LA HABANA, Cuba.- No sé cómo andará el resto del mundo en estos días, pero muy bien reconozco que ando yo mal, y también peor. Llevo días tratando de conseguir algo de calma, un poco de concentración, pero fracaso siempre. Cada intento me lleva al mismo punto, a una abulia que no tiene que ver con la indiferencia, con la pereza. Intento escribir pero cualquier amago me lleva a la inercia, al desconcierto. Intento escribir, pero me pierdo en el intento, y casi estoy harto de intentarlo.
Harto estoy del encierro, de mi vida doméstica, similar a la de todos los cubanos, al menos a la de esos a los que suelen llamarnos “cubanos de a pie”. Si insisto ahora en estas líneas, si intento hilvanar ideas y me empeño es gracias a la bondad de cierta escena de película, a una escena en la que una mujer que canta asegura ser una mujer ordinaria. “Soy una mujer ordinaria” dice ella, en inglés, balanceada por la música y el alcohol. Y gracias a esa ordinariez que ella advierte de sí misma me empeño en conseguir estas líneas.
“Soy una mujer ordinaria”, dice esa mujer, y su advertencia resuena una y otra vez en mi cabeza, me pone cada vez más cerca de ese asunto que me obceca, ese que me empeño ahora en hacer visible. Resulta que pretendo hacer notar cómo el discurso oficial, ciberclarias incluidas, y hasta algún que otro opositor, incluso periodistas independientes, se muestran reacios a comulgar con un discurso al que suponen ordinario y catalogan de vulgar, al que algunos catalogan de vulgar con una ordinariez mucho más tremenda que la de aquella mujer que cantaba en la película.
Y resulta curioso que tal cosa se asegure en una Cuba que nunca fue tan ordinaria como en estos últimos sesenta años, en los últimos años de esos sesenta años. Y esa certeza me hace pensar en mi abuela paterna, que no hizo estudios universitarios, tampoco cursó el bachillerato, y aún así tenía una dicción perfecta, una ortografía más que notable, casi envidiable. Mis abuelos, mis padres, siempre encontraron el tono preciso para cada conversación, y eran pausados sus discursos, eran puntuales.
Mi padre y mi abuelo se hicieron grandísimos lectores, casi ejemplares, mucho antes de que Alejo Carpentier, aquel afrancesado de comisuras labiales invertidas, escribiera “El Siglo de las luces”. Carpentier, el mismo que fundara la imprenta nacional con una tirada exorbitante de “El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha”, de Miguel de Cervantes y Saavedra.
Y con aquella imprenta nacional que se convirtió luego en el Instituto Cubano del Libro comenzó el alarde que concluiría con esa estulticia que fue suponer, o al menos hacer creer al mundo, que éramos el pueblo más culto del mundo, el más instruido, el de mejores lectores, el de sabios y altruistas doctores, de ingenieros mayúsculos que olvidaron muy pronto al Francisco de Albear que resultara el primer cubano que nos mostró que el agua potable podía llegar hasta nuestras casas, y para ello construyó un acueducto que aún vive, y que sigue sirviéndonos a muchos en esta ciudad vieja y destartalada.
Luego se fabricaron maestros a montones, de la misma manera en la que se imprimieron libros con una máquina. Primero los makarencos, después los que saldrían de las escuelas formadoras para la educación primaria, más tarde vino el Destacamento pedagógico Manuel Ascunce Domenech, y luego los emergentes, y luego…, luego el apuro a destiempo que se hizo costumbre desde el primer día, y en lugar de enseñadores consiguieron un ejército de disparates.
Estoy casi seguro de que olvido algún que otro engendro que sufrió la educación cubana después de que desaparecieran las escuelas que formaran a los maestros normalistas, esas escuelas que se fundaran en Cuba en el lejanísimo año de 1890, y que tuvieron una sede en La Habana, en el Cerro, cerca de ese parque al que aún se le llama el de la Normal, frente a la 4ta estación de la policía, esa a la que han llevado preso a muchos cubanos a los que se pretende escarmentar, incluso a mí, incluso a tantos…
Y allí estuvieron detenidos algunos universitarios, y otros que no lo eran, pero sí que tenían dignidades a montón. Y seguro que uno de los que ya visitó ese edificio, al menos alguna vez, es el rapero Maykel Osorbo, estoy casi seguro que conoce la estación de Cuba y Chacón, y otras ratoneras policiales como “La cuarta”, esa cuarta que está tan cerca de “La Normal”, esa que le ha robado el protagonismo al parque de La Normal, a la famosa escuela. Esa cuarta en la que quizá trataron a Maykel como si fuera un “A-normal”. Y resulta curioso que Maykel exhiba un discurso que molesta a unos cuantos, quizá a muchos, y esos tantos y muchos hacen notar, para desacreditarlo, su discurso “desaliñado”, alejado de lo que defienden las “Academias de la Lengua”.
Humberto López, ese de lenguaje plano y “correctito”, ese de lenguaje predecible, intenta siempre hacer notar la “pobreza lingüística” de quienes ataca, como si él no supiera que su revolución no acabó jamás con la marginalidad, con los barrios pobres de Centro Habana y la Habana vieja, con el enorme índice delincuencial de algunos barrios del Cerro y del Vedado, con ese mismo lenguaje y comportamiento que acabo con la grandeza de las edificaciones del Cerro y el Vedado, de Santos Suárez, de la Víbora y Marianao.
