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Casa Museo Lezama Lima: un vacunatorio paradisíaco

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LA HABANA, Cuba.- Hace solo unos días imaginé a José Lezama Lima, y a su esposa María Luisa, en una cola enorme para conseguir alimentos. Fue hace muy poco que lo imaginé ultrajado por uno de esos “policías de cola” que hoy abundan en la isla; y ahora vuelve nuevamente el gordo al centro de mis “pensamientos”, pero en otras circunstancias. Resulta que acabo de enterarme que el Ministerio de Cultura ofreció a las autoridades sanitarias de la capital algunas de sus instituciones para que fueran usadas como centros de vacunación, entre ellas la casa de Lezama Lima. Y el anuncio se hizo con enorme rimbombancia.

Así que ahora mismo, cuando lee usted estas líneas, esa casa que fue la última morada del escritor, esa que se levanta en Trocadero y a la que la distingue el número 162, está recibiendo a un montón de habaneros del centro de la ciudad que reciben en uno de sus brazos un brevísimo pinchazo, una dosis de Abdala, esa vacuna con nombre de drama martiano. Martí y Lezama en Trocadero, Martí y Lezama juntos en una vacuna, y todo gracias a la “imaginación” de las autoridades culturales de La Habana, la ciudad de esos dos grandes José; el de Paula y el de Trocadero.

Y la noticia se ha divulgado con fruición; es tal el deleite que tal cosa ha provocado en las autoridades, que en cada espacio noticioso oficial, y también en las redes, se populariza, se hace trascender, el “notición”. Aquella fachada marcada con el número 162 que hace algunos años resultara un infierno para las autoridades culturales y políticas, es hoy un paraíso de salubridad que se me antoja algo salobre, toda una impostura.

La patraña da risa al inicio, pero luego se hace acompañar de indignación, al menos a los que en algo reconocen la verdadera historia del vituperado José Lezama Lima, y también la verdadera intención de las autoridades “culturales”. No sé de qué cabeza salió la idea, aunque supongo que Abel Prieto, confeso lezamiano, le susurró al oído a ese campesino adicto a dar manotazos y a arrebatar celulares, y Alpidio se ocupó de atender la sugerencia o, lo que sería más exacto, de cumplir la orden.

La “gran idea”, así refieren, podría conseguir la cercanía de los habaneros del centro a la obra del poeta y novelista de la calle Trocadero, aunque a mi parecer todo eso no es más que un reverendo trocadero, una gran imprudencia. Según aseguran las “culturosas” autoridades de la “cultura”, quienes esperan el pinchazo que les meterá a Abdala en el cuerpo podrían acercarse a la obra lezamiana, a cierta obra de Lezama, porque no sería para nada recomendable que alguien que espera por una vacuna que lo aleje de la COVID-19 se entregue a la lectura de “Una batalla china”, “Muerte de Narciso”, “Una oscura pradera me convida”, “Ah, que tu escapes” o “Rapsodia para el mulo”.

Las autoridades culturales pretenden acercar a sus coterráneos a la gran obra del gordo de Trocadero, como si tal cosa se consiguiera en solo unas horas, en esas horas en las que cada quien espera a que se le inocule la vacuna martiana en la casa de José Lezama Lima. Los “culturosos” ministeriales pretendiendo que sus espacios sirvan para que los cubanos reciban esa “cantidad hechizada” de una rimbombante Abdala. Los del centro de la ciudad en el “Preludio de las eras”, de unas eras nuevas que no llegan nunca, aunque mucho las prometan, aunque muchos las esperen.

La discreta y no tan amplia morada del gordo se mira ahora como epicentro de la cultura y la salud, y hasta se pretende cultivar a los habitantes de la zona mientras se espera el pinchazo, como si tal cosa fuera posible en el transcurso de unas horas de aguardo. La cultura, deberían ellos saberlo, no es un hecho arbitrario, es sedimento y no capricho. Quizás habría sido mucho más prudente que en lugar de esa vieja casa escogieran los espacios enormes de ese centro de estudios de la obra del argentino Che Guevara, que es enorme y espacioso, al menos eso aparenta desde afuera el edificio que lo alberga en Nuevo Vedado.

