LA HABANA, Cuba.- Es difícil hallar a un cubano de nuestros días que no haya tenido la necesidad de acudir a la economía sumergida —o mercado negro, como también se le llama— con tal de acceder a determinado bien o servicio que la economía oficial no está en condiciones de ofertar. Muchos especialistas consideran que la primera es como un parásito que vive de las carencias e imperfecciones de esta última.
En primer término conviene dilucidar qué entendemos por economía sumergida, dado que en ocasiones esta definición suele confundirse con la de economía informal, y a su vez a este último concepto, sobre todo en sociedades de fuerte estatismo económico, acostumbran a identificarlo con cualquier transacción económica no estatal.
La economía sumergida es toda transacción económica ilegal, bien sea mediante medios de procedencia estatal, o cuando participen actores particulares sin licencia para realizar dicha transacción. En consecuencia, el trabajo por cuenta propia autorizado no clasificaría dentro de la economía sumergida, aun cuando algunos consumidores, al comparar sus precios y tarifas con los fijados por el Estado, puedan considerarlos como “sobreprecios”.
Ejemplos de economía sumergida los tenemos a diario: los almaceneros de una tienda estatal que no ponen la mercancía en venta, y después la venden a un precio superior a quienes acudan al almacén; los que vocean por los barrios las jabas de papa, sustraídas de las placitas donde el tubérculo se oferta racionadamente; las personas que revenden las entradas en la puerta de un teatro, mientras en la taquilla aparecen como agotadas; los taxistas particulares que alquilan sus vehículos sin la licencia de cuentapropistas…
El periodista José Alejandro Rodríguez publicó el pasado domingo 16 de abril en el periódico Juventud Rebelde el artículo titulado “No tan subterránea, y más peligrosa”, en el que alertaba sobre la magnitud de la economía sumergida, y sobre todo que no aparecieran, al menos públicamente, análisis académicos al respecto.
Casi todos coinciden en que el aumento de la oferta de bienes y servicios resulta esencial para combatir la economía sumergida, pues entre otras cosas, disminuiría el acaparamiento que practican muchas personas. Sin embargo, se trata de una variable que descansa sobre dos pilares que hoy parecen inalcanzables para las autoridades: elevar los niveles de producción e incrementar las importaciones de bienes de consumo. En este último caso, además de la coyuntura adversa que afrontan las finanzas externas del país, chocaría con la cacareada estrategia de “sustituir importaciones”.
Por otra parte, la economía debería de ir avanzando gradualmente hacia la prevalencia de los precios de mercado (oferta-demanda). Echemos un vistazo y comprobaremos que la economía sumergida, casi en su totalidad, opera con precios superiores a los establecidos por la planificación estatal. A la postre, y en muchos casos, al consumidor no le quedará más remedio que acudir al mercado negro para satisfacer sus necesidades debido a la escasez e ineficiencia de la gestión gubernamental.
Por último, se impone una política más flexible por parte del Estado hacia el trabajo por cuenta propia, que elimine algunas trabas y disminuya la carga fiscal de esos contribuyentes. Así, más personas obtendrían sus licencias para ejercer legalmente el cuentapropismo, y ganaría toda la sociedad.
Mas, como vemos, algunas de estas recomendaciones difieren de la estrategia trazada para la actualización del modelo económico. Esa sería una de las razones por las que no abunden los análisis académicos sobre este tema por parte del oficialismo, y todo se vuelva un llamado —uno más— a la conciencia del hombre.
De todas maneras, es muy probable que el auge de la economía sumergida despierte el temor de la nomenclatura raulista. No faltan los analistas que opinan que ese elemento aceleró la caída del socialismo en la Unión Soviética y en otras naciones de Europa oriental.