LA HABANA, Cuba. – La pasada semana, en estas mismas páginas, me fue publicado un trabajo periodístico más. En él, entre otras cosas, yo me referí a la comparecencia televisiva realizada por el peruano Pedro Castillo. En ella, el todavía presidente anunciaba la disolución del Congreso, un toque de queda y la instalación de un “Gobierno de emergencia nacional”. El político fue por lana, pero salió trasquilado: en cuestión de horas fue destituido por el Legislativo y arrestado.
Don Pedro había intentado perpetrar lo que en el argot político se conoce como un “autogolpe”, un intento de subvertir el orden constitucional realizado desde el mismo poder. Es algo de lo cual los peruanos tienen experiencias bastante recientes, pues fue justamente eso mismo lo que hizo Alberto Fujimori en 1992. La diferencia radica en que el hijo de japoneses, para hacer su movida, contó con el apoyo de la cúpula militar. Castillo, más torpe o desesperado, acometió esa aventura sin contar con ese respaldo.
En mi escrito, en el que aludí al autogolpe del señor del gran sombrerón, yo expresaba una esperanza: que, ante la enormidad de lo que pretendió hacer el destituido y en vistas de su fracaso, otros líderes izquierdistas latinoamericanos se hicieran “los chivos con tontera”, no dándose por aludidos con lo sucedido en el país andino. Ahora debo reconocer que, al hacer esa presunción, tuve parte de razón, pero no toda ella.
Es cierto que con Pedro Castillo no ha habido un respaldo unánime, como sí lo hay con la corrupta Cristina Fernández de Kirchner o lo hubo en su tiempo con el hondureño Mel Zelaya. Y es verdad que un apoyo incondicional al peruano habría representado un grado de desparpajo difícilmente superable. ¡Si es que este señor realizó su intentona anticonstitucional ante las cámaras de la televisión! ¡A la vista de todo su pueblo y el mundo!
Pero a pesar de esta última circunstancia, no le ha faltado cierto respaldo. En primer término, entre elementos de la extrema izquierda en su propio país, quienes han realizado acciones subversivas, que incluyen la toma de aeropuertos. En segundo lugar, entre compinches extranjeros; esto incluye a la prensa oficial cubana y al inefable AMLO (el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador).
Hasta el momento, el jefe de Estado del país azteca se ha lanzado a esa aventura en solitario. Al hacerlo, ha dado muestras de una inconsciencia o una osadía francamente sorprendentes. Ha opinado que no cabía destituir a su socio Castillo y ha dictaminado que “la Constitución peruana tiene un problema, una falla antidemocrática de origen”.
Si no fuese tan lamentable, sería algo como para morirse de la risa. AMLO, que rechaza indignado cualquier pronunciamiento de un político extranjero que tenga visos de injerencia en los asuntos internos de México, no tiene empacho en perpetrar esa grosera intromisión en esas cuestiones que son de la exclusiva incumbencia del Perú. ¡Hasta se atrevió a dictaminar que Castillo sigue siendo el presidente legítimo de ese país!
Desde el oficialismo castrista se ha actuado con más moderación. El viernes 9 de diciembre, el presidente designado Miguel Díaz-Canel expresó que la destitución y arresto de su antiguo colega peruano era “resultado de un proceso dirigido por las oligarquías dominantes para subvertir la voluntad popular”. Esta afirmación entraña una clara manipulación de lo sucedido, pero ello parece poca cosa comparado con el desenfreno de AMLO.
En un tono más diplomático, el actual mandamás cubano afirmó que “corresponde al pueblo peruano hallar soluciones a sus desafíos por sí mismo, en virtud de sus legítimos intereses”; también subrayó que esas decisiones “deben ser respetadas”. El castrismo ha confiado la defensa a ultranza del indefendible Castillo a sus propios propagandistas, que ya sabemos que, aunque exhiben títulos de “periodistas”, dicen y escriben solo lo que el Departamento Ideológico les autoriza o —mejor— les ordena.
Ejemplo destacado de lo anterior es un artículo de Marina Menéndez Quintero, publicado el sábado por Juventud Rebelde. Su mero título es un desafío al sentido común: “Golpe ¿de quién?”. En los párrafos iniciales, la colega argumenta su afirmación: “La derecha lo había condenado desde su misma elección”. Después, aborda su destitución, y afirma que se trata de un “suceso, empero, oscuro”.
Para justificar esta sorprendente afirmación, la señora Menéndez invoca “testimonios de figuras cercanas al gobierno, quienes alegan que cesar al legislativo no era lo que el presidente había planeado hacer aquella aciaga jornada”. A mayor abundamiento, la colega argumenta: “Algunos afirman que se le tendió una trampa”; más adelante dice que “fue engañado”. ¡Raras aseveraciones cuando el entonces presidente se presentó en televisión con su cara! Pero de eso, ¡ni una palabra!
Asimismo me parece digno de ser citado este parrafito también relativo al ahora defenestrado. Confieso que este pasaje despertó mi hilaridad: “Posiblemente, la última acción que marcaría su involuntario alejamiento de las masas sería su desprendimiento del enorme sombrero de rondero que hasta hace unos meses caracterizó lo genuino de su figura”.
Algunos de los defensores de Castillo, de manera demagógica, invocan la mayoría de votos que él recibió durante el balotaje presidencial. ¡No mencionan que fueron exactamente los mismos votos que obtuvo Dina Boluarte, su compañera de fórmula, quien es la persona que, en cumplimiento de lo previsto por la Constitución, ha asumido la jefatura del Estado!
Esperemos que, al igual que sucedió meses atrás en Chile, cesen los desmanes subversivos que ahora desestabilizan al Perú. Confiemos en que, en definitiva, ese país hermano continúe el desarrollo de su economía, y que siga haciéndolo en libertad y democracia.
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