LA HABANA, Cuba. – Quizás por rechazo a la adoración de héroes útiles a los que se ha despojado de su esencia humana, así como por la exagerada manipulación de las efemérides por parte de tirios y troyanos, rara vez las fechas patrias me motivan. Sin embargo, entre los sucesos de la Historia de Cuba hay dos fechas del mes de mayo que me conmueven de manera particular.
Este día 19 se conmemoran 120 años de la muerte en combate de José Martí, y apenas un día después asistiremos al 113 aniversario del nacimiento de la República por la cual él ofrendó la vida. Por esos caprichos de la Historia, la muerte de Martí, tras solo 42 años de intensa vida, selló su aura de eternidad para los cubanos.
La tan añorada República, sin embargo, vivió a duras penas por solo medio siglo, sustituida violentamente por dos dictaduras consecutivas: la de Fulgencio Batista en 1952 y la de la dinastía Castro desde 1959. Entre ambas suman ya 63 años y aún no se divisa el final del medioevo político que reina en la Isla. La realización del sueño martiano fue, pues, imperfecta y efímera.
¿La república “que quiso Martí”?
Sin dudas, el Martí persona debió ser mucho más interesante y amable que el encartonado Martí héroe en el cual fue convertido para el altar patriotero. De hecho, el apostolado martiano impuesto por los poderes arrastra el enorme peso de un mito insuperable –y como tal, supra humano–, con una carga mimética tal que termina siendo el símbolo libertario aceptable (y aceptado) por todos los discursos emancipadores de Cuba de todos los tiempos, pero distante y ajeno de la existencia diaria del cubano común.
“Con todos y para el bien de todos” es, desde el nacimiento de la República –y también tras su deceso– la primera oración de la doctrina nacional cubana. Así lo aprenden los niños por repetición, nunca por convicción, desde la enseñanza primaria, a través de los libros de la historia oficial. Los de antes de 1959 y los de ahora.
Desde luego, no podemos negar las razones de parir una leyenda para la nación. La República, se entiende, precisaba de sus propios mitos para reforzar la cubanía y la independencia del pasado colonial. Es sabido que no existen Patrias sin héroes fundadores y sin profetas. Así, más allá de las reales e imaginarias virtudes y valores de José Martí, de no haber existido el héroe la nueva república –que se incorporaba rezagada al concierto americano de naciones libres– hubiese tenido que inventárselo.
Y tal fue el empeño en fabricar un ídolo lo suficientemente creíble que éste acabaría siendo la justificación intelectual del despeñadero por el que rodaron los despojos de la República: el asalto al cuartel Moncada protagonizado desde la distancia por un falso discípulo espiritual de José Martí, sin obra y sin gracia, pero con la habilidad suficiente para hacerse con el poder absoluto sobre Cuba y los cubanos, parasitando oportunista sobre el pedestal de la fe martiana que se había cultivado con exquisito celo desde 1902.
Pocos cubanos se cuestionan hoy la distorsión entre la frase acerca de la república que soñaba el Apóstol y la realidad que se ha vivido a lo largo de la historia de Cuba. Es decir, ¿cómo armonizar por completo la pregonada pureza del ideal (liberal) martiano con aquella República de “generales y doctores”, con la violencia de las revoluciones, los golpes de estado, las profundas diferencias sociales, la pobreza extrema de amplios sectores campesinos, la corrupción, el fraude electoral, la incultura cívica, que alimentaron –para mal de todos– el descontento popular?
Pero fue la revolución cubana la que se encargaría de contaminar más perversamente el mito martiano, demostrando de paso que las doctrinas del Apóstol que el sátrapa de turno “traía en su corazón” no habían calado con suficiente fuerza en el espíritu de la nación. De haberlo hecho, ¿cómo explicar tanta irresponsabilidad al aceptar como buena la muerte de la República civil, suplantada por un poder militar omnímodo? ¿Cómo relacionar, después de 1959, el ideario martiano de independencia y su expreso rechazo al socialismo –al que el Apóstol tildó justamente de “esclavitud moderna”– con el entreguismo vergonzoso de Cuba al comunismo soviético y con el establecimiento de una dictadura que ha hecho revivir de mil maneras los peores males de la Colonia, sin permitir siquiera los pequeños espacios de libertad reconocidos por España tras el Pacto de Zanjón, como fueron la libertad de imprenta, de reunión y de asociación, entre otros?
Definitivamente, como cubana, no creo que ningún hombre –mucho menos un héroe– debería tener el derecho de soñar el futuro de toda una nación, por muchos méritos patrióticos que acumule o porque la muerte lo haya alcanzado persiguiendo su consecución. En descargo de ese cubano brillante que fue José Martí, hay que reconocer que no nos impuso ningún sueño suyo; sino que apenas nos propuso un destino mejor para todos, que después los mercaderes de la política se encargaron de enlodar.
Pero hay algo muy valioso y humano tras los pomposos títulos de Héroe de Dos Ríos, “el más universal” de los cubanos, el inmaculado “Apóstol” o el “autor intelectual” de la más larga pesadilla nacional; y es su capacidad de soñar con una República posible y su valor para luchar por la realización de ese sueño. Quizás sea esa cualidad suya el mejor legado para los cubanos en estos tiempos de desesperanza y apatía, que nos animaría a soñar otra vez la República permanente que queremos y también a encontrar la voluntad y cohesión suficiente para hacerla.