written by CubaNet | domingo, 21 de mayo, 2023 12:10 pm
Ciudad de México, México.- Aunque la propaganda oficial se ha centrado durante décadas en demonizar absolutamente todo lo referido a los años previos a 1959, no todo en Cuba era tan terrible como nos enseñaron en las escuelas.
Te compartimos este breve listado de algunos de los hitos que complementan esta historia mal contada de la República que fuimos y que hoy está de aniversario.
Estos son algunos de los logros que alcanzó la isla hasta que “llegó el Comandante y mandó a parar”.
En Cuba se instaló el primer sistema de alumbrado público de toda Iberoamérica en 1889.
Fue la primera nación de Iberoamérica y tercera del mundo en tener ferrocarril en 1837.
Aplicó anestesia con éter por primera vez en Iberoamérica en 1847.
Realizó la primera demostración mundial de una industria movida por electricidad. Ocurrió en La Habana en 1877.
Tuvo el primer tranvía de América Latina por el año 1900.
La Habana recibió el primer automóvil de Latinoamérica también en 1900.
Creó el primer departamento de rayos X de Iberoamérica en 1907.
Nuestra capital fue la primera ciudad en tener telefonía con discado directo en 1906.
Inauguró la segunda emisora de radio del mundo en 1922 y llegó a tener 61 emisoras en 1935, ocupando el cuarto lugar a nivel mundial.
Cuba lideró la producción de azúcar en el mundo, con una mayor participación de dueños cubanos a finales de los años 50.
Aprobó la Ley de jornada laboral de ocho horas, el salario mínimo y la autonomía universitaria en 1937.
Aprobó una de las constituciones más avanzadas del mundo en 1940, reconociendo el derecho al voto a las mujeres, la igualdad de derechos entre sexos y razas y el derecho de la mujer al trabajo.
Construyó el primer hotel con aire acondicionado central en 1951 y el primer edificio del mundo con hormigón armado en 1952. Está en La Habana y lo conocemos como Riviera.
Fue el segundo país del mundo en tener televisión a color en 1958.
Tenía el mayor número de automóviles en Iberoamérica en 1958 y también fue líder en electrodomésticos, kilómetros de líneas férreas y número total de receptores de radio.
En 1954 Cuba poseía una vaca por cada habitante, y ocupaba el tercer puesto en Iberoamérica (tras Argentina y Uruguay) en el consumo de carne per cápita.
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Carlos Prío Socarrás: un político controvertido
written by CubaNet | domingo, 21 de mayo, 2023 12:10 pm
LA HABANA, Cuba.- Como todos los presidentes de la Cuba republicana, Carlos Prío Socarrás (1903-1977) ha salido muy mal parado en las páginas de los libros de Historia redactados por los amanuenses de la revolución castrista. Lo cierto es que el abogado nacido en Bahía Honda, Pinar del Río, llegó al poder mediante elecciones democráticas en el año 1948, en un contexto social y político signado por la corrupción político-administrativa, el gansterismo y la inflación.
Durante el gobierno de su predecesor, el también miembro del Partido Revolucionario Auténtico, Ramón Grau San Martín, se habían tornado frecuentes los enfrentamientos entre pandillas, con un número importante de víctimas mortales y la consecuente inestabilidad de la vida en la capital.
Por tal motivo, una de las primeras medidas tomadas por Prío fue la aprobación de la Ley de represión del gansterismo, que no dio resultado debido a su excesiva tolerancia ante focos de pandillerismo político, y episodios de corrupción.
Su programa de gobierno estuvo orientado a contener la inflación y estimular la agricultura mediante la creación de cooperativas agrícolas cuya prioridad fue aprovechar cada palmo de tierra con capacidad productiva. Durante su mandato fue establecido el Banco Nacional de Cuba, se puso límite a los préstamos extranjeros, se implementaron mejoras en el sistema educacional, se desarrolló la industria y aumentó la cantidad de obras públicas.
En este período fueron terminadas la Biblioteca Nacional y nuevas carreteras en la costa norte. También se iniciaron las obras de la Plaza Cívica y del túnel bajo el río Almendares, que actualmente conecta a los municipios de Plaza y Playa.
En la economía, las exportaciones de azúcar sobrepasaron los 600 millones de pesos, y se incrementó la producción de café, tabaco, tejidos, calzado y alimentos. La industria pesquera creció y se oxigenó el mercado inmobiliario.
El nivel de vida aumentó significativamente. Los salarios subieron y también las inversiones norteamericanas en renglones como electricidad, telefonía, minería, productos farmacéuticos y otros negocios, muchos impulsados con capital cubano.
Carlos Prío Socarrás fortaleció la institucionalidad democrática de acuerdo a lo estipulado en la Constitución de 1940, mediante la creación del Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales, y el Tribunal de Cuentas. Creó la Junta Nacional de Economía y el Banco de Fomento Agrícola e Industrial. Fundó la Universidad de Oriente y comenzó la construcción de su homóloga en Las Villas.
Prío fue depuesto por el cuartelazo del 10 de marzo de 1952, encabezado por Fulgencio Batista, tres meses antes de que se celebraran las elecciones presidenciales. Huyó a Estados Unidos con su familia sin defender su gobierno, y desde allá conspiró para derrocar a Batista.
Regresó a Cuba en 1959, con el triunfo de la Revolución. El expresidente había apoyado la expedición del Granma y la lucha en la Sierra Maestra. Sin embargo, rompió con Fidel Castro cuando las políticas de este comenzaron a derivar hacia el comunismo.
Carlos Prío emigró definitivamente en 1961. Se estableció en Miami, donde se suicidó de un disparo en el pecho, el 5 de abril de 1977.
Uva de Aragón: “Si alguien me hubiera dicho que iba a vivir 63 años de exilio me habría reído en su cara”
written by William Navarrete | domingo, 21 de mayo, 2023 12:10 pm
MIAMI, Estados Unidos. – Conocí a Uva de Aragón hace ya varios años, primero a través de sus escritos en el Diario Las Américas y, luego, en el acontecer cultural de Miami, una ciudad en la que ha sido, y sigue siendo, una trabajadora incansable en favor de la cultura cubana como un todo. Siendo además nieta del gran escritor Alfonso Hernández-Catá y entenada de Carlos Márquez Sterling, el último presidente electo democráticamente en Cuba, después de aquellas convulsas y nunca legitimadas elecciones de noviembre de 1958, era imposible que, como intelectual e investigadora, se desentendiera de un tema que no tuvimos mucho tiempo de madurar ni de estudiar profundamente: el casi medio siglo de vida republicana en la Isla.
Uva de Aragón, con ese nombre de reina o de hada, recorrió durante los 15 años que pudo vivir en Cuba los mismos escenarios que yo cuando ya ella había salido del país con su familia. En el transcurso de esta entrevista, nos dimos cuenta de que habíamos vivido un mismo espacio a destiempo, dos escenografías paralelas que diferían en todo lo demás. Ese mundo era el de nuestro barrio, siempre el mismo y a la vez diferente: el de La Copa, en Miramar, en donde la casa de Uva y su familia se convirtió en la residencia del embajador de Yugoslavia, con cuya hija jugaba en el cuarto que había sido el despacho de sus dos padres (Ernesto Rafael de Aragón y Carlos Márquez Sterling).
Ella contemplaba desde su portal a quienes acudían al Balneario Universitario a donde también fui a bañarme yo, de niño, pero ya convertido en la escuela de natación Marcelo Salado. Y el sitio a donde iba en bicicleta, desde su casa, a llorar la muerte de su padre, la piscina natural del hotel Copacabana, en donde creía oír su respiración en el sonido de las olas, me bañé yo durante toda mi adolescencia, pero en lugar de la música de las olas lo que oía era el argot de los muchachos de Buenavista que trepaban el muro y se colaban en aquel sitio derruido, cuando aún no habían reparado el hotel, abandonado por muchos años después de que lo nacionalizaran.
Una vez le dije a Uva que había leído una de sus columnas sobre su primer viaje de regreso a Cuba tras 40 años de exilio. Lo había hecho mientras me desplazaba en un vagón del metro de París y, por pudor, tuve que retener las lágrimas que me provocaba la lectura. Ahora pienso que tal vez, en aquella época, era más susceptible a estos temas o, quizás (tendría que volver a leerlo), tenía a Cuba más a flor de piel. El caso es que cuando nos encontramos, por vez primera en Miami, le recordé quién era. Y ella me respondió que lo sabía porque no se olvidaba tan fácil a alguien que había estado a punto de llorar en el metro de París por la lectura de uno de sus escritos.
