LA HABANA, Cuba. – “¡Pobrecitos!”, exclamaron muchos cubanos y cubanas cuando supieron de los más de 800 migrantes haitianos cuya embarcación, en la que intentaban llegar a los Estados Unidos, recaló en las costas de Caibarién.
“Pobrecitos”, decían, pero no por el peligro que corrieron en alta mar ni por la violencia política circunstancial que los empujó a escapar de su país natal, mucho menos por los planes y esperanzas frustrados sino por el hecho de “haber salido de Guatemala para llegar a Guatepeor”. Así han comentado algunos que se refieren a Cuba como el peor de los destinos posibles para un migrante, aun cuando, sin dudas, el recalo y rescate en Villa Clara fue una bendición para esos hombres, mujeres, niños y ancianos que, de no haber sido auxiliados, hubiesen sido tragados por las aguas.
Pero más allá (y más acá) del loable acto humanitario de asistirlos o del sarcasmo que encierran las expresiones de compasión y lástima que han mostrado algunas personas, está la cruda e innegable realidad que hoy haría posible comparar a Haití (considerado como el país más pobre de América y uno de los peores del hemisferio norte) con Cuba, y que este último, el nuestro, salga perdiendo en muchísimos aspectos que, si bien no son tenidos en cuenta por las organizaciones y mecanismos internacionales que evalúan la miseria en el mundo, en cambio sí determinan cuán insatisfechos, incómodos, infelices, frustrados y desesperanzados podemos sentirnos en un lugar, a pesar de nuestro grado de escolaridad o de si desempeñamos o no la profesión u oficio que elegimos por vocación.
Y no mencioné “atención médica universal” ni “educación gratuita” porque quienes vivimos aquí conocemos cuánto de mentira y propaganda política “hacia afuera” guardan esos dos “mitos” que el régimen alza como banderín allá, bien lejos de aquí, donde basta con fríos informes y “estadísticas oficiales” para validar y elogiar una gestión de gobierno. Porque sabemos del infierno de indolencias, maltratos, malas praxis, sobornos, discriminaciones entre militares y civiles, entre “dirigentes” y gente de a pie, y entre extranjeros y nacionales que se sufre en nuestro “sistema de salud”, así como cuánto de ideologización y manipulación política, cuánto de chantaje, lleva la “gratuidad” y “obligatoriedad” de nuestras escuelas y universidades.
Las variables estadísticas que organismos como la ONU usan para medir los índices de miseria en el mundo (indicadores como PIB, ingresos, nivel de escolaridad, número de médicos y profesionales por habitantes), así como por las “fuentes oficiales” de las cuales se fían, estrictamente elaboradas por el Gobierno sin ningún tipo de trasparencia ni modos de verificación, no son capaces de mostrar en qué consiste realmente el infierno del cual huyen en desbandada los cubanos y cubanas, así como tampoco sirven de mucho para comprender las abismales diferencias entre los migrantes que salen de aquí y los de Haití, o los de cualquier otro país del Caribe y Centroamérica, a pesar de que el régimen cubano insiste en hacer creer al mundo que las crisis migratorias en la Isla responden a causas económicas muy similares a las de otras realidades allende los mares. Y que las nuestras son provocadas por el “bloqueo norteamericano”, de acuerdo con el discurso oficial, y no por el cuestionable manejo de los recursos por parte del Gobierno cubano, más interesado en conservar el poder que en sacar al país de la pobreza.
Los medios de prensa oficialistas, respondiendo a las órdenes del régimen que los financia, pretenden que una nota informativa como la de los 800 haitianos rescatados en Caibarién nos devuelva como moraleja no otra cosa que la idea de que, a pesar de todo cuanto va mal en Cuba, hay lugares donde se puede estar peor; incluso aluden a la “violencia política” y las “precarias condiciones de vida” en Haití como causa principal de ese éxodo en particular, como si aquí —donde disentir del Partido Comunista es castigado por la ley y donde el pan (el verdadero pan y no el invento que nos venden como tal por la libreta) es un alimento de lujo— ninguna de esas dos cosas existieran.