Solo se mantuvo la exultante belleza de algunas zonas de las ciudades cubanas, como el Miramar de poderosos dirigentes y embajadores, como el impenetrable Punto Cero, ese donde el silencio seguro invita al descanso y a la lectura, y luego al piscinazo. Ese punto desde donde los niños consiguen llegar desayunados y puntuales a sus aulas, luego de que el chofer de papá o mamá los dejen en la mismísima puerta de la escuela, en la que hay un silencio cómplice que permite la concentración, la atención de los niños al discurso de la maestra, elegante y perfumada, que jamás utiliza el puntero para dar un golpetazo, un punterazo.
No podría yo darlo por seguro, pero tengo la creencia de que Miramar, el Reparto Flores, Punto Cero no dio hasta hoy un reguetonero, un rapero. Esos músicos los da Centro Habana, los engendra el Cerro, los pare La Habana Vieja, la Cuevita o “Bájate el blúmer”, y una lista larga de hogares pobres y olvidados donde no hay muchas posibilidades ni tiempo para leer un libro, para escuchar a Mozart, a Vivaldi o a Pergolesi. Allí se escucha el discurso peleador de la madre, allí se escucha con mucha fuerza el imperativo de “pingas y cojones”, y así se vive, así se crea.
Yo sí creo que Maykel Osorbo es un artista, un cantor popular y de los márgenes, un cantor a quien quizá no le interesa hacer lo que hace Silvio Rodríguez, o quizá sí. Maykel quizá no hizo estudios musicales. Creo que Silvio Rodríguez tampoco. Osorbo nunca estuvo bajo la tutela de Mariana de Gonich, por eso quizá no le interesa, o quizá sí, Didonne Abbandonata, o mejor, para no ser pedante, Dido abandonada, ni Metastasio. Pero Maykel se interesó en otra cosa, en algo que tiene mucho más que ver con el tiempo que vive, algo que le dio la posibilidad de ser justo con su tiempo, con su gente, con su discurso, al que tildan de marginal.
Cuba es más que son y que salsa, es más que reggaetón y timba, más que Silvio. Cuba es más que la Sinfónica Nacional, incluso cuando se escucha la advertencia de algún promotor cultural cubano que invita: “a bailar y a gozar con la sinfónica nacional”, como se dice que ocurriera alguna vez en algún sitio “oculto” de la Isla. A quienes tildan a Maykel de vulgar no les interesan las esencias de esta isla, sobre todo cuando asegura que: “yo me quedo aquí”, “cuando pincho soy un atropello”. Él se queda aquí, con su gente, con su jerga, con su lenguaje…, ¿marginal? Yo diría que esencial, que repleto de verdades.
Creo que su dicción es mucho más clara y entendible que esa que exhibe Esteban Lazo, quien a pesar de esa “revolución” no pudo aún abandonar la barrera que significa ser negro en una isla “comunista”, y sobre todo racista, en una isla que lo puso al frente de cierta “asamblea nacional”, así en minúsculas y entre comillas, para hacernos creer que no hay racismo en este país. Y nada es más racista que tener cuotas para hombres y mujeres de piel negra en los órganos de poder, para conseguir cierto figura’o. Y es muy curioso que Cuba mantenga aún ese discurso, como si las revoluciones la hicieran solo los filósofos, los “generales y doctores”. ¿Cuántos de los que subieron a la Sierra para hacer eso a lo que todavía llaman revolución eran letrados?
Maykel Osorbo es un hombre de su tiempo. No sé dónde vive Maykel, no me importa, pero sí sé que estuvo en San Isidro, que desanda las calles de La Habana, sin remilgos, sin complejos, usando la gracia que Dios le dio para hacer su revolución, para mostrar sus verdades. Maykel Osorbo grita claro y fuerte que: “Mejor que yo cualquiera, mejor que yo no hay dos”, y no es que se contradiga, es que está dispuesto a jugárselas todas, con sus verdades y enfrentado las diatribas que le dedica el gobierno y su aparato represor.
“¿De qué me van a hablar si me mantengo aquí?” Eso nos dice rapeando, y hasta ripiando el discurso comunista de trasnoche, y quizá también respondiendo a alguna crítica del exilio culto. Maykel no lee discursos previamente escritos por otros. Maykel habla desde lo que es y con sus instintos, con la fuerza de su voz, con la fuerza del macho que también le da un beso al socio, al “ambia”, y camina las calles de San Isidro con el torso desnudo, como muchos, con la certeza de que es merecedor de todas las libertades que le niegan. Habría que preguntarse quién formó a Maykel Osorbo, quién lo hizo un “marginal”, si es que lo fuera. Quién lo educó, quién le exigió que fuera como el Ché. Y si no fueron “ellos”, dime entonces quién. Maykel, como él mismo dice, quiere morir en su caimán, aunque lo “metan en cana”, como yo, y por eso lo aplaudo, por eso escribo estas líneas, porque Cuba no es de generales y doctores. Cuba es también de Maykel Osorbo.
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