A lo mejor a Uva se le ha olvidado esta anécdota, pero en mi caso aquella experiencia selló lo que, para mí se convirtió desde entonces en respeto hacia ella, por la fidelidad y la constancia con que siempre ha llevado su Cuba a cuestas.
―Como a todos los entrevistados, vamos a comenzar preguntando sobre tus orígenes familiares. ¿Qué tan lejos está Cuba en tus genealogías paterna y materna?
―Mi padre, Ernesto Rafael de Aragón del Pozo, era médico obstetra e hijo de cubanos que ya estaban establecidos en la Isla desde el siglo XVIII. Era una familia de profesionales, en la que sus hermanos y hermanas habían estudiado casi todos en la Universidad y se habían convertido quien, en abogado, quien, en farmacéutico, otro en dentista o, si no, en docente. No era una familia de la alta burguesía, pero sí bastante conservadora. Y el caso es que como siempre había algún muerto al que honrar, el luto era muy frecuente entre sus miembros.
Uva de Aragón en 1948 (Cortesía)
Por parte de Waldina Hernández-Catá, mi madre, a quien le decían Uva ―de la cual heredé el nombre que muy pocas personas, fuera de mi familia, llevan―, era hija del escritor Alfonso Hernández-Catá, nacido en el pueblo salmantino de Aldeadávila, en 1885, a su vez hijo de un militar español y de una cubana, y de Mercedes Galt Escobar “Mamá Lila”, como llamábamos a mi abuela materna, de orígenes camagüeyanos y orientales. Por esta rama, descendíamos de los Jardines y Catá establecidos en el siglo XIX en Sagua de Tánamo, con historias propias de aquella época en la que no falta un ancestro fusilado durante la Guerra de los Diez Años (1868-1878), migraciones, azares, hijos naturales, y un largo etcétera de peripecias, que serán justamente el tema de mi próxima novela.
En esta familia de orígenes diversos, sobresalía mi tía Sara Hernández-Catá, nacida en El Havre (Francia), en donde mi abuelo comenzaba su carrera de diplomático. Fue ella uno de los personajes que más influyó en mi vida desde la infancia porque fue siempre una mujer muy independiente, liberal y liberada, exuberante, que decidió no casarse nunca, que en vez de joyas corrientes y collares de perlas usaba prendas exóticas, que organizaba unas maravillosas tertulias en su casa, fumaba cigarrillos en una larga boquilla y le gustaba dormir desnuda.
―¿Cómo fueron tus primeros pasos por la vida desde tu nacimiento hasta la primera escolaridad?
―Nací el 11 de julio de 1944 en el hospital Angloamericano del Vedado y viví hasta los dos años en la calle 23, entre H e I, de ese mismo barrio de La Habana, en donde mi padre siguió conservando su consulta hasta su muerte. De niña, mi abuela Mercedes (Lila), quien vivía en el reparto La Sierra con mi tía Sara, me leía muchos libros y, entre ellos, uno de los primeros fue Las cien mejores poesías de la lengua castellana. Desde muy pequeña mi universo se pobló de escritores y artistas que la familia había conocido durante los muchos años que vivió en Madrid, en la Edad de Plata de la literatura española, de los que mi tía me hablaba. También me contaba mucho sobre su vida con mi abuelo Alfonso Hernández-Catá, quien había fallecido trágicamente el 8 de noviembre de 1940 durante un accidente aéreo cuando el avión en que viajaba de Río de Janeiro a Sao Paulo chocó, poco después de despegar del aeropuerto Santos Dumont, con uno que sobrevolaba la bahía de Botafogo haciendo acrobacias durante una maniobra conmemorativa junto a otros de su misma escuadra. Lo terrible fue que mi madre se encontraba aún en el aeropuerto. En esa época el aeropuerto no tenía torre de control.
Mamá Lila, abuela de Uva, con Ernestico y Uva, Ginebra, 1950 (Cortesía)
Aquel acontecimiento de gran dramatismo yo lo veía muy lejano, pero en realidad había ocurrido apenas cuatro años antes de mi nacimiento. Mi tía Sara se convirtió en el sostén emocional de mi abuela, y en su casa se realizaban tertulias culturales en que era corriente ver a Fernando Ortiz, Salvador Bueno, Ernesto Lecuona, Bola de Nieve, Enrique Labrador Ruiz, Alejo Carpentier (cuando estaba en Cuba), el caricaturista Juan David y muchos más. Incluso, en esa misma casa conocí a Rómulo Gallegos, quien había llegado exiliado a La Habana, en 1948, después del golpe de Estado que lo expulsó de la presidencia de Venezuela. En lo que buscaba dónde alojarse con su esposa y sus hijos, mi tía Sara los acogió en la casa. De hecho, su novela cubana, titulada La brizna de paja en el viento, que terminó de escribir en la Isla más tarde, está dedicada a mi tía Sara y a Raúl Roa.
Tengo muchas anécdotas de todos ellos e incluso una con Lecuona en que, de vuelta de un viaje a Europa, cuando tenía seis años, y coincidimos en el mismo vapor, nos tocó a mí y a mi hermana una pieza. Resulta que mi madre nos acostaba temprano en el camarote, pero una noche fingimos dormir y nos escapamos para escuchar al Maestro al piano en una elegante velada en los salones del trasatlántico. Nos escondimos detrás de una cortina, pero Lecuona nos vio y, sin que lo esperáramos, en lugar de descubrirnos nos preguntó con disimulo qué pieza querían escuchar aquellas señoritas. Y yo, adelantándome a mi hermana, le pedí “Siboney”, que él nos dedicó. Fue mágico escuchar aquel lamento criollo en medio del Atlántico y la madrugada.
En 1946 nos mudamos a Miramar, exactamente a La Copa, en la calle 42, entre 1ra. y 3ra. En esa casa vivimos hasta nuestra salida de Cuba.
Sara Hernández-Catá y Fernando Ortiz, 1950 (Cortesía)
―Justamente, sobre la vida en aquel barrio y tus recuerdos quería saber un poco más… ¿Cursaste la enseñanza primaria allí? ¿Cómo fue ese periodo?
―Frente a mi casa había una bodega administrada por unos chinos y recuerdo que, de niña, cruzaba la calle para ir a comprar galleticas “María”. Me daban dos por un centavo, y, a veces, según el humor del chino, me regalaban una extra “de contra”. En la misma acera de mi casa, yendo hacia el mar, estaba la bodega de Luis, así como la tienda de ropa de una colombiana llamada Mireya.En la 1ra., una callecita corta que interrumpía la Calle de la Copa de la acera frente a mi casa, se encontraba la Quincalla de Fuentes que era un universo maravilloso para mí porque vendía de todo, libros incluidos, y porque fue allí donde compré, con mi propio dinero, mis dos primeros libros: La ilustre fregona, una de las novelas ejemplares de Miguel de Cervantes y una biografía sobre Eugenia de Montijo.
Colegio Margot Párraga, en el Vedado (Cortesía)
La enseñanza primaria no la cursé en Miramar, sino en el colegio Margot Párraga, en la calle 4, entre Calzada y 5ta., en El Vedado, en donde hoy día se halla la sede del Ballet Folklórico Nacional. Era una escuela pequeña de clases y nos enseñaban, además de las materias corrientes, francés, inglés, pintura, música y, sobre todo, ballet. Con los años he pensado que no fue un colegio apropiado para mí porque se hacía mucho hincapié en este último, cuyas clases daba Cuca Martínez (hermana de Alicia Alonso) y, como tenía los pies planos y otros problemas, yo nunca pude participar. De modo que era un poco el Patico Feo del plantel y mientras esperaba que mi hermana Lucía terminara las clases de ballet leía infatigablemente. Tanto leía en esa época que en casa empezaron a llamarme “La niña escondida”, pues siempre andaba leyendo, escabullida en algún rincón.
