LA HABANA, Cuba.- Charles Dickens dejó dicho que el hombre es un animal de costumbre, y creo que eso que cifró el inglés hace ya un tiempo, queriendo explicar al hombre y a sus esencias, sigue siendo razonable en estos días, que sigue gozando del mismo predicamento que antes tuvo, quizá más. Yo, como Dickens, creo que se podría juzgar al hombre atendiendo a sus procederes, poniendo el ojo en cada manera que escogemos para conducirnos por la vida. Yo coincido con Dickens, aunque a él le importarían muy poco mis aplausos, los cumplidos de alguien que no tiene ese predicamento que él tuvo y que aún permanece, después de tanto tiempo.
Yo, que no soy Dickens, coincido también con ese postulado, creo que el hombre es, ciertamente, un animal de costumbre, y además supongo que a ese hombre de Dickens se le puede juzgar atendiendo a eventos de su vida y a la manera de asumir o enfrentar esos eventos. Creo que hay hombres, sobre todo en esta isla, que son animales de costumbre, animales que como los caballos mueven hacia arriba y hacia abajo la cabeza en señal de aprobación, animales que, como el asno de Buridán, también asienten, y lo peor es que, como ese burro, pueden morir de hambre porque no saben decidirse ante la posibilidad de comer de una u otra de las dos pacas de heno enfrente.
El burro muere de hambre, desfallece, rebuzna, sufre, se mueve desesperado a un lado y también al otro, con movimientos sincrónicos que luego se tornarán desesperados, pero no se decide a comer el heno, ese que es idéntico en las dos pacas, pero él no sabe decidir, no sabe de cuál de las dos pacas tomar el heno que saciaría su hambre. Y muere, muere de hambre porque no comió, pero sobre todo porque no supo decidir, incluso cuando tenía delante la comida que podría salvarlo, llenarle la panza, llenarlo de vida.
Y esa actitud del burro, de ese animal de costumbre, me hace recordar una canción que alguna vez estuvo de moda. Y esa canción, de “Los pasteles verdes”, se llama, curiosamente, “Hipocresía”, y la hipocresía está de moda en Cuba, en una Cuba donde, y con gran disimulo, se esconde el llanto en la sonrisa. En una Cuba donde ese discurso de los pasteles verdes se alza cada día, en una Cuba en la que se podría cantar, a muchísimos de sus habitantes: “Morir de amor fingiendo estar alegre”.
Es triste, pero también es cierto, que los cubanos sueñan con un futuro pleno en medio de un presente atroz. Los cubanos sueñan con un mundo mejor y más sabroso, pero no hacen nada para conseguirlo, aunque quizá en el silencio y la soledad de sus casas canten como los Pasteles verdes: “queriendo amar y estar indiferente, indiferente”. Hipocresía sí, hipocresía en medio de más hipocresía; así vivimos los cubanos, convirtiéndonos cada vez en ese animal de costumbre del que hablaba Charles Dickens. Aplaudiendo, siendo indiferentes al terror, al miedo, siendo hipócritas, farsantes, fingidores, y todos los sinónimos que le quiera usted poner, aunque usted, como cualquiera, podría ser uno de esos hipócritas.
Somos animales de costumbre, como mi perro, que hace cada día lo mismo, que solo propone, exige quizá, algunas pequeñas variantes a sus paseos. Mi Gogol también orina, casi siempre, en los mismos sitios, aunque a veces propone algunas variantes, pero son tan pequeñas, tan insignificantes son esas variaciones que no se hacen acompañar de expectativas nuevas, no se hace notar la llegada de una bonanza. Mi perro es un animal de costumbre, y los cubanos también, y eso nos hace demasiado habituales, demasiado; tanto que nos resistimos a esas acciones que propician cambios, incluso algunas innovaciones que podrían ser útiles para el futuro de nuestras vidas. Hacer el mismo camino cada día nos retrasa, y hasta nos hace creer que “es mejor un malo conocido que un bueno por conocer”.
No tengo dudas, somos animales de costumbre, como mi perro, aunque él, con sus variantes, se atreva a proponer algunos cambios, caminos nuevos. Mi perro siempre orina en los mismos sitios, pero en uno de ellos da la apariencia de ser otro animal, y hasta hace recordar a ese otro animal, al animal político del que hablaba Aristóteles; ese animal que es capaz de distinguir lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto. Mi perro, que es un animal de costumbre se convierte cada día en un animal político, en ese animal político en el que deberíamos convertirnos todos los cubanos.
Gogol es a veces un animal político, al menos en apariencia. Mi perro no cree en esa “Arcadia feliz” de Virgilio, al menos parece que reconoce muy bien que esa Arcadia feliz no es esta tierra en la que él vive, y tampoco lo es esa parte de la ciudad que él desanda cada día para orinar, para dejar lo que sobra en sus intestinos. Mi perro es un animal de costumbre, que desanda los mismos sitios poniendo afuera lo que sobra en sus intestinos, en sus riñones, y siempre echa una meada en esa valla en la que se advierte el concepto de revolución según Fidel Castro.
Gogol es un animal de costumbre que cada día se convierte en el animal político de Aristóteles. Gogol no cree que nosotros los cubanos nos emancipemos por nosotros mismos y mucho menos con nuestros propios esfuerzos, como reza en esa valla. Al parecer él sabe muy bien que tenemos montones de dependencias, que dependemos de los rusos, de los chinos, de la política que se decide en la Casa Blanca, del petróleo de Venezuela, de un etcétera muy grande, ese etcétera en el que está incluido el exilio de Miami, y todos los exilios tan abucheados por aquí, tan ofendidos por el gobierno que vive de nuestros exilios…, y quizá por eso Gogol, mi animal político, orina allí cada día, después de mirar la valla enorme que tiene un retrato de Fidel, y un fragmento de su concepto de revolución. Y ojalá alguna vez dejemos de ser, como advertía Dickens, animales de costumbre para convertirnos en animales políticos, como mi perro cuando orina.
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