LA HABANA, Cuba. — Los que a fuerza de amar sus libros sentimos a Cabrera Infante como un amigo entrañable, para nada difunto, a pesar de su muerte en Londres hace 10 años, salimos ganando con esas exageraciones.
Exageró con su amor por La Habana. A pesar de que nació y creció en Gibara y de que vivió menos de 15 años en La Habana, eternizó la magia de unas noches habaneras que ya sólo existen en sus novelas y por las que uno, aun sin haberlas vivido, en medio de tanta mugre, derrumbes y degradación, no puede evitar sentir una nostalgia desoladora.
Exageró al apropiarse, para su escritura perfecta, del idioma castellano y de “los diferentes dialectos del español que se habla en Cuba”, y como si fuera poco, combinarlo en sus retruécanos únicos, con el inglés de Faulkner y Sallinger.
Exageró su pasión por la música y el cine. Escribió las mejores crónicas que sobre ambos temas haya escrito algún cubano, a la par que casi nos convencía de que Bogart era su alter ego, Rita Hayworth su amante y de que la vida era como una película de John Houston, o a ratos, de Hitchcock, con fondo de bolero o de la trompeta con sordina de Miles Davis.
Exageró con Lunes de Revolución. A pesar del ahínco que demostró en la defensa del nuevo régimen, lo culparon de querer cogerse la cultura revolucionaria para él solo. Se quedaron cortos los comisarios con la acusación. Desmesurado como era GCI, quiso que la revista abarcara toda la cultura, no sólo la revolucionaria, si es que eso existe. Ignoraba que el arte era culpable, que en el comunismo, el ser humano y absolutamente todo lo que hace, siempre son culpables. Erró al pensar que en Cuba, con choteo y pachanga, todo sería más suave.
Cuando no fue así, eterno jodedor, se mofó de los inquisidores. En “Delito por bailar el chachachá”, narra cierto memorable (des)encuentro en la cafetería El Carmelo con Alfredo Guevara, el por entonces zar del ICAIC, que presumía de su amistad personal con el Máximo Líder y quien le advirtió que Lunes de Revolución no podía “de ninguna manera ser la cultura revolucionaria”. Cabrera Infante relató como sus ironías hicieron que Guevara pasara de las sonrisitas a la furia, y cogiera tal perreta que poco faltó para que tirara al piso la chaqueta de seda cruda gris-carbón, comprada en Roma, que llevaba tirada sobre los hombros.
Implacable, del castrismo dijo todo y más. Tanto que ni la muerte le mereció la absolución de comisarios y mandarines. Pero él gozaba con el odio de sus enemigos. Presumía de la rabia que le mostraban: halagaba su vanidad de incorregible proscrito.
Gustaba comentar cuanto se leían sus libros en Cuba, a pesar de las prohibiciones. Solía decir que sus compatriotas ofrecían por sus libros de 5 a 10 latas de leche condensada, lo cual no era una exageración si se tiene en cuenta que el precio de una lata no baja en las TRD de 1,20 cuc y los vendedores habaneros de libros de uso, por mucho que se regatee, no sueltan “Tres Tristes Tigres” o “Así en la paz como en la guerra” (Ediciones R, 1960) si no les aflojas -en cuc o cup- el equivalente de entre 10 y 20 dólares.
El escritor, también desmesurado en la revancha póstuma, dejó claro que sus libros no podrían publicarse en Cuba hasta que terminara el castrismo. Y Miriam Gómez, su viuda, ha sido celosa de que se cumpla su voluntad.
Sólo un cuento, “En el gran ebbó”, ha sido publicado en Cuba, en 2009, en la antología “La ínsula fabulante”, donde también aparecen otros siete escritores que murieron en el exilio, negados a abjurar de sus ideas políticas.
La publicación en Cuba de los libros de Cabrera Infante parece improbable a corto plazo, porque Miriam Gómez no está dispuesta a ceder terreno a los comisarios tartufos de la UNEAC.
Los comisarios son mañosos para robar tumbas. Lo hicieron con Lezama y Piñera. Pero no pueden con Cabrera Infante.
El principal requisito para la rehabilitación de un escritor proscrito es que esté muerto, para manipularlo a su antojo sin que pueda defenderse. Sólo que hay autores que resultan incómodos hasta después de muertos. Como Cabrera Infante, siempre tan exagerado al defenderse de sus enemigos.