LA HABANA.- Como soy una anciana que lleva algunos años viviendo sola, tengo como norma no aceptar desconocidos en mi casa.
Hace unos días, un hombre joven me pidió que lo atendiera y me extendió una hoja de papel, doblada varias veces. Se trataba de una vieja crónica mía, publicada en CubaNet el 19 de diciembre de 2017, titulada “El hombre que fusilaron en 1989”.
Lo miré sin comprender y su rostro me resultó agradable. De ojos y cabellos claros, vestía de forma muy humilde y era de alta estatura. Hablaba en voz baja, como preocupado por si alguien nos escuchaba, y hasta me dio por pensar que ese hombre, o no sabía sonreír, o se había olvidado de hacerlo.
“Desde entonces me di a la tarea de llegar a su casa para conocerla. Casi somos vecinos”, me dijo.
La conversación se extendió más de lo previsto. Aunque no pueda decir su nombre, ni el de su padre, un militar que sufrió un infarto el mismo día que se anunciara en la prensa que Ochoa y sus compañeros habían sido fusilados antes del amanecer del 13 de julio de 1989, sí me dio permiso para escribir sobre su visita.
—¿Por agradecimiento? —le pregunté.
—Es primera vez que leo algo sobre aquella historia, escrita por alguien que vive en Cuba y tan cerca de mí. ¿No tiene miedo?
—No, lo perdí hace tiempo, cuando me pasó por encima una de esas aplanadoras de hacer calles. Además, a mi edad, como vemos la muerte ya tan cerca, nada nos asusta.
Y me contó su historia, de cuando tenía diez años y en su hogar todo se trastocó. Ni siquiera llegaban visitas y él tenía que cuidarse de con quienes jugaba o hablaba en la escuela.
Su historia es dramática y además muy poco conocida. Pero teniendo en cuenta que el General de División Arnaldo Ochoa fue un hombre muy querido, respetado y admirado entre los militares, aquellos que sufrieron su final tuvieron que haber afrontado grandes traumas en el seno familiar. No creo que la admiración y el respeto que se sienten durante años por alguien se borren así como así, mucho menos ante un escenario preparado bruscamente por una necesidad política imperiosa, donde se usó la astucia y la inteligencia maquiavélica.
—¿Tu padre enfermó de sufrimiento cuando supo la noticia del fusilamiento de Ochoa?
—Sí —respondió él—, yo lo vi llorando como un niño, desconsoladamente, como mismo lloró Raúl.
—Pero él murió del sufrimiento.
—Murió de eso. Yo estaba a su lado y me abrazaba y yo no entendía lo que me quería decir.
—¿Crees que todavía hoy, al cabo de tantos años, aquel amor y aquel respeto por ese hombre estén olvidados dentro del viejo mundo militar cubano?
—No, claro que no. Si mi padre viviera, estoy seguro de que sentiría lo mismo de ayer. Mire, esta crónica suya yo la guardo entre las cosas que me regalaba de niño, donde guardo además las fotos que él y Ochoa se hicieron en el extranjero, siendo aún jóvenes.
—¿No tienes miedo?
No, me respondió y hasta de momento pensé que iba a sonreír, cuando me repitió lo mismo que yo le había dicho:
—A mí también me pasó una aplanadora por arriba.