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Manuel Granados, un escritor relegado por la cultura oficial

Manuel Granados, Cuba

LA HABANA, Cuba. — Este 27 de agosto se cumple el aniversario del nacimiento de Manuel Granados, un escritor que ha sido relegado por los decisores de la cultura oficial en Cuba.

No se sabe con exactitud si nació en 1931 o 1932, y si fue en Camagüey o en Santa Clara. Pero esas son las contradicciones menores en torno a Granados. Todo en él fue contradictorio: su personalidad, su posición política, su literatura, su sexualidad.

Granados, en el difícil escenario de la Cuba de Fidel Castro, dentro de los estrechos márgenes de la revolución, fue un negro orgulloso de serlo, escritor, bisexual y escandalosamente libertario.

Habiendo conocido los rostros de la pobreza y el racismo, se sentía obligado a ser revolucionario. Por eso peleó en la Sierra Maestra y en Girón.

Alguna vez dijo: “Tipos como yo, por muy lejos que estemos de la teoría marxista, vamos a seguir en el tren de la revolución, cuando no sea por otra cosa, al menos por el don de la comparación: por lo que se era antes que no se es ahora, o por lo que no se era y ahora se es”.

Cuando intuyó que había trampa detrás de todos y cada uno de los principios que quisieron imponerle, se resistió a la desilusión. No quería ser malagradecido y ponerse en contra de la revolución que lo sacó de la marginalidad, pero se ahogaba con tantas imposiciones y tabúes. Se lo confesó muchas veces, rones de por medio a sus amigos —sus ambias, como él los llamaba— Tato Quiñones y Felito Ayón.

Pero siempre tuvo problemas con la revolución. Desde que se alzó en la Sierra Maestra y los rebeldes, que lo confundieron con un tigre de Masferrer, le hicieron cavar su fosa y lo sometieron a un simulacro de fusilamiento.

Luego de 1959, por conflictivo y pendenciero, la policía lo arrestó muchas veces. Y en 1971, en Villa Marista, la sede de la Seguridad del Estado, le advirtieron que jamás le permitirían ser libre del modo que él entendía ser libre.

Granados y su esposa, la poeta Georgina Herrera, habían tenido problemas por ser de los escritores de El Puente, la editorial condenada por Fidel Castro. Pero en 1967 su novela Adire y el tiempo roto fue premiada en el Concurso Casa de las Américas, y Haydée Santamaría lo mudó del solar de Centro Habana donde vivía para un apartamento en El Vedado, y empezó a trabajar en el ICAIC.

Pero pocos años después volvió a caer en desgracia. En 1971 lo expulsaron de la UNEAC. No fue rehabilitado hasta 1988, cuando le permitieron publicar el libro País de Coral que conformó con las historias que extrajo de su novela inacabada Los hijos de María Candela.

Su ruptura con el régimen se produjo en junio de 1991, cuando firmó la Carta de los Diez. Hostigado por la Seguridad del Estado, tuvo que exiliarse en España en 1992. Luego, casado con una francesa, se radicó en París, donde murió en 1998.

La obra de Granados ha sido subvalorada, no ha tenido el reconocimiento que merecería, no solo por su importancia en la literatura cubana, sino también en la de Latinoamérica. Adire y el tiempo roto y los cuentos de El viento en la casa sol y País de coral figuran entre lo mejor de la literatura de la negritud del continente, junto a Juyungo, del ecuatoriano Adalberto Ortiz, y Las estrellas son negras, del colombiano Arnaldo Palacios.

Con Adire y el tiempo roto, una novela cruda, descarnada, el bildungsroman de un revolucionario —el negro Julián, cuya historia converge con la de una prostituta blanca—, Granados se inscribiría, junto a Jesús Díaz, Norberto Fuentes y Eduardo Heras León, en la llamada narrativa de la violencia de la década de 1960.

