Cómo evitar problemas con la censura

LA HABANA, Cuba, julio (173.203.82.38) – A la literatura cubana, la posmodernidad -o una peculiar versión de ella, adaptada a las circunstancias de la revolución de Fidel Castro- llegó con retraso y desventaja, casi dos décadas después de mayo del 68 y unos pocos años antes de la caída del Muro de Berlín.
Para cuando empezó a colarse de a poco entre las grietas del muro de bagazo y las mallas del embargo norteamericano, los debates sobre la posmodernidad en el Primer Mundo ya habían concluido. Por tanto, los escritores y artistas plásticos cubanos, hartos de tanta ideologización y ávidos de ponerse al paso del mundo, tuvieron que estirarse y saltar como ranas de las aguas estancadas de la charca del Quinquenio Gris y el realismo socialista como política cultural de Estado, a la procelosa corriente del arte posmoderno.
Hoy, los nuevos escritores cubanos son posmodernos, qué duda cabe, sólo que con una abigarrada mezcla de cinismo, desesperanza, hedonismo, camuflaje, pedantería, escapismo revoltoso y la autocensura que dicta su aguzado instinto de conservación. No en vano pasaron su niñez y adolescencia en los años duros del Período Especial, que no se sabe a ciencia cierta si terminaron, si seguimos inmersos en ellos o ahora mismo se reinician.
Estos no son los tiempos de los pintores contestatarios de Arte-Calle, los novísimos topos cantautores y la narrativa del realismo sucio de Pedro Juan Gutiérrez. Ahora los creadores se proclaman, cual si fuera el ropaje que los hace invisibles para comisarios y censores, posmodernos y descontextualizados.
Los nuevos narradores se empeñan en usar un lenguaje preciosista y críptico (el vulgo lo llama metatranca) y cuando se refieren a la realidad nacional, lo hacen del modo más difuso posible.
En la nueva narrativa cubana (¿tal vez pos-literatura para el pos totalitarismo) el discurso oficial es sólo un zumbido remoto, un abejeo que apenas molesta. En todo caso, es relativamente fácil de obviar.
Para escribir sus atmósferas intimistas, alucinadas y cargadas de sexo, que no llegan a ser verdaderas historias (al menos en el sentido aristotélico), los autores apelan a todo tipo de referentes: Lezama, Borges, el rock, Hollywood, las nuevas tecnologías de la información, la ciencia ficción, los muñequitos rusos. Hasta a los mismísimos labios de Norah Jones echan mano (como en el cuento homoerótico homónimo de Alberto Garrandés). Todo a través de la fusión, la parodia y la intertextualidad.
Gracias a la descontextualización, los narradores, en vez de regaños de los comisarios de la UNEAC, suelen recibir premios en concursos convocados por revistas literarias. Rara vez llegan a las editoriales nacionales. Pero se desahogan sin buscarse demasiados problemas. En definitiva, ellos tienen claro lo que quieren decir. El arte, no se cansan de repetirlo, más que en otra parte, está en la insinuación.