LA HABANA, Cuba.- “Yo tengo lo que no hay en ningún lugar…”, pregona un hombre joven que desanda cada tarde el barrio donde vivo. “Yo tengo lo que no hay en ningún lugar”, chilla alto para advertir luego, y tras una notable pausa, que “eso” que solo él tiene, y que en Cuba se convirtió en una extravagancia, es una “señorita”: un dulce, de crocante revestimiento, relleno con crema, una delicia…
Sin dudas es ingenioso el pregón, es astuta la estrategia del vendedor. Singularizar el dulce haciendo asociaciones con el himen perdido, con la virginidad ausente, resulta sutilmente notorio y atrae a los compradores de esa virgen que guarda en una cesta y que muestra a los compradores. Es astuto el vendedor que sugiere esa golosina que debe quebrarse entre los dientes antes de que la crema del centro sea conquistada. Él es el dueño, en apariencias único, de algo que no existe más allá de su canasta de golosinas, él es proveedor de algo que supone “incomparable”: la pureza de una virgen.
Es astuta la “publicidad”, pero también es burda, y peores serán los fervores que despierta en ese enjambre que corre buscando, pagando, un dulce tan especial, por raro e inexistente. El mensaje no es subliminal, no está lejos de la conciencia y las “certezas” de sus compradores. El vendedor opera con una “verdad” y con “evidencias”, con esa “certeza” de que en esta isla la virginidad ya no es distingo, que se le busca, que se vende y que también se compra.
Y la tal singularidad que el vendedor de dulces hace notar, también la defienden un montón de proxenetas que comercian con castidades cubanas. La estrategia es parecida, aunque no se chille en medio de la calle, aunque no se muestre, en público, “el dulce”. Esta vez el alarde no es tan notorio, aunque también es importante hacer notar que no es nada fácil encontrar a una virgen en esta geografía.
En esto casos será trascendente la discreción, el griterío no trae buenos resultados y es peligroso, puede costar muchos años de cárcel. Esta otra “señorita” se muestra en una foto cuando se tiene delante al interesado. Nunca se propician comunicaciones en el ciberespacio, jamás se divulgan fotos en internet. Los encuentros con el proveedor tienen que ser, siempre, “cercanos”. Nada de encuentros callejeros, jamás expuestos a la perspicacia de terceros.
Toda precaución es poca en ese negocio que, y aunque “invisible”, tiene todos los tintes de la verdad, y que crece, tanto como la venta de esos dulces de cubierta crocante y de cremoso interior. Lo peor es que no aparecen vírgenes tan fácilmente en un país donde la sexualidad crece irresponsablemente, y aún más que entonces se acude a la sutura que consigue un corrupto especialista, que no cobra poco, y que devuelve al himen su “integridad”, y eso hace que se encarezca el producto.
Se asegura que el negocio crece, que se propaga por toda la geografía, que sus cabecillas son ambiciosos. Y lo peor es que existen, tristemente, rumores que advierten la posibilidad de que ya participen de tal “industria” algunas niñas para complacer a los más pervertidos, para los más degenerados, y ojalá que fuera solo un “pregón”, como el de ese vendedor de señoritas que anuncia el “extravagante” dulce en las calles de mi barrio.
Karina tiene veintitrés años y ya se puso cuatro veces en manos de un cirujano para que le devolviera la virginidad perdida, según dice, el procedimiento no es tan doloroso, sobre todo si piensa en lo que puede ganar cuando esa telita le sea restaurada. El médico es diestro, y lo mejor es que no le cobra, como hace con sus compañeras. El doctor, unos días antes de hacer las suturas, le exige una noche de placer, y ella se la da con tal de ser virgen otra vez.
“Es una suerte que yo le guste tanto”, dice, porque a sus amigas de negocio les cobra una fortuna. “Es una suerte que él siga interesado en mí”; una de sus “compañeras de labores” tuvo que ceder a los caprichos de una doctora gorda, fea y lesbiana, que la llevó a una casa de Guanabo. Con la gorda pasó tres días, y durante el último le hizo las suturitas, esas que le devolvieron la virginidad, en la misma cama en la que antes la “babeara”. Unos días después llegó aquel húngaro que pagó carísimo su pureza.
Ella ha tenido suerte, aunque el procedimiento no se hizo acompañar siempre de la asepsia que se recomienda en estos casos, jamás se infestó, y pudo trabajar sin que se sintiera incómoda. Karina sonríe cuando asegura que ya consiguió ser virgen más de cuatro veces, y también que se empeñará en intentarlo todas las veces que sea necesario. Gracias a esas discretas intervenciones Karina ya ha cobrado varias veces, y mientras le paguen por su himen intacto volverá a hacerlo, todas las veces que sea necesario, hasta que quede algo de tela que empatar. Y es que ella reconoce, como el vendedor de dulces de mi barrio, que las señoritas escasean, que a veces no aparecen en “ningún lugar”.