MIAMI, Florida, 13 de marzo de 2013, 173.203.82.38.- Mientras estudiaba la carrera de Periodismo, exactamente a mediados de 1990, me presenté en la casa de uno de los asaltantes al Palacio Presidencial, uno de los menos conocidos. Fui hasta allí “reclutado” por una profesora de Historia de la Revolución, Ana Lamas, quien, para un trabajo de clases, me sugirió que entrevistara a un vecino jubilado.
Se trataba de un relegado de la Historia de la Revolución, precisamente, o al menos esa fue la idea captada entre líneas. Una entrevista de personalidad o algo así llevaba entre manos la profesora, presumiblemente desde la óptica del justo reconocimiento que nunca tuvo su vecino y, de paso, quería que no se perdiera el testimonio de uno de los pocos temerarios jóvenes que llegaron hasta el despacho de Fulgencio Batista.
En efecto, Luis Goicochea (apellido de origen Euskera) era el único que podía contar en primera persona cómo se organizó el ataque y cómo fueron esos minutos dentro del despacho del presidente. Minutos en los que Batista salvó la vida porque para estos casos tenía prevista una escapada por una puerta secreta, en primer lugar, y también porque nunca llegó el grupo armado que debía dar apoyo a los que irrumpieron en la sede de gobierno.
Hasta ese momento en que realicé la entrevista, al parecer el único autorizado para hablar sobre los hechos era Faure Chomón, instalado en la cúpula del Estado. Todos los años, Chomón hacía su discurso y escribía para diversos medios de prensa.
Para mi sorpresa, Luis Goicochea, un hombre enjuto, de un metro con 60 centímetros aproximadamente, parco en palabras y con una mirada un poco triste, me estaba esperando. Debo suponer que no me esperaba en particular, sino que hacía tiempo guardaba la esperanza de que alguien se acercara para que su nombre no quedara en el olvido.
Mientras escribo estas líneas, intercalo en Google sus señas y aparece, invariablemente, al final de la relación de Asaltantes a Palacio, en páginas fundamentalmente escritas desde el exterior de la isla, aunque en todas, vengan de donde vengan, es el último. Es curioso que no se sigue un orden alfabético. Internet ofrece escasos datos sobre este hombre.
La entrevista se realizó en un ambiente muy tranquilo en la sala de su vivienda de Nuevo Vedado, el mismo barrio habanero en el que yo vivía. Prácticamente éramos vecinos y no nos conocíamos.
Ahora lamento, subestimando la oportunidad, al tratarse de un trabajo de clases, no haber llevado una cámara fotográfica. Sí fui con una enorme grabadora magnetofónica que me prestó la administración de la Facultad de Periodismo. Pero no tengo idea de dónde puedan estar esas cintas. Lo cierto es que, en uno de los pocos viajes que he hecho a Cuba desde Barcelona, rescaté la primera versión que realicé sobre el recuento del ataque a Palacio.
Años después de la entrevista, cuando trabajaba en Granma, al aproximarse un 13 de Marzo, lógicamente, y para ver si en lugar de Chomón podía hablar Goicohea, redacté un extracto medio novelado y lo presenté a la dirección. Cuando digo novelado me refiero a la forma y no al cambio o supresión de datos. Aunque lo entregué con suficiente tiempo, pasó de mano en mano y cada colega -de los especialistas- le arreglaba algo. Me daba la impresión de que querían publicarlo pero esperaban confirmación de alguien. Luis Goicochea había muerto poco tiempo después de la entrevista y, desgraciadamente, seguía siendo un gran olvidado.
No solo tuvo la aventura de llegar hasta el final del camino en esa operación planificada por otro grupo, mientras Fidel Castro estaba en las serranías del oriente cubano, sino también había sido el encargado de alquilar el apartamento del Vedado donde se concentraron los asaltantes a Palacio. Y digo más: a última hora, Carlos Gutiérrez Menoyo, el líder y estratega de la acción, le ordenó a Luis que viajara junto con él en el primer automóvil, sustituyendo a un hombre que había sufrido un ataque de pánico horas antes de salir. La narración ofrecida por Luis Goicochea, en mi versión se convirtió en una especie de thriller progresivo que comienza con las gestiones del alquiler del apartamento y termina cuando el protagonista intenta acercarse a la funeraria donde velaban a su jefe, a Carlos.
