GUANTÁNAMO.- Por estos días se cumplen veinte años de la visita de Juan Pablo II a Cuba, realizada entre el 21 y el 25 de enero de 1998 y que comprendió la capital del país, Santa Clara, Camagüey y Santiago de Cuba.
El papa abordó temas como los derechos humanos, la familia, la niñez, la protección a los concebidos no nacidos y a las personas en situaciones vulnerables y sus palabras fueron escuchadas por decenas de miles de cubanos.
En el avión MD-11 de Alitalia, que lo condujo a Cuba, el papa tuvo un encuentro con los periodistas que lo acompañaron. Sobre los derechos humanos dijo: “Está claro: los derechos humanos son derechos fundamentales y constituyen la base de todas las civilizaciones de una sociedad civil regular. He mantenido esta convicción y este compromiso a favor de los derechos humanos tanto en Polonia como en los demás países, frente a la Unión Soviética, al sistema soviético y a los sistemas comunistas y totalitarios”.
Y cuando le preguntaron si era posible conciliar la revolución de Cristo con la de Castro, respondió: “Hay que comenzar por la palabra ‘revolución’, porque se ve que es una palabra muy analógica; puede ser revolución de Cristo, pero puede ser revolución de Castro, y no solamente, también una revolución como la de Lenin. Así, pues, son dos civilizaciones: la revolución de Cristo quiere decir revolución del amor; en cambio, la otra es la revolución del odio, de la venganza, de las víctimas”.
A su llegada a La Habana, el 21 de enero de 1998, dijo: “Acompaño con la oración mis mejores votos para que esta tierra pueda ofrecer a todos una atmósfera de libertad, de confianza recíproca, de justicia social y de paz duradera”.
Al día siguiente, en Santa Clara, refiriéndose a la crisis de valores existente en la sociedad cubana declaró: “Es necesario recuperar los valores religiosos en el ámbito familiar y social, fomentando la práctica de las virtudes que conformaron los orígenes de la nación cubana, en el proceso de construir un futuro ‘con todos y para el bien de todos’, como pedía José Martí”. Luego afirmó: “Los padres, sin esperar que otros les reemplacen en lo que es su responsabilidad deben poder escoger para sus hijos el estilo pedagógico, los contenidos éticos y cívicos y la inspiración religiosa en la que desean formarlos integralmente” , un derecho que el gobierno cubano niega a las familias cubanas al imponerles obligatoriamente a sus hijos un sistema de enseñanza ideologizante, lo cual constituye una violación del artículo 26.3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
El 23 de enero, en Camagüey, dirigiéndose a los jóvenes, el papa afirmó: “La Iglesia tiene el deber de dar una formación moral, cívica y religiosa, que ayude a los jóvenes cubanos a crecer en los valores humanos y cristianos, sin miedo y con la perseverancia de una obra educativa que necesita el tiempo, los medios y las instituciones que son propios de esa siembra de virtud y espiritualidad para el bien de la Iglesia y de la Nación”.
Luego les dijo: “Queridos jóvenes, sean creyentes o no, acojan el llamado a ser virtuosos. Ello quiere decir que sean fuertes por dentro, grandes de alma, ricos en los mejores sentimientos, valientes en la verdad, audaces en la libertad, constantes en la responsabilidad, generosos en el amor, invencibles en la esperanza. La felicidad se alcanza desde el sacrificio. No busquen fuera lo que pueden encontrar dentro. No esperen de los otros lo que ustedes son capaces y están llamados a ser y a hacer. No dejen para mañana el construir una sociedad nueva, donde los sueños más nobles no se frustren y donde ustedes puedan ser los protagonistas de su historia. ¡Que Cuba eduque a sus jóvenes en la virtud y la libertad para que puedan tener un futuro de auténtico desarrollo humano integral en un ambiente de paz duradera!”.
Pero en mi opinión el momento más álgido desde el punto de vista político y sentimental de esta visita ocurrió el 24 de enero en Santiago de Cuba, cuando el entonces Arzobispo Monseñor Pedro Meurice, dijo ante la multitud reunida en la plaza Antonio Maceo:
“Santidad, este es un pueblo noble y es también un pueblo que sufre. Este es un pueblo que tiene la riqueza de la alegría y la pobreza material que lo entristece y agobia casi hasta no dejarlo ver más allá de la inmediata subsistencia. Este es un pueblo que tiene vocación de universalidad y es hacedor de puentes de vecindad, pero cada vez está más bloqueado por intereses foráneos y padece una cultura del egoísmo, debido a la dura crisis económica y moral que sufrimos”. (…) “Le presento además, a un número creciente de cubanos que han confundido la patria con un partido, la nación con el proceso histórico que hemos vivido en las últimas décadas y la cultura con una ideología”.
Ante los disgustados dirigentes castristas sentados en la primera fila, Monseñor Meurice también afirmó: “Somos un único pueblo, que, navegando a trancos sobre todos los mares, seguimos buscando la unidad, que no será nunca fruto de la uniformidad, sino de un alma común y compartida a partir de la diversidad”.
Hasta entonces jamás el pueblo cubano había escuchado tantas verdades en una plaza pública, dichas desde la otredad, ajenas a la propaganda del oficialismo.
Por ser portadoras de las ideas de quienes en Cuba aún carecen de espacios públicos y libertad para decir y defender lo que piensan sin ser reprimidos, y de sentimientos hondamente enraizados en millones de cubanos, las palabras de Monseñor Pedro Meurice quedaron para la historia y estuvieron entre lo más significativo de la histórica visita de Juan Pablo II a Cuba.