LA HABANA, Cuba.- “Somos un cuerpo represivo”, al terminar de decirlo, la oficial de policía Milagros se sorprendió de sus propias palabras. Quizás se percató de que había “metido la pata”. O tal vez pensó en la reprenda que le darían sus superiores por haberlos delatado.
Aquella mañana había sido citada para la estación de policía de Zapata y C, en La Habana. Suponía que sería un interrogatorio, con su infalible dosis de intimidación, por mi trabajo como periodista independiente. Mientras aguardaba en la sala de espera, un local de unos 50 metros cuadrados, no pude menos que percatarme de la decoración: al menos una docena de carteles con imágenes y frases de Fidel y Raúl Castro.
Aquello me pareció una suerte de augurio funesto. Esos enunciados e individuos poco armonizaban con la supuesta función social de ese cuerpo. Y, pese a que la Policía, en cualquier país, tiene la misión de garantizar la seguridad ciudadana, nunca me había sentido menos segura como en ese lugar.
La Policía Nacional Revolucionaria de Cuba (PNR), esa que existe hoy, se creó en enero de 1959 tras el triunfo de Fidel Castro. Vino a suplir a la Policía Nacional, entidad que, según se alegó por entonces, había quedado desprestigiada por su complicidad con la dictadura de Fulgencio Batista. Sesenta y un años después, poco o nada ha cambiado. Continúan con una depauperada reputación entre la población cubana, ganada por su constante empleo de la violencia, la corrupción y su complicidad con la dictadura castro-comunista.
Hoy los arrestos arbitrarios, las golpizas, secuestros, intimidación y torturas a los disidentes y sus familiares, por parte de la Seguridad del Estado y de la PNR, están a la orden del día, forman parte de mecanismos de represión adaptados al nuevo contexto y también aprehendidos de la KGB rusa y la Stasi alemana.
Algunos se dejan utilizar por mediocridad, por ese adoctrinamiento que justifica los atropellos en la “defensa de la Revolución del imperialismo yanqui y de los mercenarios traidores a la patria”. Otros por simple oportunismo, porque ello implica prebendas como casa, carro, moto o unas vacaciones al año en una villa; cosas con las que solo soñaron en medio de su miseria.
“Yo sé que esto es injusto, pero no puedo hacer nada. Si me niego me deportan para mi pueblo, donde me voy a morir de hambre. Es más, si yo hago lo que tú estás haciendo allá, en Songo-La Maya, me matan a palos y nadie se entera”, le confesó un guardia a un opositor cuando lo metió en la celda en la capital cubana.
Aunque son los menos, hay otros con más vergüenza que sí se han negado a ser parte de esos abusos. Mario cuenta que tuvo que pedir la baja del Ministerio del Interior (MININT) luego de oponerse a las golpizas a las Damas de Blanco. “Cuando un hombre golpea a una mujer —agregó— deja de ser eso: hombre. Además, ellas son mujeres indefensas, que no han cometido delito alguno”.
Yo tampoco había cometido delito. Ni siquiera una multa en veintiséis años. Sin embargo, allí estaba, frente a una oficial de la PNR que me interrogaba sobre mi trabajo y “mis actividades subversivas en contra de la Revolución”. Yo también me asombré cuando me dijo explícitamente que ellos eran un cuerpo represivo. Ella intentó entonces enmendar su expresión: “Lo que quiero decir es que yo sé técnicas de defensa personal y en algún momento me veré en la obligación de aplicártelas”.
Prefiero imaginar que la oficial Milagros habló sin pensar, sin analizar la connotación de sus palabras. En cuyo caso, no deja de ser grave.
“Solo cumplíamos órdenes”, dirán. Eso mismo dijeron los esbirros de Batista cuando en 1959 fueron juzgados y fusilados por sus atrocidades. En cambio, Batista se escurrió a última hora y no pudo ser llevado ante la “justicia” de entonces, que seguramente le hubiera aplicado la pena máxima. Fidel y Raúl Castro tampoco podrán pagar por sus crímenes; el primero por estar muerto, el segundo, por su avanzada edad.
La realidad es que en todos los procesos pos caída de los regímenes han quedado atrás, esos que sirvieron de instrumentos a las represiones. Jóvenes imbuidos por la ambición de alcanzar un puesto y mejoras de vidas; y otros, no tan jóvenes, atrapados igualmente en el oportunismo. Para las dictaduras, todos son desechables. Pero lo que consta es que a ninguno le ha importado los descalabros, abusos y torturas que comenten; no piensan que un día la justicia les llegará —ya sea la de los hombres o la de Dios— sin importar de quiénes eran las órdenes que cumplían.
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