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La Cuba de Kim Ki-duk

Kim Ki-duk
Kim Ki-duk (Foto: Prensa latina)

SAN LUIS, Estados Unidos. – Un par de meses antes de irme de Cuba, en las Navidades del 2012, vi a un joven surcoreano perdido por detrás del Capitolio de La Habana. Me ofrecí a ayudarlo con la dirección del Airbnb que él estaba buscando. Yo no tenía nada que hacer a esa hora. Era de noche y simplemente caminaba y caminaba, dándole contracandela a las calles de mi ciudad, en busca de anécdotas antisistema para alimentar el fuego sacro de mi blog Lunes de Post-Revolución.

En mi delirio de disenso diario, por entonces yo me sentía muy poderoso, pues estaba tan enamorado que era libre e irradiaba belleza, vida y verdad. Por eso mismo sabía que se trataba de un momento de máxima vulnerabilidad mía ante el G-2 cubano. Porque si hay algo que la Seguridad del Estado castrista no puede permitir es esa sensación de poderío, amor, libertad. Mucho menos catalizada por una existencia bella, vital, verdadera. La Revolución es fúnebre o no es. Fidel, tan apolíneo, no fue más que un camafeo de la fealdad.

Mientras caminábamos hacia el sitio donde él se alquilaba, le confesé mi admiración por su compatriota, el director de cine Kim Ki-duk. Para mi decepción, el joven turista no parecía reconocerlo. Como tal vez fuera un defecto mío de pronunciación (en coreano, 김기덕 suena algo así como guim-gui-deok), se lo escribí en un papelito. Entonces él pretendió recordarlo. Y me soltó, en su inglés a trompicones, algo así como que hacía rato que ese director no vivía en Corea, y que pertenecía a una generación ya vieja, pasada de moda.

Diciembre tras diciembre, yo esperaba las películas de Kim Ki-duk en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. Resultó ser que Kim Ki-duk había nacido en diciembre, como yo. Y ahora, sin avisar, mi ídolo de imaginación intolerable ha muerto casi en mi cumpleaños, cerrando su ciclo de vida en este último mes de un año atrozmente ávido de almas.

No sé si mi surcoreanito era inculto o si tal vez fuera yo el dinosaurio desfasado. Lo cierto es que, como suele suceder en las sociedades cerradas, la aparición de las películas de Kim Ki-duk constituía para mí una revelación en clave de resistencia, atrapados como estábamos en una dictadura provinciana que ha secuestrado nuestras vidas durante más de sesenta años.

Como corresponde, en el mundo libre han acusado de todo a Kim Ki-duk. Animalistas y feministas por igual lograron acorralarlo en el culo del mundo, como si fuera una especie de payaso Borat en reverso. En efecto, fue únicamente en Kazajistán donde pudo rodar como peor pudo su película Dissolve, estrenada el año pasado. Y tuvo que ser en un hospital de Letonia donde recién muriera este genio del séptimo arte, entre el coronavirus y la mansión que él pensaba comprarse en ese país báltico.

Esta columna no es, por supuesto, una crítica cinematográfica ni tampoco un elogio necrológico. En todo caso, será una despedida a una época sin épica donde el futuro que iba a llegar con los años 2 000 terminó abortado por el mismo pasado fósil de fidelidad y fundamentalismo que no permite que los cubanos tengamos contemporáneos. El totalitarismo es siempre atemporal.

Kim Ki-duk nos reveló la magia del deseo así en la juventud como en la vejez, siempre a través del milagro de la propiedad privada y también de la miseria-magnificencia de los mercados en escena. Amar es un reto y un peligro en el cine de Kim Ki-duk, y esa soledad de enamorados autosuficientes es la fuente eficiente de poesía que libera al espíritu del espectador en espera de ser liberado.

Con Kim Ki-duk aprendí que la sociedad es la eterna enemiga, pero que, en ese otro radical que es nuestro amante, aún hay esperanza de encontrar a un aliado. Justo lo contrario del modelo comunista a la cubana, donde el colectivo es una camisa de fuerza encasquetada a la cañona, y cada persona es puntualmente prescindible. Con él también aprendí el valor invaluable de la amistad, un tesoro que en la tiranía tropical está devaluado a propósito, como todo fenómeno que pueda tender hacia el despertar de la acción pública. En definitiva, el socialismo es el único sistema donde resulta sospechoso socializar.

Recomiendo a todos los cubanos a enfrentarse poco a poco con la monstruosidad compasiva de Kim Ki-duk. La calidad de la democracia en Cuba dependerá de que sus ciudadanos hayamos habitado esos páramos incomparables de responsabilidad filosófica y emocional. La cinematografía de Kim Ki-duk nos hace adultos solidarios precisamente porque nos salva a nuestro niño interior, para que nunca más sea sumiso ni disimulador, sino responsable de su biografía única. Hacernos perder el tiempo es el principal pecado de las utopías.

Jamás un filme producido o rodado en Cuba podría atreverse a una idea así de fulminantemente franca. La falsedad constitucional de nuestro país es lo primero que salta ante las cámaras y micrófonos, trátese de arte o del noticiero de la televisión nacional. Sobreactuamos, porque no tenemos nada trascendente que representar. Y somos tan cobardes que de ese vacío no extraemos ni siquiera un existencialismo de barrio, sino pura bobería bucólica y algún que otro chistecito vil, incivil.

Con la muerte de Kim Ki-duk, en cualquier variante, la democracia tardará todavía más en hacer toc-toc en las murallas mentales de la Isla. Su poética al límite es lo que le falta lo mismo a un Fernando Pérez que a un Eduardo del Llano. Para el paria provocador Kim Ki-duk, pensar era un acto íntimo e intransferible. Para los camajanes creativos del ICAIC (estas siglas suenan casi como en coreano), aún estamos en la era estatal de las macronarrativas sociales.

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