Por suerte, en ese colegio había una profesora española llamada Gloria Santullano que se dio cuenta de mis capacidades para la literatura y trató de incentivarme elogiando mis composiciones y haciéndome participar con papeles protagónicos en las piezas teatrales que montaba.
Debo decir también que el final de la enseñanza primaria coincidió con el fallecimiento de mi padre, quien había sufrido un infarto en el verano de 1953 y murió en enero de 1954. En esos meses nuestro hogar cambió mucho, como sucede cuando hay un enfermo crónico. Los olores, los silencios, las voces sigilosas, el ir y venir de enfermeras y médicos, me afectaron mucho.Tenía nueve años cuando murió mi padre y, poco después, una compañera de clases muy querida, también falleció, esta vez de leucemia. Definitivamente, el Margot Párraga no podía ser un sitio que me trajera muy buenos recuerdos…
Uva y Ernesto de Aragón, Madrid, 1950 (Cortesía)
―¿Cuándo empiezas a escribir y qué fue lo primero que publicaste?
―Precisamente durante la enfermedad de mi padre, mi tía Sara me trajo un cuaderno y recuerdo que me dijo: “¡Escribe!”. Yo la obedecí. Mi primer texto fue una noveleta de 17 páginas, una especie de Cenicienta en versión guajira y feminista. Lo primero que publiqué fue a los 13 años, en febrero de 1958, cuando envié una pequeña crítica mía sobre Impaciencia del corazón, de Stefan Zweig, a un concurso juvenil que proponía el Diario de La Marina. Entonces mi trabajo fue escogido y publicado. Estaba tan feliz que salí corriendo a comprar varios periódicos.
Primer artículo de Uva de Aragón en el Diario de La Marina, 2 de febrero 1956 (Cortesía)
―Tengo entendido que continuaste tu escolaridad en el colegio Ruston, uno de los mejores de La Habana antes de 1959…
―En efecto, mi padre de niño había vivido en Estados Unidos y hablaba perfectamente inglés. De modo que dejó, antes de morir, todas las indicaciones para que nos inscribieran a mis hermanas y a mí en el Ruston, un colegio americano bilingüe, originalmente en El Vedado pero que estrenó un plantel nuevo precisamente en 1956, el año que yo comencé mis estudios allí. Cursaba Bachillerato en español y High School en inglés. Hice el último examenfinal la mañana que me fui de Cuba en 1959. Considero que en ese colegio florecí porque la nota no era lo más importante, sino pensar, debatir, reflexionar en diálogo constante con profesores y compañeros. Recuerdo que cuando nos portábamos bien la maestra de inglés nos leía a Edgar Allan Poe, con quien aprendí a escribir cuentos. Durante esos tres años se me iluminó el mundo y se me ordenó también. Tanto adelanté y, en tan poco tiempo, que cuando llegué a Estados Unidos pude terminar mi bachillerato a los 16 años.
―¿Cómo viviste los años turbulentos de la década de 1950, a partir del golpe de Estado de Fulgencio Batista y la inestabilidad política consecuente?
―Cuando el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 recuerdo perfectamente que Raúl, nuestro chofer, llegó a casa más temprano que nunca y como yo estaba sentada a la mesa de la cocina me dijo que subiera para anunciarle a mi padre que Batista había acabado de dar un golpe. Entonces fui a la habitación de mi padre. Recuerdo su sonrisa al verme y el aroma de su colonia de Guerlain, pero cuando le anuncié la noticia se llevó las manos a la cabeza y solo exclamó: ¡Pobre Cuba!
Años después de morir mi padre, mi madre se casó con quien fue un segundo padre para mí y mis hermanas Lucía y Gloria: Carlos Márquez Sterling. Poco a poco nos fue ganando porque era un hombre extraordinario. También era un gran intelectual que amaba profundamente a Cuba, con gran sentido de justicia social, alguien que había luchado mucho desde su bufete por el reconocimiento de los derechos de los hijos “ilegítimos”, por ejemplo. Su padre Don Manuel había sido presidente del país en la década de 1930 por muy breve tiempo. Más importante: fue un gran periodista y diplomático, el cual negoció la abrogación de la Enmienda Platt. Carlos, quien había presidido la Cámara de Representantes y la Asamblea Constituyente de 1940, era más que un político, un estadista. Intentó buscar una solución para Cuba que no fuera Fulgencio Batista ni Fidel Castro.
Como estaba en la oposición contra Batista, la policía vino a buscarlo la noche del ataque al Palacio Presidencial del 13 de marzo de 1957. Argumentando que no tenían una orden de arresto, se negó a abrir la verja que separaba el atrio de nuestra casa del vestíbulo y a dejar que se lo llevaran. Al día siguiente supimos que habían encontrado el cadáver del abogado y político Pelayo Cuervo Navarro, quien también se oponía a Batista, en El Laguito, en el Reparto Biltmore. Si la policía de Batista se hubiera llevado a Carlos esa noche, con toda seguridad lo hubieran matado.
Por supuesto, al ser Carlos el candidato de la oposición en las elecciones presidenciales de noviembre de 1958 quedaba en la mirilla del nuevo régimen. El 4 de enero de 1959 vinieron a buscarlo a casa y lo llevaron al despacho del Che Guevara en La Cabaña, quien lo recibió y le dijo que para protegerlo iban a dejarlo allí esa noche. De nada valió que él le dijera que debería estar en su casa protegiendo a su familia; de modo que lo encerraron en una pieza en la que quedaban cosas que habían pertenecido a gente de Batista y, entre estas, una gran caja plateada llena de tabacos. Allí pasó toda la noche constantemente molestado por los propios guardias que venían a servirse de los puros. Al día siguiente, cuando pidió hablar con el Che, le dijeron que se había marchado. A ciencia cierta, nadie estaba a cargo del lugar. Entonces Carlos reconoció entre los hombres sentado en un escritorio a uno que él conocía porque había militado en el pasado, como él, en el Partido Ortodoxo. Le pidió un salvoconducto y este se lo concedió. Así pudo salir de La Cabaña, mientras afuera lo esperaba mi tía Sara, a quien, por la fuerza de su carácter y mucha determinación, sus hermanos hacía años llamaban el “General Saro”.
Desde esa noche del 4 de enero nos pusieron milicianos en nuestra casa que convivieron con nosotros día y noche hasta el mes de marzo de 1959. Todos estábamos hartos de aquella situación hasta que un día Carlos les convenciópara que se fueranyacon el argumento de que nosotros no íbamos a atentar contra el gobierno ni a cometer ninguna acción que mereciera tanta vigilancia y ellos se estaban perdiéndose todos los autos, casas y puestos que estaban repartiendo
―¿Cómo y cuándo se produjo la salida definitiva de Cuba?
―Antes de salir de Cuba, mi hermana Lucía se casó, en abril de 1959, en la iglesia de San Antonio de Miramar. No fue una boda muy agradable porque esa misma mañana habían llamado a casa con la amenaza de que si Carlos Márquez Sterling la entraba a la iglesia el traje de la novia se llenaría de sangre. Pero, mi hermana Lucía, que tenía 16 años, insistió en que, si no iba de su brazo al altar, no se casaba. De modo que esa noche los pocos que sabíamos de la amenaza, estábamos aterrorizados, más pendientes de las puertas de la iglesia que de la ceremonia. Por suerte, no cumplieron la amenaza porque tal vez no estaría aquí haciendo el cuento.
En esos días Carlos se enteró de que lo iban a expulsar de la Universidad con un juicio sumario y pruebas falsas que habían fabricado contra él. Con esos truenos y, a sabiendas de las cosas que estaban sucediendo, decidimos que se escondiera en un sitio seguro, mientras mi madre, yo y mi hermana menor salíamos de Cuba.
Nuestra salida fue el 13 de julio de 1959, en un viaje La Habana-Miami-Washington DC. Carlos permaneció escondido y cuando supo que ya estábamos en Estados Unidos declaró su asilo político en la Embajada de Venezuela. Allí estuvo hasta el 26 de julio, en que pudo salir de la Isla. Y aunque el propio Raúl Roa le dijo que podía salir de la embajada pues le daban garantías, él no se arriesgó a hacerlo.