Los comisarios culturales castristas siempre menospreciaron a Granados  por considerarlo “un negro bocón, marginal y pájaro” y que, para colmo, se hizo disidente.

Al respecto, su hijo, Ignacio Granados, uno de los dos que tuvo con Georgina Herrera —la otra hija, Anaisa, murió en 1991— dijo a CubaNet: “Por supuesto que el racismo pesó en su carrera y el conservadurismo hipócrita, la homofobia, la mezquindad política, la pobreza económica y la arbitrariedad de todo, como en las carreras de todos. Recuerdo la reivindicación de mi padre, a partir de 1987, y como todo el mundo se refería a eso que había pasado pero que nadie decía a derechas. Pero no creo que fuera solo o primeramente racismo. Fue un conjunto de cosas que incluían la mojigatería y la doblez política junto a cierto sentido altísimo e irresponsable de la libertad personal que tenía mi padre”.

Ignacio Granados, quien reside en Miami y trabaja actualmente en un documental sobre su padre, explicó sobre su personalidad: “Era impredecible, conflictivo y contradictorio. Eso era parte de su personalidad, sin que se lo propusiera. Tenía un modo de ser muy espontáneo e intereses demasiado amplios y diversos, no solo para el rigor moral del modelo cubano, sino para cualquier otro. Simplemente lo excedía todo.  Y era consciente de estas contradicciones, pero nunca le quitaron el sueño, pues sabía que, más allá de él mismo, respondía a un orden que lo sobrepasaba y que era básicamente incomprensible”.

La última esposa que tuvo el escritor, la francesa Dominic Colombani, dijo sobre Granados: “Alrededor suyo lo que se daba era una experiencia especial de trascendencia; todo cambiaba, la gente, las perspectivas, todo”.

ARTÍCULO DE OPINIÓN
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Manuel Granados, uno de “los Diez”

Página del periódico El País en una edición de principios de los años noventa, muestra una artículo sobre la "Carta de los Diez" (diazmartinez.wordpress.com)
Página de El País en una edición de principios de los años noventa, mostrando una artículo sobre la “Carta de los Diez” (diazmartinez.wordpress.com)

LA HABANA, Cuba.- Conocí a Manuel Granados (1930-1998) de oídas, en La Casa de los Mil Colores, Loma del chivo, Guantánamo, durante una tertulia literaria clandestina llamada “El Mará”, que reunía a poetas, escritores, pintores, músicos y bailarines, quienes debatían con aires de perestroika la situación cubana entre declamaciones de poemas, lecturas de cuentos o presentaciones de sus pinturas.

Situada en la calle José Antonio Saco, entre Jesús del Sol y Narciso López, La Casa de los Mil Colores era muy vieja y de madera, con altos puntales y pocos muebles. Albergaba a aquellos disidentes que aún no sabían que lo eran, pero que criticaban fuertemente el entorno social que había derivado de aquel Periodo Especial que, como pesada roca, caía sobre la Isla aquel 1991 en que la economía cubana tocó fondo y, con ella, los preceptos y las actitudes.

En “El Mará” se mencionaba frecuentemente a Manuel Granados por su novela Adire y el tiempo roto, premio Casa de las Américas 1966, de corte contestatario y muy polémico al igual que los libros Fuera de Juego, de Heberto Padilla, Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat, Las iniciales de la tierra, de Jesús Díaz, y Condenados de Condado, de Norberto Fuentes, todos satanizados por los comisarios políticos de la cultura que, en nombre del comunismo, espada en mano, cortaban cabezas.

Luego conocí personalmente a Manuel Granados, cuando fue presidente del jurado del Concurso de Cuento “Regino Boti”, en febrero de 1991, invitado por la Fundación que lleva su nombre. Después de concluida la entrega del premio, invité a Granados para que conociera el arte no oficial de Guantánamo, La Casa de los Mil Colores. Quedó impresionado al descubrir todo lo que encerraban aquellas paredes centenarias, accesorias con La Tumba Francesa, Patrimonio Nacional. Y con su tono siempre bajo y culto nos dijo, “muchachos, con ustedes la cultura está preservada”.