También pudieron escoger el “Centro Fidel Castro”, ese que cuenta con un área enorme, tan enorme que va desde Paseo hasta la calle A, entre 11 y 13 y, lo que resulta más importante, en ese Vedado tan espacioso que no reconoce el hacinamiento en el que sobrevive la morada de Lezama, y donde podrían producirse algunos contagios mientras se espera por el momento del pinchazo y por Abdala.

Me gustaría creer que se desestimarán esos propósitos del ministro decimista, quien supone a los “centrohabaneros” hurgando en los libros, en los objetos de la casa, y quizá plantando en ellos al bicho chino que podría recibir el que venga hurgando luego en el mismo ejemplar de la biblioteca del gordo. Sin dudas Alpidio Alonso no entendió aún que la cultura es sedimento y no se da muy bien en la emergencia. La cultura, Alpidio, no son diez versos octosílabos, es mucho más, y es enemiga del apresuramiento. Una epidemia que crece y crece, y una campaña de vacunación no nos convertirá en mejores lectores, en una nación culta y menos enferma. ¿Me copiaste, Alpidio?

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Lezama Lima frente a una larga cola, y no de langosta

José Lezama Lima

LA HABANA, Cuba.- Se cuenta que alguna vez Lezama fue invitado, junto a otros escritores, a una cena en la UNEAC; …eran los años de Nicolás Guillén, quien, incluso siendo comunista, debió resultar algo más simpático que Abel Prieto y que Carlos Martí, y mejor rimador que Miguel Barnet, y también mejor anfitrión que este que hoy “preside” y de quien ahora no recuerdo el nombre, ni la obra que lo distingue, puesto en esa “presidencia” por quien preside el partido comunista. El caso es que Lezama fue a la cena y comió mucho, tanto como le permitiera la enorme dimensión de su aparato digestivo.

También se ha contado que aquel día, cuando casi llegaban a la sobremesa, cuando todos los comensales, artistas y funcionarios, llegaban al hartazgo, descubrió Lezama un bistec que sobrevivía en una bandeja algo lejana, en el otro extremo de la mesa. Dicen que el gordo de “Trocadero”, ni corto ni perezoso, reclamó con voz altísima: “¿Alguien puede alcanzarme aquel pobre bistec que ha quedado huérfano?”. Así se dice que chilló el gordo, y se cuenta todavía, y también que fue atendido de inmediato y que deglutió la carne con esa lujuria que solamente exhiben algunos glotones mientras mastican, mientras miran, mientras tragan, y disfrutan.

Y es que Lezama fue un hombre “de muy buen comer”, que así llamaban nuestras abuelas en otra época a los comelones. José Lezama Lima debió tener una gran cantidad de dopamina en su cerebro, de lo contrario no sería posible explicar esa pasión desenfrenada  por la comida. Lezama, el católico, no escondía su “buen comer”, sabiendo incluso que la gula era pecado.  Lezama, dejaron claro quienes con él se sentaron a una mesa, era un glotón, uno de esos a los que hoy llamamos: “hartón, jamaliche, come en cubo”.

Lezama sentía un enorme placer por la comida, un insaciable apetito, una fruición tan tremenda que deshacía la posibilidad de reprobarlo, y quien se atreva hoy a dudarlo que le “meta el diente” a “Paradiso”, y notará cuánto llevó de razón, y para el que aún siga vacilando recomiendo entonces que indague en los muchos testimonios que muestran al gordo de Trocadero, al católico habanero, exhibiendo, sin vergüenza alguna, que la gula estaba entre sus pecados, y que quizá era el más visible de todos.