Todo este periodo fue de sobresaltos en sobresaltos. Cuando Carlos llegó a Nueva York tenía un pasaporte que vencía ese mismo día. El agente de inmigración le comunicó que no podía entrar, pero como él era abogado y conocía las leyes, le respondió que sí era posible porque el documento no vencía hasta las 12:00 de la noche de ese mismo día, y lo dejaron entrar. Eran otros tiempos…
El resto de la familia ―mi abuela Lila, mi tía Sara y demás― salieron de Cuba un año después rumbo a México. Estando allí, mi tía Sara se encontró, durante una recepción, a Rómulo Betancourt, entonces presidente de Venezuela, y al este verla allí le preguntó qué hacía en el país azteca. Entonces ella le respondió: “Lo mismo que tú cuando estabas exiliado en La Habana”. Entonces Betancourt pidió que la recibieran y que le arreglaran todos los papeles, a ella y a mi abuela, para que pudieran instalarse en Caracas. Allí vivieron siempre las dos hasta sus muertes. También en Caracas tengo enterrados a mis tíos Alfonso y Pepe Hernández-Catá.
Pasaporte con el que Uva de Aragón salió de Cuba (Cortesía)
―¿Cómo fueron los primeros años de exilio en Estados Unidos?
―Los primeros años fueron terribles porque habíamos dejado todo en Cuba y creíamos que íbamos a volver. Si alguien me hubiera dicho en aquel momento de 1959 que iba a vivir 63 años de exilio me habría reído en su cara. En Cuba había dejado a mi hermana Lucía, recién casada, a mi novio y a mis compañeras de escuela que quería mucho y con quienes me carteaba constantemente. Me pusieron entonces en un colegio de monjas en Washington gracias a que mi padre había dejado un seguro en Canadá justamente para utilizarlo en nuestra educación. Pero yo estaba renuente a quedarme en Estados Unidos y desaprobaba adrede los exámenes de entrada al colegio del Sagrado Corazón para que no me admitieran. Pero Mother Mouton, la monja que dirigía la escuela, se dio cuenta pues ya habían llegado de Cuba mis notas y recomendaciones de mis maestros del Ruston. Quiso verme sin mis padres, me fue haciendo una especie de examen oral y sin que yo me diera cuenta comprobó que tenía los conocimientos pertinentes. Me pidió que me quedara un año y si al fin de ese término deseaba aún volver a Cuba ella me ayudaría. Nunca tuvimos esa conversación porque cerraron los colegios privados en La Habana y mis amigas, maestros y familiares comenzaron a irse del país.
Fue una época también muy enriquecedora para mí porque Carlos estaba enfrascado en terminar su historia de Cuba, de la que ya había escrito la parte de la Colonia, que mi madre había logrado sacar en forma de manuscrito cuando salimos del país, y faltaba la parte de la República. Entonces empecé a acompañarlo todos los sábados a la Biblioteca del Congreso en Washington para ayudarlo con sus investigaciones. Creo que fue cuando más a fondo conocí a mi segundo padre y cuando me inculcó un amor obsesivo por Cuba, y en especial por la República. También ese primer año escribía desde Washington una columna para el periódico del Ruston (que todavía no habían confiscado) contándole a mis compañeras mis experiencias de vida en la capital estadounidense. En aquella época lo más importante para mí era recibir cartas de Cuba y el cartero se había convertido en el personaje más esperado de mi vida.
Recuerdo que empecé a hacer trabajitos para ganar mi propio dinero y no convertirme en una carga para la familia. Vendía de puerta a puerta productos de la marca de cosméticos Avon y hasta me pagué un curso de mecanografía y taquigrafía, por iniciativa propia, sin que mis padres me pidieran que hiciera estas cosas.
―¿En qué momento te das cuentas de que el regreso era imposible y qué decides entonces?
―Tras la invasión frustrada de bahía de Cochinos en 1961, nos dimos cuenta de que el regreso a Cuba se alejaba cada vez más. Entre tanto, Carlos consiguió un trabajo en Nueva York y para allá nos mudamos. Mi novio, Jorge Clavijo, logró salir de Cuba y nos casamos en Nueva York en 1962. Como la ciudad no nos gustaba para criar a nuestros hijos, cuando salí en estado decidimos mudarnos para Silver Spring, Maryland, en las afueras de Washington. Allí encontramos un apartamento donde vivía mi hermana Lucía con su familia, en un edificio repleto de cubanos al que llamaban jocosamente “Pastorita”.
Yo siempre digo que fue en “Pastorita” en donde empezó realmente mi exilio. Allí conocí una Cuba a la que nunca tuve acceso en La Habana. Y no lo digo con ningunas ínfulas, sino porque había gente muy variopinta y porque comenzamos a sentir por primera vez lo que era la escasez. Mi primera hija, Uva de las Mercedes, nació en ese periodo, el 10 de diciembre de 1963, y mientras ella dormía yo vendía suscripciones para una revista, un trabajito con el que ganaba unos 13 dólares al mes para comprarle la leche.
Siempre dicen que la Revolución lo igualó todo en Cuba, pero yo añado que el exilio también. Empecé a trabajar cuando la niña cumplió los cuatro meses. Vino mi suegra de Cuba en 1966 a vivir con nosotros y, mientras tanto, en “Pastorita”, vivíamos como en una beca, haciéndonos favores unos a otros. Imagínate que mi hermana y yo nos convertimos un poco en las alcaldesas de aquel lugar, ya que éramos las únicas que hablábamos inglés y acompañábamos a todo el mundo en sus gestiones, exámenes para conducir, llenado de papeles, etc.
―¿Y la literatura y las artes? ¿Seguiste interesada durante ese periodo?
―Por supuesto. Aunque había empezado el College tuve que dejarlo en 1969 por el nacimiento de Cristina, mi segunda hija. En 1970, compramos nuestra primera casita en Silver Spring y, cuatro años después, nos mudamos a Rockville, en donde con unos amigos constituimos el grupo de Pro-Arte. Allí hacíamos veladas culturales; invitamos a Carmina Bengurría para que declamara, a la soprano Marta Pérez; montamos piezas de teatro que yo misma escribía. También en esos años trabajé por los presos políticos cubanos en el proyecto “Of Human Rights”.
Mi primer libro lo había publicado en las ediciones Playor de Carlos Alberto Montaner en 1972; se titulaba Eternidad y estaba prologado por el escritor Eugenio Florit. Luego en 1976 publiqué el siguiente: Ni verdad, ni mentira, un libro de cuentos.
Viajaba a Nueva York con frecuencia donde funcionaba el Centro Cultural Cubano en cuyas actividades participaba. Fue la primera vez que encontré a personas de mi generación con mis mismas inquietudes literarias. Entre ellos, Iván Acosta, Ileana Fuentes, Omar Torres. Eugenio Florit, a quien conocí en esa época, me dijo un día que mi prosa era mejor que mi poesía, cosa que es totalmente cierta. Con todo, en una comida en casa del escritor Omar Torres, leí un poema mío titulado Biografía interiory cuando terminé, Florit se levantó y muy solemnemente me besó en la frente y me dijo: “Poeta”. No me lo creí mucho (para mí una cosa es escribir versos, y otra, muy seria, ser poeta), pero me halagó porque él era en ese momento el padrino de los escritores exiliados jóvenes nacidos en la década de 1940.
Uva de Aragón con el escritor Eugenio Florit, FIU, 1991 (Cortesía)
―Mencionaste tu labor en “Of Human Rights”. ¿Perteneciste a otros grupos anticastristas?
―¡Cómo no! En el high school pertenecí a una liga anticomunista y con otros exilados cubanos marché en Washington en muchas protestas, una vez frente a la Embajada Rusa con un frío que pelaba. Años después formé en Silver Spring un “Club Patriótico”. Le di el nombre de Narciso López porque de niña me había impresionado mucho que muriera por garrote vil. En “Of Human Rights” aprendí mucho de Elena Mederos, que había sido feminista, y de la dirección del Lyceum. Pero fue en Miami que estuve más activa, primero en la organización de los Congresos de Intelectuales Cubanos Disidentes que comenzaron en París en 1979. Más tarde me sumé a la Junta Patriótica Cubana, presidida por Tony Varona, un viejo político con fama de brusco por su gran corazón y amor por Cuba. Finalmente formé parte de la Unión Liberal Cubana, que fundó Carlos Alberto Montaner, y fui de las 12 personas que firmaron la Declaración de Madrid de la Plataforma Democrática Cubana en 1991, un esfuerzo quijotesco de llevar al régimen cubano a la mesa de negociación. Nada de esto prosperó, aunque no me arrepiento de mis actividades. Cada momento requiere distintas obligaciones.