Dos meses después, Manolo Granados, con su mismo tono siempre bajo y culto, dio un salto a la posteridad al firmar junto a otros intelectuales cubanos la “Carta de los Diez”, donde pedía al gobierno conmiseración con el pueblo cubano para salvarlo de lo que se avecinaba.

Por esa carta, todos fueron marginados y vilipendiados. Algunos fueron a la cárcel u obligados al exilio, sus obras borradas de los anales y proscritas. Granados quedó relegado a su pequeño cuarto en La Lisa, junto a su madre, muy vieja y enferma, sobreviviendo ambos gracias a  la reventa de tomate embotellado.

“A veces alguien me tira una cajetilla de cigarros por la ventana. No pregunto quién es, pero sé que es por solidaridad con mi causa”, me dijo cuándo lo volví a ver en su cuarto de La Lisa y me invitó a almorzar, mientras me permitía leer trozos de sus novelas inéditas, donde encontré la Fabulación de un hombre perdido en el verano de un bosque sin fin. Leí todo lo que pude hasta que se acabó la visita y me despedí.

Nunca más supe de él, hasta muchos años después, cuando su hijo Ignacio Granados publicó un poemario titulado Como león enjaulado,  y en la presentación me mostró varias fotos del padre en Francia, donde se veía rejuvenecido y su rostro reflejaba la pérdida de la identidad, con su gorra de siempre, junto a varios libros suyos publicados en editoriales francesas.

Aquel día, con el hijo de Granados, mientras me anunció que pronto se reuniría con su padre en París, me confesó que al fin iba a vivir fuera el infierno castrista, que tanto él, como su padre, no habían tenido suerte en Cuba.

Manuel Granados murió en Francia, donde se han publicado tres de sus últimas novelas. Su obra continúa marginada en Cuba, como lo estuvo siempre. Nadie duda del por qué: Granados era negro, pobre y gay.




El tiempo roto de Manuel Granados

LA HABANA, Cuba, febrero, 173.203.82.38 -En los últimos tiempos la Revista Unión, órgano oficial de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), se ha trazado como estrategia jugar con la memoria, devolviendo a la palestra pública personalidades de la cultura cubana condenadas al ostracismo durante muchísimo tiempo.

La revista es parte de una política que ha ido construyendo sus propios olvidos. En anteriores números le ha dedicado sus dossier a figuras como Eliseo Alberto y familia, Raúl Milian, Guillermo Rosales y Carlos Victoria. Ahora se asoman a su ventana textos de Néstor Almendros y Guillermo Cabrera Infante. Todos forman parte de la memoria fragmentada de una isla que ha debido soportar la violación de su historia y su cultura a través del injusto ninguneo de algunos de sus mejores hijos.

El escritor Manuel Granados (Santa Clara, 1930-Paris, 1998) es el objeto del deseo de la más reciente entrega de esta publicación. Él es parte de esa cofradía de intelectuales negros marcados por las huellas morales de la Revolución y por los desafíos de querer cambiar lo que aún no se ha cambiado. A esa cofradía pertenecen otros como Walterio Carbonell, el poeta Ángel Escobar o el dramaturgo Tomás González. Igualmente la enrolan Nicolás Guillen Landrian, el cineasta Sergio Giral y el desaparecido grupo Antillano, del cual Manuel Mendive fue fundador, aunque parece haberlo olvidado, pues jamás lo menciona en sus entrevistas.