Quizá por eso lo supongo en estos días. Si antes imaginé a Piñera en la calle, si lo supuse chillando Patria y Vida el 11 de julio, y hasta colgado del brazo de algún efebo, veo ahora al gordo de Trocadero en una cola de muy largas dimensiones, en una cola descomunal, solo creíble en la Cuba de estos días. Imagino a Lezama anotándose en la cola. Él y María Luisa, su mujer, marcando a las once de la noche, y escondiéndose luego de los vigilantes policías.

Lezama, María Luisa, sacando cuentas en la oscura noche habanera, averiguando cuántos paquetes de salchicha vendían, y también el precio. José imaginando en el fogón el picadillo de pavo, o de pollo, suponiendo las especias que hervirían en el agua del picadillo, en el breve hilito de aceite, y extrañando el ají, el comino y el laurel; el hilito de puré de tomate cayendo en la olla en la que hervía el agua, el picadillo, y hurgando en la alacena, buscando especias raras.

Lezama en la cola, escuchando a una mujer que pregunta a otra: “¿Detrás de quién tú vas? Y luego la respuesta: “Detrás de aquel gordo”. He visto a Lezama jadeando pero con el tabaco humeante en la boca, y masticado, y también al policía que quiere multarlo, que lo multa, que le exige que se ponga el “nasobuco”, que ocupe su lugar en la cola. Lezama advirtiendo al policía de sus dañados pulmones y del asma que padece, del nasobuco que lo ahoga. Lezama escuchando al policía que le dice: “¿Y pa’ qué viniste a la cola, gordo? Lezama, el autor de Paradiso, pensando en Fidel Castro y en la pasión cocinera del dictador.

Lezama pensando en la comida en medio de la cola, despabilado por la suposición de los olores de las sazones cuando se ligan con las carnes. Lezama imaginando el mantel de encaje, la vajilla pulcra, elegantísima, a donde irá a parar luego la carne, y el soufflé de mariscos, la ensalada de remolacha y los espárragos. Lezama bajo el sol ardiente de La Habana, bajo el sol ardiente de una cola interminable, custodiada por un montón de policías, para comprar unas salchichas, un tubo de crema dental, algo de aceite, un picadillo de pollo traído de Sudamérica, pero pensando en el camarón chino que espesa la salsa, en el pavo relleno con almendras.

Lezama el gordo en una cola, sofocado por el sol, ahogado por el asma. Lezama mostrando su carné de identidad y María Luisa el suyo; el carné del escritor y el de su esposa escaneados por un policía para que el gordo no crea que podrá volver al día siguiente para hacer otra comprita. Lezama en la cola pensando en postres exquisitos; una crema helada, un dulce de coco, un arroz con leche, mientras el guardián insiste en que si no se ordenan en la cola los llevará para la estación de policías.

Lezama en la estación de policías y con una multa de 3 000 pesos porque dijeron que era culpable de un tal “desorden público”. Lezama, el de la revista Orígenes, el de “Paradiso”, el de “Enemigo rumor”, en la cuarta estación de policías, en Infanta y Manglar, viviendo tan cerca de Cuba y Chacón, de la casita de Martí, de la iglesia del Santo Ángel. Lezama, el amante de la buena mesa haciendo cola para llegar, al menos, a la mala mesa, para llevarse un tentempié a la boca.

José Lezama Lima, el tan martiano, encerrado y sin tabaco, sin un cafecito caliente. Lezama, el asmático, en una celda breve y oscura, en una celda caliente y sin aire para llenar sus pulmones desgastados, tan enfermos. Lezama, el de los grandes rituales de la mesa en una celda oscura y pestilente, con hambre, y todo por ir a una cola. Y no dudo que alguien diga que imagino demasiado, que fabulo, y quizá tenga razón, pero intenten imaginar a Lezama en estos días, pregúntese de qué bando estaría. Hasta supongo que “Tratados en La Habana” pudieran reescribirse en estos días, y quizá con un texto sobre San Isidro, y otro con los jóvenes del 27 de noviembre, y uno más sobre la calle habanera del 11J, y las colas, y el hambre, y la represión.

