LA HABANA, Cuba. – Un amigo estuvo recordando en las redes una escena de Martí, el ojo del canario, la película de Fernando Pérez. Ese amigo evocó aquel instante en el que unos voluntarios peninsulares exigen un grito alto a quien los cubanos llamamos el Apóstol ―cuando aún no le llamábamos Apóstol, cuando era solo un joven.
Un chillido exigieron los voluntarios, un grito de “Viva España”, reclamaron una voz que hiciera reverencias, que mostrara postraciones a la metrópoli, un grito que perpetuara a la península en la Isla. El amigo recordaba en las redes a su madre, recordaba a Leonor Pérez, recordaba a Broselianda Hernández encarnando a Leonor Pérez.
Ese amigo evocaba la escena de una película, esa parte de nuestra historia que conocimos a través de muy diversas narrativas. Él recordaba a un muchacho heroico que no quería dar el grito de ¡Viva España!, y también a una madre amante y temerosa que es recordada en Cuba, desgraciadamente, con mucha discreción; una madre que la “historia oficial” no reverencia mucho, una historia “oficial” fijada por los comunistas a su antojo durante los últimos 60 años, esos 60 años en los que han estado detentando el poder, olvidando a conveniencia.
Este amigo hablaba de su madre recordando a la madre de Martí; una madre parecida a casi todas las madres, una Leonor que teme al dolor de su hijo, que teme a la muerte de su hijo, una madre que no se parece a la Mariana de “Y tú, empínate”, pero que sí hace pensar en muchas madres de estos días. Ese amigo recordó a Leonor, no a la Mariana que miró a sus hijos en el campo de batalla, que alentó a sus hijos en los campos de batallas. Él escribió sobre Leonor, esa madre que tuvo miedo de solo pensar en su hijo preso, en su hijo muerto. Este cubano de ahora mismo recordó a Leonor, no a Mariana.
Él no puso sus ojos en Mariana como hace cada día el poder, y como también hace cada día la prensa que defiende a ese poder. Él puso los ojos en el miedo de Leonor y en el miedo de su madre. Él pensó también en todas las que, por miedo, no dicen: “Y tú, empínate”. Y es que la historia arrincona con frecuencia a esa mujer que murió vieja en La Habana, en la calle Colón.
Leonor murió olvidada en la misma Habana en la que nació su hijo, en la que creció y estudió su hijo; en esa ciudad donde se forjó el patriota. Ella dejó acá sus restos, en el suelo donde descansan también los de su hijo. Ella sigue acá, donde no son tantos los que la recuerdan, donde solo la menciona una calle estrecha y breve, donde son muy pocos los que la veneran, aunque en Cuba existan también muchas Leonor, y hasta algunas Marianas. Durante estos días, habaneros y cubanos nos han dejado ver las Leonor que la Isla tiene, y también a las Marianas. En estos días convulsos de la Isla se han mostrado las madres con sus grandezas. En estos días se han señalado a esas mujeres que desandan nuestras calles con temores y también con valentías.
Yo mismo reviví a la mía, la miré llorosa y preocupada y la he visto también recuperarse, la he visto erguida y chillando, exigiendo, junto a muchas, el respeto a la vida de su hijo. Yo he visto, hemos visto todos, a la madre de Carlos Manuel Álvarez, esa doctora, no de regreso de una “misión médica” en África o América; la hemos visto en Cárdenas exigiendo, defendiendo los derechos de su vástago, en esa misma Cárdenas donde otras madres parieron a Virgilio Piñera y a José Antonio Echavarría, en esa “ciudad bandera” donde viven madres valientes, madres “guapas”, madres muy madres.
Hemos visto en estos días a las madres de La Habana cuando acompañan a sus hijos, a sus hijas. Hemos visto a esas madres cuando enfrentan a la policía, cuando le gritan a la policía, como la de Iliana Hernández, como de seguro haría también la madre de los Urquiola, como harían todas las madres de esos hijos en huelga de hambre, en aquel barrio habanero tan notable ahora, tan notable siempre, que luce el nombre del santo Isidro. Y aquel amigo escribió sobre el miedo de su madre, que es idéntico al miedo de todas las madres, como también son idénticos sus arrojos para esconder el miedo, cuando de hijos se trata.
Cuba es un país de padres, es un país de hijos. Cuba es una casa, y debería ser una familia, aunque el poder se empeñe en dividirnos. Cuba es la casa de todos, es el hogar de los padres con sus hijos, es el hogar de quienes lo habitan y también de los que se fueron y mantienen a la Isla en sus cabezas. Cuba es de las madres con arrojo y de las que temen por sus hijos, de las que dicen “ve” y también de las que recomiendan “quédate”. Y quizá eso es lo que no entendieron hasta hoy los comunistas en el poder, esos que ni en el inodoro, cuando expulsan su detritus, son capaces de ofrecer un poco de conmiseración, que no es lo que queremos.
Cuba es de todos, es con todos, y para el bien de todos. Y no debían levantarse atribuladas las madres cubanas, no debían ellas angustiarse cuando el hijo sale a la calle, no debían asustarse, pensar que esos hijos podrían no regresar, ellas no deberían temer. Lo peor para una madre es que, con una llamada telefónica, le adviertan que su hijo fue detenido en la esquina de la casa, que su destino no fue el sitio pensado, ese que le dijo mientras desayunaban juntos, que su destino fue la estación de policías, y que viajó esposado hasta esa estación policial de la que no se conoce su dirección. Una madre no debe vivir ese sobresalto que vivió Leonor, y que también debió vivir Mariana.
Ningún amigo, ni siquiera un enemigo, debería preocuparse por el miedo de su madre, por esos miedos que resultan idénticos en todas las madres de la Isla. Nadie debería angustiarse porque dejó en casa a una madre atribulada, con miedo. Una madre no debe temer a una Asamblea Nacional reunida, ni temer a que alguno de esos “jefes” vuelva a hablar de los traidores, no debía temer a que los asambleístas legitimen el término, ese que descalifica a su hijo, ese que lo califica impío, que lo supone traidor, que le grita insidioso, vendepatria, gusano. Una madre no debe suponer un futuro incierto para su hijo, y mucho menos una cárcel que es cierta y que es muy cruel.
Un hijo no debería padecer los temores de una madre ni sentir vergüenza por sus empeños para conseguir la libertad, tampoco por sus enfrentamientos a un poder dictatorial. Un hijo no debería pensar constantemente en abandonar la patria, que es como abandonar a la madre. La Patria y la Madre se parecen mucho, quizá son la misma cosa… y eso hay que hacerlo notar cada mañana, y en la tarde, y a toda hora. Madre y Patria son la misma cosa.
Una Patria no debe ser la tirana de una Madre, y tampoco opresora de sus hijos, pero esta Cuba de hoy, y el poder que la regenta, es la tirana de sus hijos, de las madres de esos hijos. Un país no debía escuchar jamás el desconsuelo de una madre, ese dolor que advirtió Leonor a su José: “Yo preferiría, hijo, verte errante a verte expuesto”. Eso escribió Leonor al hijo amado, y algo parecido pudo pensar Mariana, y decir María. Y es que así son las madres; las madres son como María, como Mariana, como Leonor.
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