LA HABANA.- Alicia Alonso ha partido para Washington para asistir a la clausura del Festival de las Artes de Cuba en el Kennedy Center, pues el Ballet Nacional cerrará con broche de oro el mayor evento artístico cubano celebrado en Estados Unidos, incluso el mayor celebrado alguna vez fuera de Cuba. Sin duda alguna, nuestros artistas han demostrado una vez más su talento, pero una vez más también el castrismo ha demostrado su talento… para manipularlo todo a su favor.
Porque ha sido en primer lugar una colosal y costosísima campaña propagandística, un operativo de blanqueo de capital político y un ataque mediático directo al corazón del imperio con una de las armas predilectas del régimen cubano, el arte, artefacto que puede sustituir el material bélico usual cuando lo que se pretende es la guerra por otros medios.
El castrismo, aunque ya no la repita tanto como antes, nunca podrá renunciar a la máxima de que “el arte es un arma de la Revolución”. Arma de propaganda, se entiende. De lo contrario, estaría reconociendo que el arte es importante en sí mismo. Que es libre en esencia. Eso significaría dejar un arma poderosa fuera de su poder. O sea, en manos del eventual enemigo.
Ciertamente, parece un lenguaje tremendista y muy sesgado, pero un régimen centrípeto que no quiere dejar ningún hilo suelto en el tejido social solo puede comprender en términos bélicos: los elementos culturales y mediáticos que no se le subordinen estarán siempre “anclados firmemente en estereotipos probados de guerra cultural”, como dice Miguel Díaz-Canel.
La delegación que asistió al Kennedy Center era un batallón de más de 400 guerreros culturales con una misión que cumplir: representar al gobierno. Por eso, antes del viaje, se reunieron con ellos funcionarios de distintos organismos del Estado, quienes les describieron la delicada situación que enfrentarían, donde muchos ojos y cámaras estarían captando cada detalle que “pudiera afectar la imagen de la revolución”.
Los primeros en regresar de Washington, fueron recibidos por el presidente designado como soldados que han cumplido una orden, como deportistas que han ganado medallas que despiertan la admiración o como médicos internacionalistas: “demostraron, además del talento, el compromiso, y demostraron que a Cuba hay que respetarla”, dijo Díaz-Canel. Cuba significa el gobierno cubano.
“Ustedes demostraron que podemos convivir en paz a pesar de nuestras diferencias”, le aseguró a un auditorio en que también se encontraban nada menos que miembros de la combativa delegación artística que cumplió la misión de actuar en Lima, Perú, en abril pasado, durante la VIII Cumbre de las Américas.
“Este es un reconocimiento más que oficial, sentimental, para agradecer a todos los artistas en nombre del Gobierno, del Partido y del pueblo en general, por haber demostrado la fortaleza de su identidad de una manera muy comprometida y creativa”, añadió el mandatario, describiendo la actuación en Lima como “un escenario de conflicto abierto” y el festival de Washington como “uno igualmente retador”.
¿Con cuánta seriedad pueden ser tomadas las aseveraciones de la vicepresidenta de Programación Internacional y Danza del Kennedy Center y curadora del Festival de las Artes de Cuba, Alicia Adams, cuando afirma, por ejemplo, que “ni el Gobierno cubano ni el estadounidense nos dictaron quiénes tenían que ser los artistas”? También dice: “Yo no pregunto a los artistas sobre sus posturas políticas. Sólo me fijo en su arte”.
Cuando Adams subraya que “no estoy buscando artistas que protesten o que estén altamente politizados”, ya se comprende entonces por qué no fueron invitados al Kennedy Center ni Paquito D’Rivera ni Arturo Sandoval o Willy Chirino, escandalosamente ausentes. Porque no es cierto que ella solo se haya fijado en el talento de los artistas.
Hace más de un año, Carole Rosenberg, directora ejecutiva del Havana Film Festival de New York, explicó que la eliminación de la competencia oficial del filme Santa y Andrés, del joven director cubano Carlos Lechuga, no se había debido a presiones de La Habana: “Nuestra misión es construir puentes y siempre nos hemos mantenido fuera de los asuntos políticos de ambos países. No nos metemos en chismes políticos”.
Pensar que la invitación a Pablo Milanés —a quien los talibanes cubanos consideran nada menos que un hipercrítico— fue una muestra de inclusión o de equilibrio, resulta cuando menos ingenuo. Además de perseguir esa percepción, los organizadores cubanos han tenido en cuenta que eso puede ablandar un poco al músico protestón.
Si el talento de los artistas ha brillado, como dije, más ha brillado el de los oscuros policías de la cultura que, nuevamente —según demostró antes Carole Rosenberg y demuestra ahora Alicia Adams—, han conseguido llevar el largo brazo de la censura castrista hasta el corazón de Estados Unidos —antes a New York, hoy a Washington— con un éxito alarmante.