LA HABANA, Cuba. – En la crónica anterior que dediqué al intento de envenenamiento de Alexei Navalny, líder opositor ruso, expliqué las raras coincidencias que en los viajes que el político realizaba a localidades poco visitadas del inmenso país realizaron una serie de químicos y presuntos segurosos. También las frecuentes llamadas que intercambiaban estos últimos personajes.
Según expresó el mismo don Alexei -y traté de explicar de manera sintética en aquel trabajo-, todo eso se conoció gracias a la corrupción imperante, que permitió que datos que se supone que sean confidenciales (como las listas de viajeros o las llamadas entre teléfonos móviles) sean en Rusia objeto de un floreciente comercio ilícito.
A eso —añadía yo— cabría agregar la posible colaboración de alguna agencia extranjera de inteligencia. Es eso mismo lo que alega Putin, aunque centrando sus sospechas en Estados Unidos; al respecto, él, desde su residencia de Novo-Ogariovo, planteó que se trataba sólo de la “legalización de materiales de las agencias de inteligencia americanas”; aunque no aclaró si esos “materiales” eran ciertos o falsos.
Como se sabe, el dictador ruso es un viejo conocedor de las trapacerías de la antigua KGB soviética; como que era nada menos que coronel de ese aparato de persecución y atropello. No en balde, en un reciente encuentro con los oficiales de la versión actual de ese aparato (rebautizado como FSB), Putin, al dirigirse a sus oyentes, les dio el tratamiento de “colegas”.
El dictador de Rusia contestó la formidable acusación de Navalny en el marco de la conferencia de prensa que suele ofrecer hacia el final de cada año. En este caso, el pasado jueves 17. En su respuesta, Putin, en esencia, alegó: Todo es una fabricación de la CIA estadounidense; es cierto que los agentes seguían a Navalny, pero sólo para vigilarlo; y si hubieran querido matarlo, habrían tenido éxito.
Para nosotros los cubanos, el primer alegato nos recuerda demasiado las acusaciones que suelen hacer los castristas, que culpan a los Estados Unidos de todas las calamidades que el sistema inoperante que ellos mantienen a sangre y fuego ha ocasionado al pueblo de la Isla. No importa que Putin niegue ser comunista y que haya restablecido las enseñanzas de la Iglesia Ortodoxa como doctrina oficial de Rusia: los antiguos usos de la era soviética siguen mostrando su vigencia.
El segundo argumento tampoco resiste el análisis: si el objetivo era seguir a Navalny por tratarse de un tipo peligroso, ¿entonces por qué usaban otros medios de transporte y no coincidían con él en los mismos vuelos? Además —y más importante— por qué la decena de segurosos que viajaban en pos de él eran especialistas de la Química y la Medicina.
El tercer argumento es el más desvergonzado de todos: el dictador no hizo siquiera el intento (que se estila en estos casos) de declararse ofendido por la mera idea de que una agencia de su gobierno piense en ultimar a un conciudadano en su propia Patria. Simplemente alegó: si Navalny, tras mantenerse entre la vida y la muerte durante semanas, no murió, ello constituye la prueba más irrefutable de que no hubo el propósito de matarlo… aquí cabe parafrasear a Talleyrand: estamos hablando no sólo de un crimen, sino de una estupidez.
Utilicemos el argot beisbolero: a pesar de los esfuerzos del régimen “putinesco”, el “culebrón” por el intento de asesinato “pica y se extiende”… Unas horas antes de publicar la denuncia, varios colaboradores del equipo investigador confrontaron a los sicarios. La periodista de la CNN Clarissa Ward llegó hasta el domicilio del coordinador del grupo de asesinos, Oleg Tayákin, y todo el mundo tuvo ocasión de observar durante unos segundos, en Twitter, al sicario, que abre la puerta de su casa y la cierra con premura, sin dar la cara.
Pero el plato fuerte en este nuevo episodio le correspondió al propio Navalny: a las siete de la mañana, empleando un programa elemental que hizo ver que la llamada provenía de un teléfono oficial, llamó a uno de los acusados y, como reza el dicho popular, logró sorprenderlo “con los pantalones bajos”.
Se trataba de Konstantín Borísovich Kudriávtsev, químico militar adscrito al Instituto de Criminalística de la FSB. Con anterioridad, el graduado universitario había trabajado en el Centro de Investigación Científica de Seguridad Biológica del Ministerio de Defensa y en la Academia Militar en el Campo de las Radiaciones, la Química y la Biología.
El líder político se hizo pasar por un ayudante de Nikolái Patrúshev, secretario del Consejo de Seguridad Nacional y antiguo jefe de la FSB. El pretexto para la llamada era la necesidad de preparar para “sus superiores” un informe de un par de páginas que permitiera comprender las razones del fracaso experimentado.
La plática duró la friolera de tres cuartos de hora. El prolongado telefonema y su no menos larga transcripción están disponibles en ruso. En la filmación figura el propio Navalny mientras habla y, junto a él, dos colaboradores que no pueden evitar el entusiasmo que los embarga al constatar que, en lo fundamental, el desprevenido seguroso reconoce la conspiración para cometer el asesinato.
Por supuesto que, en buena parte de la conversación, el químico alega desconocer determinados detalles del complot. Pero, sorprendido en su buena fe, es mucho lo que reconoce. Califica la “operación” como “buena” y supone que la muerte no sobrevino debido a la rápida actuación de los pilotos, que de inmediato aterrizaron el avión. “Si hubieran volado un poquitico más de tiempo”, el resultado habría sido el opuesto, especula.
Kudriávtsev señala asimismo el papel desempeñado por los ambulancieros y el personal del hospital que asistieron a Navalny y también ayudaron a hacer fracasar la intentona. Reconoce (como participantes en el complot) a varios de los otros agentes acusados por el líder político e incluso da algunos teléfonos. También admite su intervención personal en el intento de encubrir el crimen, al participar en el lavado de la ropa que vestía Navalny, la cual se encontraba ocupada.
Este cronista pudiera brindar más datos, pero creo que lo dicho basta para captar la idea central: todo ha resultado ser un gigantesco fiasco del aparato represivo “putinesco”. Imagino que, a estas alturas, el inquilino del imponente Kremlin moscovita esté arrepentido de haber autorizado (o, lo más probable, ordenado) el envenenamiento de su oponente.
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