LA HABANA, Cuba – Las impresionantes imágenes de la Guardia Nacional Bolivariana reprimiendo las marchas en Venezuela, revelan un crudo contraste entre la capacidad alcanzada por la humanidad para comunicarse a nivel global a una velocidad vertiginosa, junto a la existencia de un comportamiento de gorilas, el poder usando sus bestias contra civiles desprotegidos.
Muy mal andan las cosas en una nación cuyo presidente, supuestamente electo por la vía democrática en las urnas para guiar a buen puerto el destino de todos los ciudadanos y no solo el de sus seguidores, ha adoptado la represión como recurso para instaurar “la paz”, y atiza el fuego del odio y la polarización como medios para “solucionar” la crisis del país. Una actitud que solo significa el fracaso de su desempeño político, más allá del tiempo que logre mantenerse en el poder todavía.
La complejidad de la coyuntura venezolana se refleja también en el hecho de que las protestas que se vienen realizando sostenidamente desde el pasado 12 de febrero no están convocadas ni lideradas desde las figuras conocidas de la oposición, sino que son manifestaciones mayoritariamente estudiantiles y cívicas contra un gobierno que trata de consolidarse como dictadura. La inconformidad ha estado creciendo desde la sociedad, no solo por las crecientes carencias y secuestro de las libertades ciudadanas, sino también desde que el presidente Nicolás Maduro solicitara y obtuviera del Parlamento la libertad plena para ejercer el despotismo a su arbitrio.
Y aunque a Maduro se le ha ido de las manos el control de la situación (si es que alguna vez lo tuvo), y tendrá la triste aunque merecida providencia de pasar a la historia de ese país como el perfecto chivo expiatorio de un experimento castro-chavista que parece estar llegando a su fin, lo cierto es que tampoco el finado Hugo Chávez hubiese estado en condiciones de sostener indefinidamente el proyecto bolivariano ante una economía que en el momento de su muerte ya había entrado en cuenta regresiva tras 14 años de disparatadas políticas. El desenlace es solo cuestión de tiempo.
El final de un pretendido paradigma
Resulta axiomático que todo proyecto de izquierda de inspiración “cubano-fidelista-marxista-martiano”, y desde hace unos años también “chavista-bolivariano”, que logra alcanzar el poder político en Latinoamérica, porta en sí mismo todos los elementos esenciales que –pensados originalmente para perpetuar a la nueva clase dominante– conducen a su fracaso: el desprecio por la propiedad, el populismo como plataforma para sustentar los programas político-ideológicos del gobierno, la destrucción de la infraestructura y de las instituciones heredadas de períodos anteriores, eliminación o limitación (radical o gradual) de las libertades ciudadanas, reformulación de la base jurídica a favor de los intereses del nuevo poder, identificación de un enemigo externo que entorpece o impide los logros del programa de gobierno, entre otros.
Este último elemento, que décadas atrás permitió a F. Castro la polarización de la sociedad desde el poder con el establecimiento de un parte-aguas entre el gobierno y sus seguidores (los buenos, los patriotas), y los opositores (los malos, los apátridas), constituye actualmente una puerilidad política que no está arrojando los dividendos de décadas anteriores, dado que el villano de siempre, el gobierno estadounidense, no se está mostrando muy interesado en tomar parte de los conflictos latinoamericanos, cuestión ésta que debilita los arrebatos patrioteros regionales de un subcontinente con un pasado histórico plagado por las intervenciones del poderoso vecino del norte.
Por si fuera poco, la llamada “revolución bolivariana” soporta, además, una carga adicional: si bien la de Castro asumió con relativo éxito un liderazgo simbólico regional manejado hasta hoy –preciso es reconocerlo– con suma habilidad por la cúpula cubana; la de Chávez se arriesgó a asumir el liderazgo económico al subsidiar los proyectos de izquierda (y otros afines) de la región, dilapidando con mano generosa los recursos energéticos naturales de Venezuela con el consecuente deterioro de la propia economía venezolana, lo que en definitiva ha conducido a la actual crisis. Resumiendo, así como antaño Fidel Castro se fabricó una imagen de mesías, a Hugo Chávez en su momento le correspondió la del mecenas, en tanto Maduro algún día acabará siendo para las volubles masas “el tipo que lo echó todo a perder”.
Por demás, y para mal de los izquierdosos radicales, es el petróleo venezolano el sustento de esa entelequia llamada ALBA, concebida como locomotora económica de la “integración latinoamericana” que tanto populismo patriotero ha permitido renacer en una región particularmente adicta a la sensiblería y a los caudillos. Poca ventura podría vaticinarse a una alianza cuyo eje central anda con la casa patas arriba. Por las dudas, cada caciquillo medianamente astuto estará echando cuentas y guardando sus propios ahorros personales bajo el colchón. Cuando eventualmente el socialismo del siglo XXI acabe despeñándose en su envoltura chavista, arrastrará consigo a cuantos parásitos se nutren de Venezuela. Es muy probable que, al menos en esa nación, a la izquierda fundamentalista le espere entonces un larguísimo sueño.