PARIS, Francia.- El asesinato de los 8 estudiantes de medicina por los voluntarios habaneros en 1871, es uno de los episodios más asquerosos de la historia de España. No obstante, ese suceso, igual que los incidentes del teatro de Villanueva, ocurridos un año antes, son los que alimentan con más fuerza el nacionalismo cubano. La prueba hay que buscarla en un titular del periódico oficialista del régimen aparecido esta semana.
Es por eso que su “interpretación” histórica a lo largo del tiempo, ha sido objeto de una manipulación descarada, sin que un relato objetivo de aquellos desgraciados sucesos haya visto la luz hasta el día de hoy. Los historiadores españoles tienden a minimizarlos; mientras que los cubanos, se empeñan en afirmar que, el acontecimiento por sí sólo justifica la independencia de Cuba.
Sin pretender ser exhaustivos hay que comenzar por poner las cosas en su sitio, y lo primero es lo primero. Los españoles de Cuba, por aquellos años, estaban enfrentados en una cruenta guerra civil. La historia de la isla está llena da episodios similares. Pero si se quiere buscar un símbolo de la barbarie humana, en particular, cubana, no hay que remontar hasta el siglo XIX, basta ilustrarla con la conocida eufemísticamente “Lucha contra los bandidos del Escambray”. Pero esa es otra historia también por poner en su lugar.
Desde la expulsión del Capitán General, Domingo Dulce, la isla, y La Habana en particular, estaban fuera del marco constitucional. El Gobierno de Madrid no tenía ninguna influencia sobre los acontecimientos que se producían en la provincia, que, desde el golpe de estado al capitán general en enero, se encontraba entre las manos del núcleo duro de los industriales y comerciantes, que como solución definitiva al desorden que perjudicaba a sus negocios, preconizaban el exterminio de los independentistas.
Este sector de la sociedad, que la historia califica de “españolista”, aunque no estaba compuesto exclusivamente por personas nacidas en España, gracias a su poderío económico, tenía la mano larga, e influía activamente en la política madrileña, poniendo y quitando presidentes del gobierno, según convenía a sus necesidades. Cuando los arreglos políticos entre partidos no bastaban, pues no dudaban tampoco en quitarse del medio, asesinándolos, a los personajes que ponían en peligro la “integridad de España”, por muy encumbrados que estuvieran, como fue el caso del general Juan Prim.
Pero volvamos a los sucesos de 1871. Como explicábamos al principio, la ciudad se encontraba envuelta en la anarquía. Allí mandaba el más fuerte, o sea los negreros españolistas, que para preservar la “integridad nacional” habían conseguido montar un ejército particular, que por aquellos días casi llegaba ya a los 60 mil voluntarios.
Ninguna autoridad, por más prestigiosa que fuera, podía oponerse a la voluntad de los que mandaban a estos paramilitares, cuyas filas, a pesar de lo que se escribe en los libros de historia, no estaban compuestas exclusivamente por nacidos en la Península. Cuba no estaba dividida entre nacidos en la isla y los nacidos en España, sino entre los que querían la independencia, que eran minoritarios, y los que querían seguir siendo españoles que eran la mayoría, exactamente como ocurre ahora mismo en Cataluña. Por esa razón, el General Blas Villate y de la Hera, conde de Valmaseda, a pesar de su inmenso prestigio -y que acababa de llegar de Oriente cubierto de gloria-, no se atrevió a conmutar la pena impuesta a los jóvenes. El conde, como todo político echó cuentas: o permitía que se asesinara a 8 inocentes, o corría todavía más sangre en la ciudad. Terrible disyuntiva. La misma del gobernador de Judea, Poncio Pilatos.
Para que se tenga una idea del nivel de terror que imperaba en La Habana hay que echar mano a las cifras de la emigración. Entre enero del 1869 y noviembre del 1871, habían abandonado la capital más de 100 mil personas simpatizantes de la independencia que temían por sus vidas. ¡100 mil personas!, que se dice rápido. Un Mariel del siglo XIX, que todo el mundo ignora. Por lo demás cada día traía su lote de violencias gratuitas, puñaladas en plena calle, de disparos desde las azoteas… ¿Qué hubiera podido hacer Valmaseda? El pueblo llano, repitámoslo sin descanso, compuesto por criollos y peninsulares, pedía sangre. El general, como Dulce en su momento, no tenía fuerzas suficientes del Ejército regular para imponer el orden. Ni tampoco podía atreverse a desencadenar una batalla campal entre tantos elementos armados en la capital. Aquello hubiera puesto punto final a cualquier posibilidad de mantenimiento de la soberanía española en Cuba. Malo, pero hubiese podido ser peor.
Pero reflexionemos un poco más. Estos jóvenes, injustamente asesinados por la turba enardecida y manipulada por los gobernantes de turno, la misma que tira huevos y arrastra a los opositores hoy en día -porque ni Cuba ni su gente han cambiado un ápice después de aquellos tiempos-, no eran solo cubanos, sino también españoles. Esto parece una evidencia, pero hay que repetirlo sin descanso: Cuba era una provincia de España. Por tanto y demás, presentar estos hechos como una lucha entre cubanos y españoles, donde los primeros son los buenos y los segundos los malos, es completamente falso. Es más, entre los ocho asesinados, por lo menos 2 (Alfonso Álvarez de la Gamba y José Marcos y Medina), eran hijos de españoles, nacidos en España. Lo que desmiente, si es que hace falta, la afirmación de que las víctimas fueron solo criollas.
Una guerra civil la padece todo el mundo. Querer hacer de ciertos episodios los únicos dignos de recordar no sólo es inmoral, sino que, como afirma Yoani Sánchez, directora del portal digital independiente 14ymedio.com, comentando el titular del Granma del pasado 27 de noviembre, vivir enfocados en el pasado hace perder el rumbo que debe tomar la nación en el presente.
Terribles sucesos, sí, que empañan por demás la convivencia entre cubanos y españoles hasta el día de hoy. Pero no fueron los únicos, ni los más terribles que se produjeron en aquella guerra. Hay que tomar en cuenta lo ocurrido en el pasado para que no se repita la historia, pero tampoco se puede permitir que se tergiverse el pasado, en nombre de ideales que han provocado la ruina de Cuba, de España y de la Hispanidad.