LA HABANA, Cuba.- El ritornelo de que la revolución de 1959 fue el evento histórico de mayor trascendencia desde que Cuba se convirtió en una república cuenta con algunos asideros retóricos que convencen. No obstante el balance final poco tiene que ver con el prestigio y la gloria.
Ciertamente la implantación de la dictadura del proletariado trajo, sobre todo en los primeros años, beneficios para los sectores más desposeídos.
Por ejemplo la reforma agraria sacó a muchos campesinos de la extrema pobreza con la entrega por parte del Estado de parcelas de tierra en usufructo.
Por otro lado, la campaña de alfabetización a nivel nacional tuvo efectos muy positivos en relativamente poco tiempo. El índice de iletrados fue reducido al mínimo.
Hubo otras acciones, como la reforma urbana que proveyó a cientos de familias de casas y apartamentos, abandonados por sus legítimos propietarios a raíz de la guerra sin cuartel del nuevo gobierno contra los rezagos capitalistas.
En realidad se vivió una época llena de esperanzas en relación al progreso en el más amplio sentido del término.
Una mayoría casi absoluta confiaba en el futuro luminoso que propalaban todos los medios de comunicación que ya habían sido expropiados por quienes irían develándose como hombres de rancia estirpe estalinista.
Esa fe ciega en los maratónicos discursos de Fidel que desdibujaban un entorno paradisíaco fue la antesala de las dudas y el rechazo, incluso dentro de las clases que más se habían favorecido con la instauración del socialismo.
Con la Ofensiva Revolucionaria de 1968, que determinó el cierre de los negocios particulares que sobrevivían a duras penas entre el auge de posiciones del gobierno cada vez más ortodoxas y el desastre de la Zafra de 1970, donde los prometidos 10 millones de toneladas de azúcar quedaron como otra fallida aspiración, comenzó la marcha hacia el descalabro.
El tercermundismo cubano no será el peor del hemisferio, pero dista de ser ese que los propagandistas nacionales y quienes le hacen coro allende los mares abordan sin reparar en elogios y sobredimensionamientos de éxitos.
A pesar de los camuflajes de ocasión, la situación de Cuba ha ido de mal a peor.
Los ecos de la euforia inicial hace años se apagaron para dar paso a la incertidumbre y el deseo irracional de irse, por cualquier vía, para un país donde se pueda vivir sin tantas prohibiciones absurdas, carencias de todo tipo y la sombra, en acecho, de un policía real o imaginado.
Un periplo por el centro y la periferia de La Habana ofrece las claves para asegurarse de que la revolución devenida en castrismo puro y duro fue un craso error.
Lo grave del asunto es que los culpables directos del desliz no quieren enmendarlo ni dejan que otros hagan una labor de muchos sacrificios, tiempo y paciencia.
La abundancia de ruinas, inmundicias y personas desequilibradas a causa del medio donde han tenido que desarrollar sus proyectos de vida, es suficiente para subrayar la disfuncionalidad del modelo de ordeno y mando.
Su implantación valió la pena solo para quienes lo concibieron desde que estaban en las montañas de la Sierra Maestra luchando contra las fuerzas al servicio del régimen de facto.
Ellos se enriquecieron a manos llenas. El pueblo ha tenido que contentarse con las migajas y las proposiciones de un futuro grandioso. El mismo que prometieron hace 57 años y que no acaba de aparecer en ningún punto de la geografía nacional, excepto en los refrigerados dominios de la llamada Nueva Clase.
El calificativo ideado por el político y escritor yugoslavo, Milovan Djilas, que militó en el partido comunista de esta nación durante la Segunda Guerra Mundial tiene plena vigencia en Cuba y la tendrá mientras el partido de la hoz y el martillo sea el único dueño de las llaves del poder. El fin de esa prerrogativa permanece distante e intangible como la línea del horizonte.