Pero tal “estrategia comunicativa” no les ha funcionado, como tampoco ha servido echar mano a otros ejemplos con que han pretendido algo similar que con el arribo totalmente casual de haitianos, es decir, legitimar el desastre a que nos han conducido con sus macabros experimentos señalando la paja en el ojo ajeno. Algo así como pretender nuestro asombro o nuestro alivio, nuestra resignación, cuando, tanto en el periódico Granma como en el noticiero de las 8:00 p.m., se habla de la escasez de fórmula para bebés en los supermercados de Estados Unidos, del alza del precio de los combustibles, de la inflación, como si aquí estuviésemos nadando en la abundancia, más allá del bien y del mal, como si nuestro caos nacional, perpetuo, fuese apenas una crisis igual de “circunstancial”, igual de “común”, y no la miseria endémica que conocemos e identificamos como un método de control social, y por el cual emigramos, incluso pagando con nuestras vidas.
Una estrategia engañosa es la de intentar desviar el foco de atención hacia el fenómeno migratorio haitiano cuando el nuestro, convertido en estampida desesperada, dice cosas peores de la realidad que lo provoca, a la vez que revela a algunos cubanos cuán distorsionada les llega la realidad externa a través de los medios de propaganda del Partido Comunista e incluso desde las aulas escolares donde a los haitianos, en su totalidad, nos enseñan a visualizarlos exclusivamente como gente harapienta y desnutrida cuando de ese bote varado en Caibarién nadie vio desembarcar ni un solo cuerpo desnudo o cadavérico.
Es por tal razón que alguien comentó en alguna parte: “Me han engañado toda la vida. Esos haitianos están más gordos que cualquiera en Cuba, y hasta mejor vestidos”. Incluso se expresan con la naturalidad, el respeto y la fluidez que pocos cubanos tienen frente a una cámara de televisión y, lo más asombroso, algunos en un español casi perfecto, lo cual no dirá mucho del nivel de escolaridad aunque sí de la calidad de la poca o mucha educación recibida, ya sea en el hogar o en la escuela.
En el caso de Cuba, aunque sería muy bueno investigarlo a fondo, no es imprescindible un estudio exhaustivo para determinar cuál es el principal componente migratorio, cuáles son sus causas, y en qué se diferencia del resto en la región o el mundo, aunque, a simple vista, nuestros migrantes igual se vean “gorditos” y “bonitos”.
Por nuestras experiencias personales, por lo que venimos observando desde que nacemos y en el barrio donde sobrevivimos, sabemos quiénes son los visionarios que ayer supieron escapar a tiempo, los iluminados que en los años 80 y 90 eligieron la balsa antes que el plato vacío, así como los “afortunados” que hoy emigran y cuánto dinero en dólares (y apoyo desde la otra orilla más que suerte) se necesita para hacerlo.
Mayoría de miles huyendo que para nada coincide numéricamente con esa otra multitud de millones sin recursos ni oportunidades de hacerlo, formada por quienes sueñan, todas las noches y hasta con los ojos abiertos, con poder escapar algún día por los mismos motivos que todos en la Isla: el hartazgo ideológico, la represión, la ausencia de libertad de expresión, el miedo a pensar por cabeza propia y el temor a decir en voz alta la idea de país que deseamos concretar, el saber que vivimos en un callejón sin salida, la certeza de que nunca vendrán mejores tiempos y que no existe futuro alguno bajo un régimen totalitario que no sea de sometimiento y miseria.
Ninguna otra realidad ajena a la cubana, por semejante o cercana que sea, puede conducirnos a pensar que nuestras oleadas migratorias responden a causas similares, porque para nada se trata de un simple asunto de “mejorar las condiciones económicas” o de escapar a una eventualidad política adversa.
Nuestra migración es un éxodo en todo el sentido primigenio de la palabra, es el desplazamiento a goteo pero a perpetuidad de toda una nación, de todo un pueblo que se descubre ajeno y discriminado en su propia tierra, esclavizado por una facción política en su propio suelo; y nuestro emigrante es, en última instancia, la desesperada concreción de un anhelo nacional: el de una libertad que no es posible conseguir ni hoy ni mañana y por ninguna vía. Nuestra emigración, por sus particularidades, es una rebelión.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
Las opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quien las emite y no necesariamente representan la opinión de CubaNet.
Recibe la información de CubaNet en tu celular a través de WhatsApp. Envíanos un mensaje con la palabra “CUBA” al teléfono +1 (786) 316-2072, también puedes suscribirte a nuestro boletín electrónico dando click aquí.