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Cuando los pobres permutan

LA HABANA, Cuba, febrero (173.203.82.38) – Los pobres, para permutar de casa, no necesitan alquilar un camión y mucho menos robustos estibadores. Les basta con un par de carretillas y tres buenos vecinos que los ayuden.

En una carretilla llevan el refrigerador chino, que ni remotamente han terminado de pagar al Estado. En la otra, como una pequeña torre de Babel, pero de extraños y caprichosos bienes materiales, la palangana esmaltada de lavar y el orinal de los años cincuenta; una tabla con cuatro palos en las esquinas, que sirve de cama, una mesa, un par de sillas fabricadas con cabillas, un bulto de nylon para la ropa y otro con los utensilios de cocina.

Rosa y Rosendo están casados hace más de cuarenta años. Eran los más tranquilos de la cuadra. No tienen radio, y el televisor soviético está roto desde hace tiempo, y no son personas que cultivan amigos bullangueros. Es por eso que muchos lamentan que cambien de casa.

Para llegar a su destino tomaron un bicitaxi, porque el apartamento, también de micro-brigada y tan deteriorado como el que dejan atrás, no está muy lejos del reparto El Roble, donde antes vivía.

Vi desde lejos cuando se marchaban. Llevaban en brazos, como si se tratara de uno de los nietos, el ventilador de mesa que compraron con tanto sacrificio, y el perro sato que los acompaña siempre.

Los amigos del barrio siempre consideraron a Rosendo un Héroe de la Patria. Muchas veces escucharon las historias que contaba de cuando sirvió como soldado durante la guerra de Etiopía, en los años setenta, y vio varias veces al general Arnaldo Ochoa al mando de su tropa.

Rosendo no exhibía en la pared un descolorido diploma o su vieja medalla. Lleva en su cuerpo el pobre anciano, visibles, cuatro cicatrices de heridas de balas.