―¿En qué momento decides establecerte en Miami y por qué?
―A mí Miami nunca me atrajo mucho. Encontraba chabacano aquello de ir a merendar al Versailles y que una camarera te dijera: “¿Qué te pongo, mi amor?”. Pero a mi esposo se le metió entre ceja y ceja que en Miami iba a tener éxito económico y, ante tal vaticinio, no pude negarme a acompañarlo.
Entonces nos mudamos en 1978 y lo primero que hice fue inscribirme para terminar mis estudios tantas veces interrumpidos, pues a pesar de que tenía una cultura general bastante vasta me sentía como un tablero de ajedrez con espacios iluminados y otros grandes huecos negros. Necesitaba organizar estructuralmente mis conocimientos y todo lo que, de una forma u otra, había aprendido de manera caótica.
En 1980 me concedieron una Beca Cintas gracias a la cual pude publicar mi poemario Entre semáforos, cuyo título debo al escritor Miguel Sales, a quien, recién salido del presidio político en Cuba, le comenté que, por falta de tiempo, escribía manejando, “de semáforo en semáforo”. Y él enseguida saltó y me dijo: “Ése es el título”. Luego publiqué otro poemario, también en ediciones Universal, titulado Tus ojos y yo. Toda mi obra de la década de 1970 y 1980 aparece con mi nombre de casada: Uva A. Clavijo. Como sabes, luego he publicado muchos más libros e incluso algunos han sido traducidos al inglés.
“El reino de la infancia”, ultimo libro de Uva de Aragón (Cortesía)
―¿Cuándo comienzas a trabajar en el Instituto de Investigaciones Cubanas (CRI) de la Universidad Internacional de Florida y en qué condiciones?
―Este instituto fue creado en 1991 por Lisandro Pérez en un contexto en que se consideraba necesario emprender investigaciones con miras al post-castrismo y la transición cubana que todos esperaban tras la caída del muro de Berlín. Yo había trabajado en el Departamento de Relaciones con la Prensa y, luego, en la misma Universidad como asistenta ejecutiva de Modestos Maidiques, su rector. Cuando finalmente defendí mi tesis doctoral sobre la obra de mi abuelo Alfonso Hernández-Catá y obtuve mi Ph.D o doctorado en 1991, busqué otros horizontes en FIU. Mi idea era entrar de profesora en el Departamento de Lenguas Modernas, pero no pudo ser…
En 1995 empecé a trabajar en el Instituto de Investigaciones como subdirectora en lo que considero el mejor periodo de mi vida profesional porque estaba en lo que me gustaba y podía desarrollar el amor que siempre tuve por obtener y divulgar información acerca de Cuba. Además, con Lisandro Pérez sentía que tenía a un colega y no a un jefe. Allí trabajé hasta el 2011 en que me jubilé, aunque ya Lisandro no era el director.
Uva de Aragón entrevistando a Vargas Llosa en la FIU, en Miami (Cortesía)
―¿Fue en el seno de este instituto que maduraste tu decisión de regresar a Cuba, de visita, 40 años después?
―La realidad siempre supera la ficción. La primera vez que intenté regresar a Cuba fue por un pedido especial, en 1996. Te cuento.
En octubre de 1996, me llamó la poetisa santiaguera Pura del Prado, de la que no tenía noticias desde hacía algún tiempo, y le comenté que acababa de publicar un libro de poesía y que antes de que terminara el mes se lo iba a llevar, pero a los tres días Pura murió. Me había llamado para despedirse. Estando en su funeral, el René, su hijo menor, me dijo que su madre había pedido ser enterrada, de cuerpo completo, en Cuba y que él estimaba que yo era la persona indicada para acompañarlo en ese viaje a un país en el que nunca había estado.
Yo me quedé un poco atónita, y no le di mucha importancia, pero a los dos días, René volvió a comunicarse conmigo para decirme que el cuerpo de Pura estaba congelado, esperando por mí para el viaje. Se lo comenté a Lisandro Pérez, quien me dijo que aquello era una locura. Yo nunca había vuelto a Cuba, René tampoco. Ir en esas condiciones, en un viaje que iba a ser como la película Guantanamera pero al revés, o sea, de La Habana a Santiago de Cuba. Así y todo, yo insistí en ir y Lisandro intentó conseguirme la visa a través de la Universidad de La Habana. No le dije nada a mi madre; estaba muy nerviosa y el único preparativo que hice para ese supuesto viaje fue comprar 10 carretes de fotos. Pero me negaron la visa con la excusa de que yo no era pariente de sangre de Pura. Su hijo me llamó de Santiago el día que la enterró.
Supe, extraoficialmente, que me habían negado el permiso porque escribía para el Diario Las Américas, tenía un programa por Radio Martí y era amiga de Carlos Alberto Montaner. Entonces aquella prohibición de regresar a mi país me indignó tanto que me empeñé en llevarles la contraria, como suelo hacer siempre. Una cosa es que tú no quieras ir a tu país, pero otra cosa es que te nieguen el derecho de hacerlo.
―Entonces, ¿conseguiste levantar la prohibición?
―Debo decir que el programa que teníamos en el CRI incluía visitas de académicos y escritores cubanos que venían invitados a la Universidad para dar charlas o participar en eventos. Esto fue fundamental para que yo pudiera desmitificar la imagen que tenía de Cuba como “Imperio del mal” y, en parte, separar al gobierno del resto del país. Veía que venían profesionales muy capaces, con muchos conocimientos sobre los temas que trataban, y eso me permitió ponerles un rostro a todos aquellos que, por razones diversas, se habían quedado en la Isla. Además, me di cuenta de que pese a las vivencias tan distintas teníamos mucho en común y que podíamos entendernos. Creo que a ellos les sucedía lo mismo.
Incluso, muchos de ellos se sentían apenados porque, en mi caso, me prohibían entrar en el país, siendo yo una de las que trabajaba para tender puentes y lograr invitarlos a ellos. Me decían que me iban a invitar y yo siempre les respondía que ni perdieran su tiempo. El caso fue que, después de mucho insistir y de que ellos mismos acudieran a personas más influyentes, me quitaron el famoso veto, y pude ir tres años después, en 1999.
―¿Qué tiempo estuviste y qué hiciste en esa primera visita?
―Fui con mi hermana Lucía y nos pasaron cosas increíbles, dignas de un país como Cuba, completamente surrealista. Lo primero que hicimos fue ir a la tumba de mi padre y de mi abuelo Alfonso Hernández-Catá en el Cementerio Colón. El pariente que nos llevó temía que yo no supiera dónde estaba la tumba de mi abuelo y se quedó muy sorprendido cuando supe guiarlo, como si yo hubiese estado en el país, visitando ese sitio, durante los últimos 40 años. Ese mismo día fuimos a visitar nuestra casa en Miramar, convertida en Embajada de Serbia después del desmembramiento de la antigua Yugoslavia, pero era sábado, estaba cerrada y no pudimos entrar.
Otro día estuvimos en La Sierra, en casa de mi abuela y de mi tía Sara, y cuando llegamos había una muchacha joven barriendo el jardín exterior. Nosotros no sabíamos en qué había parado esa casa, nunca más habíamos tenido noticia de quiénes la vivieron y cuando mi abuela y tía se fueron de Cuba dejaron allí a alguien que se llamaba Estrellita, que trabajaba para ellas. A esa joven le preguntamos si allí vivía Estrellita. Entonces paró de barrer, nos miró, y salió corriendo y gritando: “Mami, corre, ven, que aquí están Uvita y Lucía”. De más está que te diga que nos quedamos petrificadas. Cuando entramos todo estaba en su lugar, los muebles, los libros de los estantes, los adornos, todo, lo habían cuidado con esmero durante esas cuatro décadas de ausencia. Incluso cuando regresamos días después nos sirvieron un flan en los platos de una vajilla preciosa que mi abuela había comprado cuando su esposo era embajador de Cuba en Brasil y que ellos solo usaban en ocasiones muy especiales. A través de los últimos años he regresado muchas veces y los ocupantes de esa casa se convirtieron en mi familia en La Habana.