De Manuel Granados, su amigo, el escritor y periodista Tato Quiñones cuenta en una entrevista (publicada en la Gaceta de Cuba de mayo-junio del 2005) que fue un negro casi bachiller, marginal, buscavidas y delincuente, desclasado y bisexual, veterano de la lucha clandestina, de la guerrilla en la Sierra Maestra y de los combates de Bahía de Cochinos, machetero millonario, y más tarde se convertiría en poeta y narrador. En los años 50 el habanero Parque Central fue su principal teatro de operaciones como proxeneta prostituido, ladrón, limpiabotas y parqueador.

Él se consideraba un fruto de la Revolución. Quienes lo conocieron saben que siempre fue visto por quienes trazaban las políticas culturales como un negro marginal al que para nada le valieron sus credenciales de fiel revolucionario.

Adire y el tiempo roto, libro por el cual recibiera una mención en el Premio Casa de las Américas, en 1967, es uno de esos textos que a más de 40 años de su publicación, permanece sentenciado al olvido. A quienes trazan las políticas culturales le es más cómodo volver a reeditar Los Condenados de la Tierra, de Frantz Fanon, que otro de los libros de Granados, como País de Coral.

No se habla en el dossier que Granados, en nombre de la violencia revolucionaria, hizo detonar bombas durante su etapa como luchador de la clandestinidad, por lo cual nunca se sintió culpable, según confiesa quien fuera su primera esposa, la poetisa Georgina Herrera. Tampoco se dice que estuvo vinculado a la propuesta cultural El Puente, ni que fue separado de la UNEAC en 1970, durante la cacería homofóbica denominada Parametración.

Y es que un buen día Manuel Granados se desmontó del tren de la Revolución, junto a un grupo de notables intelectuales, como María Elena Cruz Varela, Manuel Díaz Martínez y Raúl Rivero, al firmar la Declaración de Intelectuales Cubanos, más conocida como la Carta de los Diez. Esta conocida declaración contra el régimen fue su último escenario de batallas, y, a la vez, fue parte de esa insurgencia cultural sofocada por el poder entre 1989 y 1992.

La Carta de los Diez, que estremeció las plataformas culturales de la Isla en su momento, es uno de los tantos silencios y ausencias que se advierten en este dossier dedicado a Granados.

Manuel Granados creó un potente personaje literario a través del negro Julián. Es uno de esos autores que han aportado una mirada singular a la narrativa cubana. Julián Granados, como subalterno, sentía que debía estar agradecido a la Revolución, pues constantemente le recordaban que fue ella quien hizo persona a los negros.

Él estaba consciente de que la literatura se hace con la vida, nunca dejó de imponerse retos, y el sujeto negro se convirtió en la viga central de su estrategia discursiva. Sentía la necesidad de dar voz a alguien que formaba parte de la historia cultural de la nación. Sin embargo, aún su obra se encuentra expuesta al dedo de la censura.  Nunca se le perdonó la desobediencia, ni que se convirtiera en un negro “malagradecido”.

Nunca dejó de estar anclado en los límites políticos de la cultura, ni de someter su obra a rígidas interpretaciones, permaneciendo en los márgenes de la narrativa revolucionaria. En sus textos se encuentran zonas de nuestra realidad que todavía hoy asustan. Ahí están Julián y los hijos de María Candela, unos de sus tantos personajes que vemos corporizados a diario en los asentamientos o barrios insalubres de La Habana. Aunque ya los nietos de María Candela han fijado su mirada más allá del mar.

Las historias de vidas de negros y mestizos en la Cuba de ahora mismo continúan siendo un grito de desesperación. El hombre negro fue para Manuel Granados un personaje central, una obsesión que no podía dejar de narrar. Y él mismo era un hombre que vivió siempre al límite, a pesar de sus credenciales revolucionarias.

1992 fue su año fatal, el año de sus mayores desgarramientos, lo marcó la inesperada muerte de su hija, Anaisa, y su forzada salida al exilio parisino. Fue parte de esa legión de hijos de nadie, olvidado por la historia política y literaria en Cuba, o si acaso recordado por algunos como el sujeto que siempre vivió en las márgenes.

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