LA HABANA, Cuba.- La decisión de los directivos del Pen Internacional en aceptar la membresía de un capítulo cubano arroja por el momento más dudas que ponderaciones.
Y es que una entidad de esa naturaleza difícilmente pueda funcionar en un ambiente marcado por la sospecha, el miedo, la terquedad, la ideologización a ultranza y toda una serie de realidades que contrastan con los estatutos de una entidad creada en la década del 20 del pasado siglo, con el objetivo de defender a los escritores e intelectuales de la opresión, en cualquiera de sus modalidades y que en Cuba la ejerce, apenas sin disimulos, un partido y decenas de entidades afines.
La existencia de un Pen en la Isla supone, quiéranlo o no sus integrantes, una subordinación a las reglas establecidas por la Unión de Escritores de Cuba (UNEAC), que es donde se trazan y coordinan las políticas culturales a nivel municipal, provincial y nacional.
Un desempeño al margen de las reglas establecidas es sencillamente imposible a no ser que sus miembros estén dispuestos a resistir la ira de los comisarios. Y como dice el cubanísimo personaje Elpidio Valdés en los dibujos animados: “Eso habría que verlo, compay”.
Aquí no cabe la pureza existencial ni nada que se le parezca.
En alguna medida hay que pactar y eso desnaturaliza la importancia de un proyecto que debería estar comprometido sin medias tintas con proteger la libertad de expresión y denunciar cada evento represivo contra cualquier escritor que viva en cualquier punto de la geografía nacional.
Si bien su presidente, Antón Arrufat, no forma parte del tinglado fundamentalista y lleva en su memoria el largo tiempo que estuvo marginado por su obra teatral Los siete contra Tebas, es prematuro asegurarse que asumirá un rol a tono con la responsabilidad asumida.
Lo único que puede otorgársele, por el momento, es el beneficio de la duda y esperar por los frutos.
En lo personal, estimo que seremos testigos de una presencia y funcionalidad de muy bajo perfil.
Me cuesta creer que la organización de marras muestre algún tipo de solidaridad con Ángel Santiesteban o Rafael Vilches, por solo mencionar a dos escritores que han roto todos sus vínculos con el oficialismo y aceptado el reto de la crítica al orden impuesto por el Estado-Partido.
Hoy más que nunca quisiera equivocarme en los vaticinios, pero el contexto me obliga a mantener mi posición en los dominios de la desconfianza.
El acomodo con los poderes fácticos, en mayor o menor medida, no ha sido una excepción. Se trata de una actitud de mayorías que facilita los medios para sobrevivir en medio del fuego abrasador de la intolerancia.
Es por eso que la ambigüedad discursiva ante la catilinaria de disparates y abusos de poder se ha convertido en una práctica que define una especie de arma defensiva contra las asechanzas de la élite verdeolivo.
Es como dicta el refrán: jugar con la cadena, pero no con el mono.
Lamentablemente la intelectualidad cubana, con muy raras excepciones, prefiere continuar fiel al cantinfleo y los enmascaramientos.
El Pen cubano debería distanciarse de ese pragmatismo que roza la complicidad.
¿Lo hará?