En otra ocasión fuimos a la Plaza de Armas, en La Habana Vieja, donde vendían libros de ocasión, y allí vi uno titulado Cuba en la mano, impreso en 1940 por la imprenta Ucar, García y Cia, una especie de Larousse cubano. Cuando lo abrí, no lo creerás, pero lo hice en la letra A exactamente en la biografía de mi padre Ernesto de Aragón. Ese mismo día fuimos a La Bodeguita del Medio porque nuestro primo que nos servía de chofer quería invitarnos a tomar algo. Nos sentamos en la barra y atraída por una vitrina en que había fotos, me levanté, me dirigí hacia ella y entre las fotos que exponían había una de los años 1950 en la que figuraba mi tía Sara Hernández-Catá, junto a Nicolás Guillén y otras personas.
A mí el CRI me había dado varias cartas para entregarlas a académicos cubanos y una de ellas tenía la dirección de la casa en donde vivíamos cuando mi hermana Lucía y yo nacimos, y en donde mi padre tenía su consulta, en la calle 23 del Vedado. No habíamos olvidado aquel sitio, pero sí algunos detalles como una puerta que daba acceso a la oficina de mi padre, que nos emocionó mucho verla. Además, cuando nos recibió el destinatario de la carta en ese mismo despacho, las raíces de los árboles habían levantado el suelo de modo que invadían el espacio. Era como si nuestras propias raíces no estuvieran recibiendo. Fue tan impresionante todo que mi hermana y yo ni nos mirábamos por miedo a romper en llanto allí mismo. Es más, ni le dijimos al señor que aquella había sido la casa de mi padre y su consulta. Nos fuimos enseguida por pudor a mostrar todo lo que sentíamos.
―¿Y todo eso en una sola semana?
―Y más también, espera. Otro día di una conferencia en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, a la que asistió Salvador Bueno, que era alguien con quien había tenido intercambios porque había escrito sobre mi abuelo en sus ensayos. Además, él y su esposa Ada eran amigos de mi tía Sara, de quien nos hicieron divertidas anécdotas. Luego nos llevaron a un sitio en la Colina para que Delio Carrera, el historiador del campus, nos sirviera de guía. Cuando nos preguntó si éramos las hijas de Uva Hernández-Catá nos dijo que él tenía a mi madre por la mujer más bella de La Habana, y que la había conocido en los años 1950. Yo pensaba que todo aquello era pura zalamería para agradarnos, pero resulta que nos contó que él había estado en nuestra casa, camino del Balneario Universitario, en donde solía bañarse, y que mi madre le había preparado unos exquisitos emparedados de jamón y queso estilo croque monsieur francés. Entonces no me quedó más remedio que creerle porque realmente lo único que mi madre sabía hacer en la cocina en esa época eran esos famosos emparedados que había aprendido a preparar durante su estancia en París. Luego, en el exilio, se convirtió en una excelente cocinera.
También visitamos el colegio Margot Párraga, aquel lugar de recuerdos no tan gratos, y contradictoriamente fui yo quien rompió a llorar cuando me vi en el sitio y en la pieza en que había aprendido a leer, ocupada ya en esa época por la sede del Ballet Folklórico.
Mi hermana y yo nos fuimos turnando durante todo ese viaje para llorar como magdalenas. Y el colmo de todo fue cuando Villamil, el chofer que nos llevaba a todas partes, nos condujo a la playa La Veneciana, después de Guanabo, en donde mi padre había alquilado una casa de verano los dos últimos años de su vida. Los últimos recuerdos que teníamos de él antes de enfermarse eran en ese lugar. Por el camino, el chofer me preguntó si yo hablaba por la radio desde Miami, pues mi voz le era conocida. Resultó que me había oído por Radio Martí al igual que a otras personalidades del exilio. Llegamos a La Veneciana y allí encontramos la casa completamente destartalada y convertida en solar, y entonces las dos magdalenas nos pusimos de acuerdo para llorar, esta vez, al unísono.
El último día, Villamil quiso llevarnos por iniciativa propia a un sitio que, con el tiempo y en viajes sucesivos, he visitado como un ritual la tarde antes de mi partida cada vez que he vuelto a La Habana. Era el Cristo de Jilma Madera en la orilla este de la bahía. Era el atardecer y nunca imaginé ver una vista tan linda de esa maravillosa ciudad. Pues desde allí se puede contemplar solo su perfil y no las llagas de tanto abandono y desidia, algo que permite soñarla en su conjunto sin entrar en los detalles. Años después he pensado que La Habana es como mi madre. Al final de la vida, perdió una pierna. Y aun con el ropón del hospital, amputada y sin maquillaje, siguió siendo una gran dama y mi madre. La Habana de la misma forma pese a todo es una gran ciudad y mi ciudad.
―¿Qué impresión final de todo aquello después de aquel decisivo reencuentro con tu tierra? ¿No sentiste que incumplías con la condición de exiliados tuya y de tus propios padres?
―A mi segundo padre, Carlos Márquez Sterling, le debo que me enseñara a separar el gobierno cubano y Cuba, criticar a uno y amar al otro. Yo sentí, en cada una de esas experiencias, que mi tierra me reconocía. Vi una ciudad de contrastes en la que todavía quedan cosas hermosas, aunque en realidad lo malo me impresionó menos que a mi hermana porque gracias al CRI tenía una visión de la Cuba actual mucho más cercana a la realidad, ya que la estudiaba a través de películas, reportajes y estudios recientes.
Por otra parte, decidí seguir viajando a Cuba, además de que fuera parte de mi trabajo en el CRI, por dos razones fundamentales. La primera es que daba alivio a personas de allá que necesitaba de todo. Mi padre era médico y siempre me enseñó a estar cerca de la gente de a pie. Él cobraba bien en su práctica privada pero atendía gratis en el Calixto García. Recuerdo perfectamente que los pacientes le hacían regalos de todo tipo. Las señoras objetos costosos, pero las mujeres pobres venían con dulces, viandas y cosas que estaban a su alcance. Entonces mi padre me mostraba esas pequeñas cosas y me decía: “Estos son los regalos que cuentan más porque vienen de personas que se sacrifican para ofrecérmelos”. Quiero con esto decir, sin que por ello parezca que me echo flores, que siempre he estado con los de abajo. También lo aprendí de Carlos, y de Martí: “Con los pobres de la tierra, /quiero yo mi suerte echar”. En fin, siempre iba a Cuba cargada de medicinas, ropa, todo tipo de cosas, desde un filtro para el agua hasta una lima, una rueda para una bicicleta y globos para una fiesta de 15.
Y la segunda razón de mis viajes fue porque quise reclamar mi porción de patria literaria como escritora cubana, dar conferencias de temas que allí no se abordaban. No solo pude publicar y prologar una selección de cuentos cubanos de mi abuelo, sino que gracias a Vitalina Alfonso, Ediciones Holguín publicó en 2016 una selección de mis artículos periodísticos en Diario Las Américas. ¿Te imaginas?, nada más y nada menos que en el “Diario”, que como sabemos siempre ha sido un periódico conservador. Si recuerdas, una de las razones por las que, la primera vez, me negaron la entrada a Cuba fue por mis columnas en ese periódico. No sé cómo otros lo verán, pero para mí eso es una victoria.
Otro ejemplo fue mi conferencia sobre las mujeres cubanas en el exilio, con esa palabra, “exilio”, que comencé explicando que no había que tener miedo a las palabras. Allí, por ejemplo, le expliqué al público quién era Mirta de Perales, una exitosa cubana que había tenido su propia peluquería en La Habana y que, en el exilio, había triunfado en ese mismo ramo. Entonces alguien del público me interrumpió y dijo algo como que no estaba diciendo la exacta realidad. Yo me asusté porque pensé que allí mismo, alguien afín a la censura del gobierno, iba a darme un mitin de repudio. Pero resultó que la persona me dijo: “Usted se equivocó porque, en verdad, Mirta de Perales no tuvo una peluquería en La Habana, sino dos”. Cuba siempre me sorprenderá…
―Ahora que ha pasado el tiempo y después de haber estado varias veces en la Isla, ¿qué piensas del futuro?
