres; y para soñar en voz alta, falta que se reconozca legalmente la unión entre personas de un mismo sexo, así como el derecho a la adopción y a una asistencia de salud especializada.

Pero no se puede esperar mucho cuando los mismos homosexuales caen en la trampa de los eufemismos y los escuchas decir: “fulano es entendido”; “mengana es invertida”; o “Pedro es normal”; o “Juan es hombre y Mario, no”.

El problema de Leticia es más profundo, porque no se reconoce ni a sí misma. La entiendo porque al verla me doy cuenta que sus decisiones están ligadas a la miseria que nos abruma a todas las mujeres cubanas, a todos los cubanos.

Lo que más la frena no es el miedo al rechazo, sino el miedo a que si se sale del armario su familia la pueda botar de su casa. Y entonces, “¿para dónde iría?”

Y parece simple catarsis, pero tiene razón cuando dice: “El salario o el dinero que me entra no me alcanza para vivir, di tú para un alquiler”; “los caseros no aceptan a mujeres con niños aunque sean grandes como la mía”; “no tengo esperanzas de que, reuniendo, me pueda comprar un espacio”; “tengo que esperar a que se mueran mis padres y casi el resto de la familia para heredar algo”.

Es el mismo dilema de muchas mujeres abusadas, víctimas de la violencia doméstica, que deben soportar los abusos, simplemente porque  no tienen a dónde ir, la opción de recomenzar no existe.

Por eso, para Leticia por el momento es mejor quedarse quietecita en el lugar, sin llamar las cosas por su nombre, porque su situación pudiera empeorar, y pasar de tener un cuarto para ella y su hija en la casa de sus padres a vivir en un albergue colectivo, un infierno disfrazado de libertad.




La capa de Superman

LA HABANA, Cuba, diciembre (173.203.82.38) – La televisión cubana ha estado insistiendo últimamente en la necesidad de que los amigos y conocidos se besen menos, como una medida para evitar la propagación de enfermedades contagiosas. Tal vez no sea un mal consejo, sopesados los beneficios y perjuicios.

Malo es cuando se compara con otras recomendaciones que ni la televisión ni nadie brinda, aun cuando resultarían más saludables.  Pongo por caso el uso inadecuado que los médicos y otros profesionales de la salud hacen de sus batas blancas.

Un día cualquiera, a cualquier hora, cuando uno de estos profesionales llega a su consulta o a su laboratorio, ha recorrido ya numerosas calles, ha subido y bajado de los camellos y de otros vehículos de transporte público, ha pasado por sitios más y menos concurridos y se ha rozado con todo tipo de transeúntes. Y siempre con sus batas blancas, las mismas que se pusieron antes de salir de casa y con la cuales seguirán trabajando durante toda la jornada.

Por más que lo veamos desde un ángulo contemporizador, cuesta admitir que esta práctica sea menos dañina para la salud general que la del beso entre amigos.

Aunque no sea suficiente para justificar una tendencia tan poco higiénica, e incluso peligrosa -más cuando se ha convertido en constante entre la generalidad de estos profesionales- no sería justo dejar de reconocer que la bata blanca ha representado para ellos una tabla de salvación en muchos aspectos. No por gusto un amigo personal, que es médico, le llama la capa de Supermán.

Si llevan la bata blanca puesta, a los profesionales de la salud les resulta más fácil coger botella en las paradas del ómnibus que se demora o no pasa. También les facilita comprar ciertos productos sin hacer colas. Podría decirse que esa prenda actúa como una especie de acreditación ante la cual el público se considera, justamente, en el deber de demostrar agradecimiento y deferencia para con los centinelas de su salud. Es, en suma, la base de un intercambio social bonito. Lo feo en todo caso son las circunstancias que están condicionándolo.

Los profesionales de la salud representan hoy el último soporte, aunque sea a medias, de los presupuestos de esto que todavía llaman la revolución cubana. Si no existieran otros motivos (pero existen y son poderosos), ese solo bastaría para que el régimen empleara algunos pocos de los muchos millones que obtiene por su conducto para facilitarles salir a la calle vestidos de Clark Kent o Louise Lane.

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