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Comer con Lezama

LA HABANA, Cuba, agosto (173.203.82.38) – Cuando una ingeniera tecnóloga en alimentación social y un escritor y editor se unen para, a cuatro manos escribir un libro, mejor ni apostar sobre el tema de la obra porque el sujeto seguro será de restauración y  cocina.

Así, Madelaine Vázquez Gálvez y Alejandro  Montesinos Larrosa se juntaron en el quehacer de una obra que, para llamarla a la manera de Lezama, pudiéramos calificarla de Epifanía del paladar.

El título, Comer con Lezama, editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2010, nos avanza que vamos a sentarnos a una mesa con un buen gourmet que trasladó los platos de la cocina  cubana a las imágenes literarias que apuntalan sus textos. Sobre todo en su novela Paradiso, donde las descripciones de los platos, de sus ingredientes, de la disposición del servicio, de la cubertería sobre la mesa, la fineza de los manteles, contribuyen a conformar una imagen que encierra una unidad cultural de innegable cubanía.

Mención aparte merecen los autores por otra razón, no solamente por haber recogido de la obra del escritor cubano los platos que mostró en sus obras, sino por rescatar las recetas de los mismos, hoy olvidadas.

El libro lo dividieron en diez secciones en las que ofrecen ciento ochenta y tres recetas de comidas y bebidas. Por ejemplo, en la sección nombrada “Otras suculencias de Paradiso”, exponen cuarenta y siete recetas agrupadas en: aperitivos (3), sopas (3), comidas principales (10), vegetales (2), postres  (19) y bebidas (10).

Sin embargo, difícil sería para los cubanos de hoy degustar platos principales y postres que requerirán de ingredientes ya son casi desconocidos por la mayoría de la población por causa de la escasez de alimentos y la miseria de la despensa cubana, productos del desastre económico implantado por los comunistas.

Soufflé de mariscos, pavón sobredorado, avellanas confitadas, confitado de higos, croquetas de jamón, bacalao con sofrito, strudel de manzana, costeleta de langosta, buñuelos de oro, mermelada de canistel, carne mechada, y muchas más, son recetas de platos ignorados por las generaciones menores de cincuenta años.

En una isla como Cuba, donde el pescado es un objeto de lujo a pesar de estar rodeada de agua colmada de peces, para comprar un pargo de dos kilos hay que disponer de algo más de un centenar de pesos (la cuarta parte del salario medio de los cubanos). Ni qué decir de los camarones enteros que cuestan 86 pesos el kilogramo.

Y no me vengan a decir ahora que antes de 1959, en “aquella República”, tan denostada, no se comía bien; cuando un plato de camarones, una sopa china o una cola de langosta hervida y servida con mayonesa y unas rodajas de limón no eran manjares colindantes con la ciencia ficción como lo son hoy. Y mucho menos un plato de congrí, un bisté con vianda y ensalada, que  en cualquier plaza de mercado costaba menos de cincuenta centavos. ¡Eran otros tiempos!

Comer con Lezama en el presente es prácticamente imposible. Entonces, no nos queda más que atesorar las recetas en las páginas de un librito, cuyo mayor valor está en recordarnos que en otros tiempos todos los cubanos comieron mucho mejor.




Hart, Lezama y Virgilio Piñera

LA HABANA, Cuba, agosto (173.203.82.38) – En el año 1976, cuando Armando Hart se hizo cargo del Ministerio de Cultura, murió el poeta José Lezama Lima. Entre las tareas apremiantes que el ministro tenía ante sí para tratar de enmendar los desastres del quinquenio gris (1971-1976), se incluía también el esfuerzo institucional para acercar la figura de Lezama al bando de la revolución. No obstante, tal vez para evitar un paso en falso en tan espinoso asunto, un pronunciamiento al respecto tardaría algunos años.

En 1983 el periodista Luis Báez entrevistó a Hart, y el texto apareció, en forma de libro, bajo el título Cambiar las reglas del juego. Esta era una de las preguntas:

-Hay quien afirma que a Lezama lo mantuvieron marginado y aislado. ¿Qué puede usted decir sobre eso?