―No voy a hacer predicciones porque me he equivocado siempre en todas. A pesar de que Cuba ha sido un constante sufrimiento para mí desde los 12 años no quisiera ser otra cosa que cubana. Me gustaría pensar que todavía esa Isla tiene salvación, pero cada día me pesa más y no veo cómo ni por dónde pudiera salir a flote. En la vida he tenido muchas alegrías: mis libros, mi trabajo, mis hermanos, mis hijos y nietos (pronto un bisnieto), buenos amigos. Y una enorme tristeza que es Cuba, esa herida que no sana. Desafortunadamente, ya no tengo ilusiones con respecto a ella. Hasta hace unos años el daño era físico. Hoy en día es de naturaleza antropológica. Me he pasado la vida soñando una Cuba mejor, pero esa visión actualmente se me nubla, se me fuga… Y no sabes cuánta tristeza me da reconocerlo.
Lo que queda en Cuba de un periódico de la República
written by María Matienzo Puerto | domingo, 21 de mayo, 2023 12:10 pm
Partes de la imprenta ahora están regadas por doquier (Foto: María Matienzo)
LA HABANA, Cuba.- La antigua redacción del periódico El País, situada en la calle Reina, en La Habana, ahora es un baño público.
“Eso fue durante años una imprenta, la desmantelaron porque dijeron que la harían una fiscalía”, comenta una vecina que vende café justo al lado. “También dijeron que sería un albergue y nada, un cagadero”.
La puerta está abierta de par en par, las máquinas de impresión mecánica están por dondequiera, el suelo está lleno de papeles y un líquido amarillo que parece y huele a orina.
“Es como si a nadie le molestara la peste”, dice otra vecina y señala al “sector de la PNR” que tiene El País justo al lado. “Con tanta gente que necesita casa por ahí”, y olvida lo que fueran antes esas oficinas y que solo se podrían hacer viviendas si se destruyera más el lugar haciendo divisiones de madera o con ladrillos sobre el piso de terrazo.
A otra vecina le preocupa que lo dejen deteriorar demasiado y que un día afecte a todo el edificio donde vive ella porque “hoy la gente entra y se lleva los cristales, pero mañana entran y se llevan paredes”. Lo sabe porque ha visto lo que ha sucedido con otros edificios de la ciudad.
Octavio parece ser el único con memoria en los alrededores.
“Es para que fuera patrimonio de la ciudad como uno de los últimos lugares donde se hizo periodismo de verdad”, a lo que agrega su análisis: “¿Qué dirán sus antiguos dueños? Pero nada, ese lugar es reflejo de cuánto nos respetamos a nosotros mismos”, y hace una mueca para acentuar la ironía de la frase.
Ya sea un albergue, la fiscalía o un “cagadero”, la redacción del periódico El País en La Habana está sufriendo el mismo proceso de otros lugares con cierto valor histórico y arquitectónico, una vez que fueron cerrados por el poder “revolucionario”.
(Foto: María Matienzo)
(Foto: María Matienzo)
(Foto: María Matienzo)
(Foto: María Matienzo)
En lo que fuera la redacción de El Mundo, en la calle Virtudes, mientras pudieron aprovechar las maquinarias tuvieron el tino de conservar hasta el globo terráqueo que daba la bienvenida. Ahora está totalmente apuntalado, y al custodio le han dicho lo mismo que le dijeron a los vecinos de la redacción de El País: “Para acá viene la fiscalía provincial”, pero no se sabe cuándo.
Otro destino triste fue el de la sede de la CMQ en Monte, a la que lo queda solo la tarja que marca el lugar y las paredes sin techo. O el de la discográfica RCA Víctor que fue demolida finalmente, pero durante años fue un solar con peligro de derrumbe en donde sus vecinos debían evadir huecos en el suelo para moverse dentro de sus casas.
De todas las redacciones la única que ha corrido con mejor suerte ha sido la del Diario de La Marina que, pese a sus divisiones interiores de cartón tabla, hoy es la editorial Abril.
La Habana es una ciudad de hoteles tapiados, cines, teatros, bares y salones de baile que una vez fueron famosos y ahora esperan a que el tiempo los tumbe.
Dos repúblicas, dos tiempos
written by Rafael Alcides | domingo, 21 de mayo, 2023 12:10 pm
Un tanque ocupado por los rebeldes camina bajo los anuncios de negocios (foto tomada de taringa.net)
LA HABANA, Cuba – Con la reanudación de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos, es ahora un buen momento para detenerse a comparar, con lo que tenemos en esta, lo que nos dejó aquella república de 1902, fundada por Máximo Gómez y todos los de la histórica foto en el Morro izando la bandera cubana en una mañana de clamores y tristezas.
Cuando cuatro años antes el ejército español recoge sus andariveles de la guerra y se marcha, después de cuatrocientos años de coloniaje, deja a la Isla alumbrándose con velas de cera, o con carburo, acetileno, kerosén. La república, sin embargo, sin conjuros ni nada por el estilo, sólo con los estímulos que suele obrar la libertad de empresa, logra enseguida ver sus ciudades alumbradas con electricidad.
No obstante las guerritas que le saldrán al paso, seguirá adelante al ritmo del progreso de su tiempo en todo el mundo. Conocerá la debacle económica de las “vacas flacas”, y la mundial de los años ’29 y ’30, pero se recuperará. Por cierto, que es en los años de “la quiebra del 29” cuando completa la construcción del Capitolio Nacional y de la entonces monumental Carretera Central que une la Isla de extremo a extremo.
En lo económico, arrancó en cero. La tea libertadora había convertido en cenizas ingenios y cañaverales. Pero en veinte años levantó la gran riqueza que en el ’21 devastaría, más que la repentina caída de los precios del azúcar, la Ley de Liquidación Bancaria sugerida por Washington y aceptada por un presidente obediente.
No obstante haber conocido dos grandes, tortuosas dictaduras, y haber nacido y vivido durante más de tres décadas luciendo la onerosa coyunda que ya sabemos, cuando en el ’58 colapsa, había vuelto a ser dueña de la mayor parte de los bienes nacionales en tierras, banca, industria azucarera, comercio y otros renglones industriales importantes.
Siempre al ritmo de su tiempo, fue el segundo país en el continente en introducir la televisión; en materia de prensa y técnicas de publicidad se tuteaba con Estados Unidos, su música viajaba por el mundo a bandera desplegada, destacaron sus pintores y sus grandes poetas y narradores de hoy ya existían entonces.
Pareciera cosa de brujería, pero no menos del ochenta por cierto de las viviendas y edificaciones que hoy vemos en el país, acueductos y hospitales incluidos, fueron construidos en los cincuenta y seis años de aquella zarandeada república.
Pudo ser tiempo, honradez administrativa y justicia social lo que le faltó para realizarse. Tenía todavía pendiente el millón de analfabetos, cuya desaparición en menos de un año se ha acreditado la nueva república sin tener en cuenta que eso ha sido, sobre todo, la hazaña de un pueblo. La nueva república puso la convocatoria entusiasta, el material escolar y el transporte, pero el resto, es decir lo más importante, lo pusieron los padres y madres que autorizaron a sus hijos a formar en aquel ejército de cien mil niños de ambos sexos, de once años en adelante, que hasta donde “el diablo dio voces y nadie lo oyó” iría a enseñar con cartilla y farol; así como lo pusieron las humildes familias que albergaron a aquellos niños mitológicos, a cambio de ser alfabetizadas.
La actual república ha añadido a la anterior su ingeniosa continuidad, con parlamento y elecciones presidenciales, pero en ella durante casi medio siglo el hombre al mando no cedió sino hasta hace poco, cuando por razones de salud la dejó al cuidado de su hermano y ministro de las Fuerzas Armadas.
La república sustituta ha graduado gratis a un millón de universitarios que alquila o están en Miami; o que, por no tener trabajo, “bisnean” o viven soñando llegar a México y pasar la frontera. También ha reducido la mortandad infantil y se ocupa de sus enfermos sin cobrarles. Fuera de esto, y de reprimir, ¿qué más ha hecho? Porque ya ni produce sus alimentos.
La de antes tenía desempleo y falta de viviendas, la de ahora también. Es cierto que sobre esta pesa “el Bloqueo” que sabemos, pero durante treinta años vivió a toda leche, amancebadita ahí con la Unión Soviética.
