MIAMI, Estados Unidos.- Uno de esos domingos, donde mi esposa y yo solemos explorar la legendaria y cubanísima ciudad de Hialeah, me dio por buscar la escuela primaria donde cursé hasta el cuarto grado.
El GPS me hizo cruzar por un suburbio de hogares muy atildados donde, a principio de los años sesenta, también asentaron su residencia mis padres, huyendo del frío implacable de Chicago e impelidos por un matrimonio amigo, quienes recomendaban mucho este lugar donde crecía exponencialmente la población cubana, a la fuga del desconcierto castrista.
La escuela primaria, en cuestión, se nombra Mae M. Walters, a la cual acudíamos caminando por estar muy cerca de nuestra casa.
El mencionado domingo de nostalgia me personé frente a este pedazo de mi memoria afectiva y reproduje un cuadro de total regocijo. Dos de mis hermanos deben haber estado junto a mí, acompañados de nuestra madre diligente para que entráramos a las aulas donde transcurrirían nuestras jornadas de aprendizaje.
Casualmente, el domingo que regresé a Mae M. Walters Elementary School, poco más de medio siglo después, le pregunté a una muchacha que salía por su puerta principal si era posible entrar sólo algunos minutos.
Le hice un resumen de mi historia, que le habrá parecido de ciencia ficción o de horror, pero me dejó acceder al inmueble y fue cuando confesó que, desde hacía dos años, fungía como directora de la escuela.
Mileydis Torrens es su nombre y le pregunté si era cubana, a lo cual me respondió afirmativamente. Entonces quise saber si había nacido aquí y me dijo que procedía de Cuba. Admirable, pensé, pues alcanzó una profesión muy distinguida y disputada en el sistema educacional de los Estados Unidos, el cual conozco por haberme jubilado del Miami Dade College.
Nada ajeno a las escuelas de Hialeah, donde la prensa local da cuenta de no pocos alumnos que continúan sus estudios, con becas, para las más prestigiosas universidades americanas, la llamada Ivy League.
En la tarja que anuncia la fundación de la escuela en 1954 no hay nombres de origen hispano. En mi aula de principios de los años sesenta recuerdo que casi todos mis compañeros eran americanos.
Actualmente las estadísticas online de la escuela indican que el 98 % de sus más de 500 alumnos, de buen rendimiento académico, son de origen hispano.
Mi vida debió haber cursado de tal modo, pero mis padres cometieron un error involuntario y regresamos a Cuba en 1962, poco después de haber terminado aquel cuarto grado que ahora recuerdo parado frente Mae M. Walters Elementary School.
La foto de fin de curso que lo atestigua, la perdí al cruzar el río Bravo, donde por poco me ahogo, y no tuve otra alternativa que soltar la maleta, con recuerdos entrañables, arrastrada por la corriente.
Años después, en La Habana, cuánto eché de menos ser simplemente un alumno aplicado tratando de sacar las buenas notas que enorgullecieran a mis padres, rodeado de amigos con quienes conversaba sobre las trivialidades propias de nuestra edad.
Del encanto de Hialeah, con su bienestar de suburbio americano, cómodo y accesible, viajamos a la incertidumbre de la recién estrenada urbanización de La Habana del Este, diseñada y comenzada por la administración de Batista y luego transfigurada en Ciudad Camilo Cienfuegos por el castrismo, debido a su población eminentemente obrera, según aclara un sitio oficialista online.
Temprano percibí la diferencia, entre la educación y el adoctrinamiento, aunque todavía contaba con el solícito apoyo de maestras diplomadas antes de 1959, tan acongojadas como nosotros los alumnos, tratando de dilucidar aquel régimen siniestro de donde no podíamos escapar.
Ahora disfruto los anuncios en el pasillo de mi escuela de Hialeah, donde los mejores alumnos son encomiados por su aprovechamiento académico y por la ayuda, desinteresada, que puedan brindar a la comunidad circundante, y me acuerdo de los dazibaos castristas de “pioneros por el comunismo, seremos como el Che”, de la infancia enredada en las patas del caballo ideológico, furioso, sin espacio para disentir.
En La Habana del Este, era el “repatriado” de mensaje secreto sobre un mundo sin atropellos políticos, y no aquel que estábamos padeciendo de: “viva Fidel”, “la escuela al campo” y el miedo perenne de no comulgar con el dogma “verde olivo”.
En La Habana fui siempre aquel inadaptado y taciturno niño cubano de Hialeah, ciudad añorada de mis recuerdos felices. En 1992 escapé para siempre de esa pesadilla y me reencontré con el país que nunca debí abandonar.
Recibe la información de CubaNet en tu celular a través de WhatsApp. Envíanos un mensaje con la palabra “CUBA” al teléfono +1 (786) 316-2072, también puedes suscribirte a nuestro boletín electrónico dando click aquí.