El ministro invirtió ocho páginas en la respuesta, y sólo en tres de ellas habló directamente de Lezama. Después de su divagación, Hart prefirió obviar los años finales de Lezama, (cuando la correspondencia con su hermana Eloísa mostraba el desencanto del poeta con el castrismo), y se refirió a los sucesos de 1959, momento en que Lezama fue atacado desde las páginas de Lunes de Revolución, y algunos comunistas salieron en su defensa.

Lo más importante para Hart era que Lezama había muerto en Cuba, a diferencia de aquellos que lo ofendieron, quienes en su mayoría habían desertado a las filas del enemigo. No importa que el poeta se quejara de que el gobierno no lo autorizaba a viajar para corresponder a las múltiples invitaciones que recibía, o que en sus años postreros muy pocos escritores se atrevieran a visitarlo, o la prensa nacional le brindara una cobertura insignificante a su deceso, que no se correspondía con su estatura literaria.

En la entrevista Hart alabó el hecho de que el dramaturgo Virgilio Piñera tampoco hubiese abandonado el país, y muriera en la isla en 1979. No importa que a este autor no le publicaran nada en Cuba en los últimos ocho años de su vida, o que no lo invitaran a las actividades oficiales de la Unión de Escritores y Artistas, o que viviera en un perenne sobresalto, pensando en que, debido a su condición de homosexual, pudiera ir a la cárcel como le sucedió a Reinaldo Arenas.

Los conceptos adquirían, en boca del ministro, una nueva dimensión para la cultura oficialista: el exilio era identificado con el deshonor, mientras que la permanencia en la isla, no importa en qué condiciones, asumiría ribetes de patriotismo.




La historia que Ciro no ha contado

SANTA FE, Cuba, junio (173.203.82.38) – Si alguien pudiera darse gusto contando esta historia, es Ciro Bianchi Ross, ese escritor que cada semana nos deleita con una crónica de curiosísimas historias pasadas, muchas de ellas olvidadas y otras desconocidas, en el periódico dominical Juventud Rebelde.

Hace unos años escribí la anécdota para Cubanet. Mi amigo  había comenzado sus labores de escritor oficialista y se había hecho famoso con sus entrevistas a José Lezama Lima.

Ocurrió un mediodía de 1972, con el sol en el mismo centro del cielo. Ciro y yo andábamos La Habana, cuando Eusebio Leal, el historiador, aún no la andaba. Ciro quería visitar nuevamente a Lezama y proponerle una entrevista, aunque -él lo sabía y Lezama también- no saldría publicada en ningún órgano de prensa oficial. El régimen había marginado ya al famoso novelista y poeta.

Era la segunda vez que Ciro me llevaba a la vieja casa de Trocadero, donde Lezama nos recibía sentado en un sillón de los años treinta, atravesado en la puerta que conducía a las habitaciones, libros regados por todas partes, un grueso tabaco entre los dedos y una fija mirada sobre nosotros, como si quisiera adivinar si Ciro y yo éramos agentes de Seguridad de Estado o verdaderos admiradores de su gran obra literaria.

En aquella segunda visita yo llevaba un libro de su poesía completa y le pedí a Lezama que me lo dedicara. Lo tomó en sus manos, lo hojeó, tomó una pluma y escribió con mucho cuidado, con su pequeña y bonita letra, algo que leí después, y que se refería a cierto camino del Tao que debía recorrer todo hombre honesto hasta morir.

Mientras continuaba la conversación, noté que Lezama se había equivocado al escribir mi segundo apellido. Creo que ingenuamente se lo dije, mientras Ciro lo observaba en silencio.

-Lezama -le dije-, usted me disculpa. La dedicatoria me gusta mucho. Yo también admiro la cultura oriental, pero usted se equivocó con mi apellido. Yo no soy Cruz, sino Castro.

Y con toda la seriedad del mundo me respondió.

-Bueno, Tania, le digo la verdad. ¡Es que ese Castro me cae tan mal!

