LA HABANA, Cuba. – Motivado por el empeoramiento de la crisis o el tremendo aburrimiento que cae sobre los lugareños cuando no tienen un centavo, se armó un debate político entre algunos vecinos del barrio. Las críticas a la dictadura cubana subieron de tono, pero como suele ocurrir cuando las acciones no pueden reemplazar a las palabras, los argumentos derivaron rápidamente hacia las sanciones económicas decretadas por el presidente Donald Trump. En el punto álgido de la discusión mi vecino Mario, hombre muy reservado y zapatero de oficio, declaró estar de acuerdo con “todo lo que hace Trump para joder a esta gente (la dictadura), porque en tiempos de Obama el gobierno vaciló los dólares, pero la gente siguió sin casa, comida ni transporte (…) Ahora nos jodemos todos”.
Mayito ha trabajado su vida entera, arreglando zapatos y en cualquier cosa que apareciera. A estas alturas no hay quien le borre el desencanto, cansado de los discursos llenos de cifras y mentiras que diariamente vomita algún dirigente cubano. Pesimista donde los haya, está convencido de que Cuba es insalvable, no solo su economía; sino su futuro como nación.
“Fidel destruyó este país”, asegura con un gesto en el que cabe toda Cuba, de una punta a la otra. Pero si terrible fue Castro, peores son estos tipos de guayabera que quieren seguir desangrando al país con el mismo teque, racionando para el pueblo y robando a cuatro manos para costearse lujos.
A Mario ya no le importa pasar hambre. Reconoce que nunca ha comido bien, ni tampoco sus hijos, a pesar de lo mucho que se han sacrificado él y su esposa para darles lo mejor. Enfrenta el desabastecimiento sin alarma, seguro de que algo aparecerá donde los revendedores, aunque le da lo mismo comer pollo, perrito, croquetas o tomarse un vaso de agua con azúcar. Lo único que quiere, “desde el fondo de su corazón”, es que Trump apriete tanto a Miguel Díaz-Canel y su cuadrilla que no los deje dormir pensando en cómo van a evitar el desastre que se avecina.
Mayito espera que los esclavistas de la Isla-prisión se desvelen de miedo ante la perspectiva de perder el poder, del mismo modo que los cubanos no pueden conciliar el sueño, preocupados por lo que mañana comerán sus hijos, y sus padres viejos y enfermos. Ve a Trump como un vengador, el único capaz de aplicarle a la dictadura un castigo equivalente al sufrimiento de muchas generaciones de pueblo, y me cuenta que a diario reza porque la Casa Blanca cierre cada hendija “por donde pueda colarse un centavo de ayuda a estos hijos de puta”. Así habla mi vecino mientras me mira con los puños crispados y los ojos húmedos; un tipo laborioso que a su manera hosca guarda un luto profundo por la tierra que lo vio nacer y que jamás, ni siquiera en los peores momentos, ha querido abandonar.
Mario está dispuesto a morirse ahora mismo con tal que los comunistas dejen el poder. A diferencia de tantos, él no despotrica de la dictadura para después aturdirse en alcohol junto a una bocina que escupe reguetón y ayuda a olvidar, o por lo menos a desentenderse momentáneamente de esta mierda que nos traga de a poco. Sus palabras son diáfanas, pausadas y dichas de modo tan serio que en torno suyo el resto calla; un silencio incómodo, con algo de espanto e incredulidad, como si el pobre hombre se tomara las cosas demasiado a pecho.
Uno de los grandes problemas del cubano es que no hay ultraje que se resista a un trago de ron y música estridente. Por eso Mario se retira del debate después de haber hablado, cuando la caneca empieza a circular entre los presentes. No le importa si hay un chivato en el grupo, si lo dan por loco o piensan mal de él, porque también en los barrios pobres hay infelices que creen que desearle mal al régimen es deseárselo al pueblo.
Cada día mi vecino se acuesta deseando la reelección de Trump, que prolongaría durante otros cuatro años la pesadilla de los criminales que nos gobiernan, obligándolos a suplicar en la arena internacional y a reprimir con mayor violencia, para que termine de caer esa máscara hedionda de revolucionarios humanistas. Su sueño dorado es ver a los cubanos en las calles, a palo y piedras contra la policía. “Si toda la gente que no tiene casa decidiera rebelarse, esto no duraría dos días”, me dice.
Mario es de los pocos nacionales que entiende que Obama fue un espejismo, sobre todo para los cubanos de a pie. El “deshielo” fue apenas un agujero en la bolsa plástica que nos asfixiaba; porque la amenaza real continúa sobre nosotros, bailando en los conciertos de Descemer Bueno, allanando las casas de los opositores, arrestando con violencia a los periodistas independientes y destinando casi todos los ingresos a mantener un Ministerio del Interior que abusa de su propio pueblo.
Atenazado por el desaliento, mi vecino quisiera que el segundo mandato de su Avenger republicano dejara a la tiranía Castro-Canel tan debilitada que se viera obligada a promover el cambio para no sucumbir definitivamente. Yo lo veo difícil; pero en lugar de matar su ilusión, lo acompaño con un cortés “ojalá” y pienso en la Cuba que renacería si el odio de muchos Mario estallara contra el yugo opresor, como en aquel campanazo de 1868.
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