Y en treinta años, como demostró la primera república, se pueden hacer muchas cosas. Y en menos. Europa misma, la Europa que ocuparan los nazis, ya era Europa de nuevo, y Japón ya era Japón no obstante lo de Hiroshima y Nagasaki, cuando en 1959 surgió la república del Comandante. O sea, a catorce años de terminada la Segunda Guerra Mundial.
Cuando en 1958 la República colapsó, tenía cincuenta y seis años de edad. Igual número de años cumplirá en diciembre la que, para sustituirla, crearan en 1959 los rebeldes.
Cuba, ¿logros o malabarismo?
written by Miguel Iturria Savón | domingo, 21 de mayo, 2023 12:10 pm
VALENCIA, España -Tras 56 años de malabares políticos, experimentos económicos y discursos proféticos, Raúl Castro, heredero del fundador de la dinastía, avala el encefalograma plano del régimen, cuya única meta es el poder. Castro II, como el rey desnudo del relato medieval, sigue atrapado en la vanidad y enroscado en el pasado que intenta revivir Vladimir Putin. Ese presidente de Rusia y padre putativo del neocastrismo que está en alza desde diciembre pasado tras la “normalización de las relaciones con los Estados Unidos”, nación que trasmuda de enemigo a asociado imprescindible.
Quienes pensaban que a la satrapía caribeña les expediría el certificado de defunción, observan que al borde del infarto esta es avivada por el antivirus del capital. Inversiones, créditos, tecnologías y turismo oxigenan al “modelo” incapaz de liberar el mercado interno, desatar las fuerzas productivas y reconocer el cruce de intereses sociales que precede a la modernización del país. La “ayuda exterior” vale, pero ¿cómo reformar una nación sin libertades, iniciativas privadas ni cambios reales para las personas?
Se han barajado variantes y modelos: chino, ruso, vietnamita o un Frankestein de mercado libre con Caudillo autocrático anclado en el partido único y el militarismo enmascarado. Modelo apto para excluir a la sociedad civil y relegar los derechos humanos hasta la tercera generación del neocastrismo, cuando los herederos de los arios tengan seguro sus bienes y negocios.
Como buen malabarista Castro II tiene tres pelotas en el aire: la oposición pacífica, las expectativas de cambios de la nación –agobiada y exhausta- y los negocios con los Estados Unidos y Europa. Al mantener la gobernabilidad se legitima y compra tiempo en el mercado estadounidense y europeo. ¿Podrá perdurar 20 años más como Franco en España tras ser reconocido por USA y la ONU en la década del 50? Biológicamente no es posible, pero el General- Presidente intenta “dejarlo todo bien atado”.
Los logros del malabarismo castrista son logros a la inversa que obligan a repensar el desastre real y antropológico causado en aquella isla. Si cotejamos algunas estadísticas de la etapa republicana -1902 a 1958- con la revolución -1959 a 2015-, sorprende la involución en un tiempo físico similar -56 años-.
La República careció de tradiciones democráticas y heredó el atraso económico y el caudillismo colonial. Tuvo problemas de corrupción, diferencias sociales y raciales expresados en huelgas y atentados, dos golpes de estado (septiembre de 1933 y marzo de 1952) y una revolución armada que puso fin a las pulsiones de un país donde convivieron tres tendencias ideológicas sin excluirse: liberales, católicos y marxistas. Cada uno con sus espacios de opinión en un marco de pluripartidismo, economía de mercado y libertades individuales.
El sueño revolucionario, convertido en pesadilla al transitar de la libertad pregonada al absolutismo comunista, generó tempestades perdurables. ¿Qué hubo y qué queda del zigzagueo del sistema republicano –de evidentes progresos en América- y la sustitución del mismo por 56 años de improvisación, verticalismo político, adoctrinamiento ideológico, dependencia externa, indolencia social y corrupción generalizada?
Hubo, por supuesto, una involución del uso de la tierra, los cultivos y las fincas agropecuarias (159,958 con una superficie de 676,390 caballerías); las industrias (33,384 fábricas) y comercios (65,872), la fuerza laboral (1, 214770 obreros) y el monto de la economía en 1958 pues la reserva de oro ascendía a 373 millones, el tercero en Latinoamérica con ingreso per cápita (520) y presupuesto del Estado (400,000000) al frente de la región.
Había entonces 6 millones de habitantes, 72 mil de ellos en Estados Unidos. Ahora la población es casi el doble y más de dos millones viven en el exilio. La Cuba de 1958 poseía 6 millones de cabeza de ganado vacuno y recibía 1,200 000 dólares por exportación de carne. Producía 980 millones de litros de leche y disponía de 7 plantas de leche enlatada y 55 de mantequilla y queso. La producción de arroz ascendía a 181,200 toneladas métricas y cubría el 55% del mercado nacional, seguida por los cultivos de maíz, garbanzo, viandas y frutas. Mientras tanto, el café (1,342000 quintales) y el tabaco (91,527245 libras en rama) superaban la cifra actual, al igual que el consumo de pollo, huevos y pescado. El trabajador agrícola era el segundo mejor pagado en América Latina.
Cuba tenía 161 centrales azucareros -121 de ellos propiedad de cubanos- que produjeron en 1958 5,613332 millones de toneladas y 230, 684742 galones de melaza, solo superado por la zafra de 1969-70. La zafra del 2013 apenas alcanzó el millón de toneladas, menos que en 1905. La involución incluye a la minería, teníamos 287 minas que empleaban a 25 mil obreros, quienes facturaron 50,000 000 libras de níquel y 4,500 000 de cobalto. En la energía eléctrica la isla ocupaba el primer lugar en Latinoamérica y el 25 a nivel mundial.
El transporte ferroviario insular disponía de un kilómetro de vía por 8 kilómetros cuadrados, 18,059 Km en total. El primero a nivel mundial dada la extensión del país. La nación poseía 4,500 ómnibus, 45,250 camiones, 140,297 automóviles privados. Cuba tenía un carro por cada 27 habitantes, equivalente al tercero en el hemisferio, así como 6,000 km de carreteras.
En comunicaciones Cuba cuantificaba en 1958, 191,500 teléfonos, uno por 27 habitantes. Tenía también 160 estaciones de radio, 400,000 televisores-uno por cada 17 personas-, 23 estaciones de televisión, 600 salas de cine, 58 periódicos al día y 126 revistas semanales; ocupando entre el primero y el tercer lugar regional en tales servicios. En turismo la capacidad hotelera ascendía a 12,067, con 6,552 habitaciones y 700,000 visitantes extranjeros al año.
La isla contaba con 8,900 escuelas primarias del gobierno y 1,700 privadas, 1,864 aulas de kindergarten (preescolar), 240 primarias superiores, 171 institutos, 14 escuelas de maestros, 7 de kindergarten, 168 escuelas de comercio, 22 tecnológicas, 6 academias de periodismo e igual número de Bellas Artes y de centros agrícolas provinciales. Súmesele además una de estudios forestales, 12 de Agrimensura y 15 instituciones de nivel superior, 3 de ellas privadas. La enseñanza primaria de artes y oficios era gratuita. El índice de analfabetismo oscilaba entre 19 y 21 %.
El sistema de salud era privado pero existían centros de emergencias, clínicas mutualistas de precios asequibles y sociedades benéficas que asumían los costos de los asociados. Había más de 6,500 médicos y 100 hospitales con una cama por cada 170 habitantes, el primero en América Latina. La mortalidad infantil era la más baja en la región, aunque entonces, como ahora, había enfermedades que laceraban a la población, principalmente en zonas rurales.
El mundo –y Cuba- han cambiado muchísimo desde entonces pero las estadísticas hablan de ese pasado demonizado por gobernantes irresponsables. En la primera mitad del siglo XX la sociedad cubana transitó desde su propia dinámica. No había planes quinquenales ni subsidios externos, no se penalizaba a los opositores salvo en etapas de autoritarismo. Solo hubo, por ejemplo, 14 cárceles y tres mil prisioneros en 1958. Cifra que fue superada con creces a medio millón de reos en 200 prisiones en la década del setenta.
Al pasado solo volvemos con el pensamiento, pero existe el futuro. Aun así, el futuro de Cuba esta tan lleno incertidumbres como de malabares castristas para preservar el poder desde el absurdo.