Sorprendida, no pude articular palabra. En aquel entonces, todavía creía en los cantos de sirenas de los Castro. Ciro soltó una ruidosa carcajada.

El libro, con su genial y lezamiana dedicatoria, fue a parar a manos del escritor Alberto Batista, quien años después se exilió en Canadá.

Es fácil de suponer por qué Ciro jamás ha incluido esa simpática anécdota en su columna de Juventud Rebelde, entre tantas que ha escrito sobre Lezama.




El poeta de la calle Trocadero

LA HABANA, Cuba, enero (173.203.82.38) – Ya se ha vuelto costumbre para el régimen levantar de sus tumbas y glorificar a los mismos que crucificó. Uno, entre tantos, es el escritor, poeta, periodista, editor y ensayista de talla universal, José Lezama Lima (La Habana, 1910-1976).

Las primeras informaciones sobre Lezama las recibí cuando estudiaba Filología. El nombre del poeta se pronunciaba en voz baja, como si fuera una mala palabra. Lo acusaban de apartarse de la revolución, relacionarse  con intelectuales homosexuales, y de ser, él mismo, homosexual.

Paradiso (1966), novela cumbre de las letras hispanas, publicada en varias lenguas con gran éxito  y ganadora de premios en Italia y España, estuvo  censurada durante décadas en Cuba, a pesar de que fue publicada.

Me encontraba en una librería habanera cuando la pusieron a la venta. Al día siguiente fueron retirados los volúmenes de  todas las librerías y no se vendió más en Cuba esa obra fundamental de nuestra literatura.

A pesar de esas limitaciones, en la Universidad conocimos al Lezama promotor de la cultura a través  de cuatro revistas, entre otras producciones de  influencia formadora: Verbum (1937), Espuela de Plata (1939-1941), Nadie Parecía (19421944) y  la más notable, Orígenes (1944-1956). Lezama, por su reconocida  erudición, ocupó cargos culturales, y en editoriales después de l959.

¿Qué diría Lezama, en vida repudiado, acorralado, prácticamente preso en su refugio de Trocadero 162,  si conociera los  homenajes post mortem  que ha recibido tanto en Cuba  como en el exterior?

Camino a la casa de mis padres, a pocas cuadras de la vivienda de Lezama, me detenía a veces  a conversar con el poeta, tan grueso como afable, que acostumbraba sentarse en su sillón frente a la ventana de la sala, y obligaba a los transeúntes a desviar  la marcha. Pero  a nadie le molestaba desviarse para hablar con él. Lo sé por los saludos y despedidas que le vi intercambiar con sus vecinos:

-¿Y qué, gordo, cómo amaneciste del asma?

-¡Aquí, mi prieta, un poco mejor!

No recuerdo quejas, ni odios de Lezama contra nadie. Protestaba sí, porque la cuota de café no le alcanzaba para brindarnos una taza más fuerte. Sin embargo conservo en la mente estas palabras no exentas de amargura que un día me dijo el poeta:

-Tu padre, que era argentino, se quedó en Cuba porque quiso. Virgilio Piñera vivió allá, y cometió la estupidez  de regresar. Ahora  se queja  de que lo persiguen porque es pájaro. Yo quiero reunirme con mi hermana en España, pero el gobierno no me deja salir, me tienen preso entre estas paredes.

Su muerte me conmocionó. Años después, al pasar  frente a su vivienda de la calle Trocadero,  vi un cartel que anunciaba: Casa-Museo José Lezama Lima. ¿Sería el mismo Lezama que descubrí en la universidad, a través de Paradiso, de referencias bibliografías, y en fugaces conversaciones en voz baja?

Como los muertos no pueden hablar, y mucho menos protestar;  protesto yo  entonces por Lezama Lima. Protesto por las  desdichas y el ostracismo que le impusieron los mismos que hoy, con descaro, lo homenajean. Protesto, sobre todo, porque no ha recibido al menos una disculpa pública que dé alguna credibilidad y legitimidad a tantos reconocimientos oficiales que llegan demasiado tarde.

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