MIAMI, Estados Unidos.- A principios de los años ochenta, poco antes del terrible terremoto que devastara zonas de Ciudad de México, integré, afortunadamente, la delegación oficial de una exposición del libro cubano a esa ciudad entrañable que me dio el primer atisbo de una sociedad libre, luego de sobrevivir en el castrismo desde 1962, cuando mi familia regresó a Cuba procedente de los Estados Unidos, en calidad de “repatriados”.
Nunca supe por qué había sido elegido por el entonces jefe de la llamada Dirección de Literatura del Ministerio de Cultura, el comisario Carlos Martí, quien, por cierto, parece haberse disipado en la bruma de su oficio ideológico luego de algunos otros cargos, tal vez agobiado por la frustración y el alcoholismo.
En la delegación también participaba el director del Instituto Cubano del Libro, funcionario cordial y llevadero, ya fallecido, que respondía al nombre de Pablo Pacheco, quien se atrevió a acompañarme a la casa de Trotsky en Coyoacán.
Durante el montaje e inauguración del evento quedaba claro que la embajada castrista en la Ciudad de México era un activo nido de espías, campeando por su respeto, encargados de garantizar la pulcritud ideológica de la muestra.
Desde entonces, siempre he vuelto a México. De hecho, escapé por esa vía hacia la frontera de los Estados Unidos en 1992.
Acabo de regresar de otra visita a México donde incursioné en ciudades que ostentan su propia magia como Cuernavaca, Atlixco, Puebla y Oaxaca.
Vi una población joven, vital, lidiando inteligentemente con la pandemia, que parecen haber mitigado, no obstante, sus miles de habitantes desandando las enormes urbanizaciones a cualquier hora del día. Personas laborando, buscándose la vida.
Librerías abiertas con numerosos lectores curioseando y hasta tiendas que todavía expenden CD y álbumes de acetato, donde los clientes se interesan por su música predilecta.
Los Beatles puntuales en la vidriera y la imagen glamorosa de Olga Guillot en el medio punto de la enorme ventana del Museo del Estanquillo, que alberga la colección personal del escritor Carlos Monsiváis, ya fallecido, a quien tuve la suerte de conocer y luego invitar a nuestra Feria del Libro en Miami.
Siempre me asombra que en la megalópolis de 23 millones de habitantes nunca falta el agua y su deslumbrante gastronomía sigue haciendo las delicias de todas las clases sociales.
Durante este viaje reparé que han agregado unos estanquillos donde se venden plátanos maduros fritos para llevar, como si fueran papitas, que pueden ser escanciados con las más imaginativas salsas.
En todas las ciudades visitadas los transeúntes no dejan de degustar alimentos. Sin embargo, no se nota sobrepeso como resulta obvio en los Estados Unidos.
Esta vez experimenté en México menos contaminación ambiental y no encontré ninguna persona que manifestara simpatía por el castrismo como en viajes anteriores. No me vi en la necesidad de recordarles que toda esa comida desaparecería mediante la varita mágica del comunismo, así como el agua corriente, el transporte público y hasta las numerosas y encantadoras iglesias si, finalmente, se entronizara la versión más criminal del socialismo.
Los ideólogos castristas se pasan la vida vendiendo su tinglado social de absoluto fracaso, en tierra arrasada donde no se da ni la calabaza.
Menoscaban, sin vergüenza, las democracias en vías de desarrollo como la mexicana, que sigue recibiendo a miles de cubanos, admirados y queridos en esas geografías donde buscan un respiro.
Vi cientos de familias jóvenes cuidando sus hijos y velando por sus ancianos, con la posibilidad real de desarrollarse en busca del bienestar y la felicidad.
Paradójicamente, en México la mayor cantidad de turistas eran nacionales, explorando los atractivos de sus ciudades durante las festividades de Navidad y Año Nuevo. Nadie les decía en cual hotel no se pueden hospedar y en este restaurante no serán atendidos.
Entonces no pude evitar pensar en mis coterráneos trabados en una trampa sin fin, donde solo protestan frente a un consulado extranjero en La Habana para escapar y agonizan en colas interminables, aguardando las sobras de la nomenclatura gobernante, sin esperanza, ni libertad.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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