CAIBARIÉN, Villa Clara.- Cuando todavía no se han mitigado las voces que repudian la reciente violación –a manos de un hombre anónimo– de una jovencita de 16 años que regresaba a casa tras las parrandas pospuestas el pasado 15 de enero, nuevo hecho vejatorio de la condición humana ha proseguido a ese.
En horas de la tarde-noche del 19 del corriente, la alarma crecía por minuto, espeluznaba e indignaba al pueblo que nada hacía para evitarlo.
Caibarién había conseguido ser en su decursar –a diferencia del Boston plagado de curas pederastas de a mediados del pasado siglo que nos mostró el premiado filme Spotlight (2016)– sitio de infrecuentes acontecimientos delictivos, escasa corrupción y muy eventuales crímenes.
Hoy, lamentablemente, ya no es así. Demasiados hechos de sangre lo transformaron en temible espacio de convivencia.
Vistos desde su lado más ruin, no se concibe cómo envuelve esta turgencia a las fobias sociales y sexuales –las ya aceptadas–, con esa mezcla infeliz de la pobreza menos irradiante, la vileza aprendida, sea lasa (o tenaz) para con la maldad oculta, que subyacen en un lugar remoto del desarrollo individual o la conciencia colectiva, en sitio “evolutivo” donde no fue católica –sino marxista-leninista– la enseñanza pública ofrecida.
Estos quebrantamientos repugnantes de la ley que con periodicidad toman por el gaznate a cualquier sociedad contemporánea –más a las corruptas e hipócritas del orbe–, solo hasta hace muy poco nos hicieron creer que en la Cuba magnificada por la imaginería ideológica, apenas ocurrirían. De ahí, de esa verdad mentirosa, nos nace el lógico sobresalto.
Repetía, a sus acólitos muertos de miedo con martilleos y hozasos interminables, el soviet Stalin, que en el socialismo (“paraíso”, lo llamaba él) no existe, no puede suscitarse, el crimen.
Un ciudadano local de la segunda edad, con antecedentes penales, habría coaccionado al menor, procedente de una familia disfuncional –como muchas– y estudiante atolondrado de 14 años, para que entrase a su domicilio cercano a mirar la colección de aves de corral que poseía.
Sabía el supuesto agresor de la preferencia mayoritaria en los jóvenes por la crianza de animales, emoción que engendra peligro extra, poco explicado y fatalmente extendido: el de contraer una variante aviar de la neumocistitis parasitaria proveniente de las heces. A pesar de todo el riesgo, insistentes en el hobby.
El adolescente, sin sospechar las intenciones malévolas del vecino “buena gente” –ni saber de una cónyuge que en diciembre le abandonó con alboroto del barrio por maltratos físicos y verbales– se adentró en la casa del tipo solícito, y, aquel, enfermo de secreta pedofilia, cerró la puerta.
No hay que abundar en lo sucedido. Los sollozos del infante le fueron ahogados nadie sabe de qué manera ni bajo cuáles pánicos. Jamás alcanzó a ver el señuelo emplumado prometido por su captor. Ni tuvo consigo sino ira y rabia sorda.
Horas más tarde, cuando el chico logró escapar bajo promesa de nada decir acerca del abuso infligido a su madre, le fueron descubiertos en el cuello, espalda y brazos las huellas sangrantes de la concupiscencia ajena. Ella armó el escándalo creyéndolo cobardía u otra actitud imputable a simples muchachadas. El hijo no pudo más, y dijo.
La policía arrestó e investiga todavía al energúmeno que perdió la cabeza “por amor pasional”, como suelen encauzar hoy día nuestros jueces a estos delitos “menores”. Probablemente así lo expedientarán los deshacedores del embrollo humano, burócratas furibundos, expertos en tanto castigar a un país con décadas de auto-represión sexual, torcimiento mental e inconfesables preferencias de sus entes “normales”, como secuelas deshonrosas del machismo peor almidonado.
Asuntos de “tiempos de combate” que terminaban aplastados bajo la curia patriarcal al mando, por muy reales fenómenos de raza, género o conducta que nos fuesen comunes con los del odioso enemigo. Constituíamos una nación viril, vigorosa, soberbiamente justiciera, equilibrada y equitativa con una colmada noción del concepto de “vida revolucionaria”, tan macha, tan inclaudicable e implacable con las desviaciones que…
Ahí está, impertérrito, el casto “Código Cubano de la Familia para el Normal Desarrollo de la Infancia, la Adolescencia y la Juventud”, desde 1975.
El niño violado en su integridad, deberá recibir de inmediato atención especializada para remendarle –si aún se puedan– el cuerpo y el espíritu, deseando con ese acre proceso suyo preservar también a la mundial esperanza, en su inocencia impura. Para que no se nos muera –otra vez entre los brazos– el sueño inacabado del apóstol.