Es como una cámara subjetiva instalada en los ojos y en la mente de Luis. Una lente a través de la cual se ve la caravana camino a Palacio, la entrada al edificio en medio de una copiosa balacera, luego el ascenso al despacho de Batista y la retirada cuando descubren que el dictador ha escapado. En el medio de la trama, la terrible escena en la que Goicochea ve morir atravesados por ráfagas a sus tres compañeros de viaje, con los que compartió el primer automóvil de la caravana:
“Delante iban Carlos”, dice la voz, “y Luisito Almeida al volante; en el asiento posterior, Pepe Castellanos y Luis, justo detrás del chofer”.
Pero Granma no publicó ese reportaje. Una vez más, ante la impotencia que me creaba el asunto, salió el relato de Faure Chomón, quien aquel 13 de marzo de 1957 no llegó hasta donde Goicochea pudo alcanzar. Faure ni siquiera entró al edificio.
El reportaje finalmente se publicó en Juventud Rebelde, años después, en la contraportada. Con algunas gráficas de ambiente –el camión de Fast Delivery, como es de suponer-, utilizaron una foto tipo carné que conseguí de Goicochea. Yo había ido personalmente a su casa y su familia me entregó lo que tenían, amablemente, varios años después de la entrevista.
Hasta dónde pude saber, Luis Goicochea tuvo un cargo estatal de cierta confianza relacionado con el ámbito de la agricultura. Estaba jubilado y además silenciado. Entre bambalinas, alguien me había dicho que Goicochea tuvo alguna relación con los revolucionarios que después se alzaron contra la revolución. Me habían dicho que estuvo castigado severamente hasta que se retractó o cumplió alguna pena. Esto era un rumor. En los libros de historia, por supuesto, nada de ello encontraría. Mi profesora de la universidad, su vecina, no estaba autorizada a contar nada que no apareciera en los libros. El único era el propio Luis.
Aunque yo era demasiado joven –estaba metido en el meollo de los lineamentos o pautas de lo que se debe hacer- le formulé la pregunta:
-¿Tuvo usted algún vínculo con los alzados?-articulé la frase sin rodeos para que soltara de la misma manera lo que tuviera que decir.
-Esa parte de la Historia no se la he contado ni a mis hijos.
Ahí quedó todo. Fueron la pregunta y la respuesta finales.
El silencio que rodeó su vida pública en muchos años, el propio hecho de que lo tuviera como vecino y no supiera quién era, pero, más aun, la negación de su testimonio en los medios de prensa, todo esto da a entender que sí estuvo entre los alzados.
Luis Goicochea fue uno de los pocos que entraron a Palacio, llegaron a las proximidades de Batista y salieron con vida de allí. Los otros que podían contar cómo fue, desgraciadamente, murieron al cabo de los días, por delación, en el terrible crimen de Humboldt 7.
Fragmento de la versión escrita a partir de la narración de Luis Goicochea:
(…) Carlos miró su reloj y comentó con los otros, extrañado, la demora del grupo de apoyo. Revisó el parque y ordenó lo siguieran hasta una escalera de caracol situada al lado del ascensor. Antes de alcanzar el tercer piso, otra reja blindada se interpone. Entonces decide bajar, e inmediatamente sintieron el ruido de una gran explosión. Él piensa, jubiloso, que ha entrado en combate el grupo de apoyo. Propone regresar por el mismo camino, contactar con los recién llegados, proveer el grupo de municiones y, en última instancia, utilizar los dos bidones de nafta que vendrían en el camión de apoyo. Si no podían alcanzar el tercer piso, prenderían fuego a Palacio.
Tras la explosión, reinó un silencio que se rompió con las voces de Carbó Serviá y Machadito. Éstos entonaban el himno nacional y daban vivas al Directorio. Parece ser que, minutos antes, se habían encontrado las bombas que Luis y Luisito Almeida dejaron en el suelo, y las habían hecho estallar.
Luis, de regreso, se cruza con Luisito y éste le comenta que se había quedado atrás para tomar agua, y le indica por dónde ir. Permanecían aún los dos sirvientes agazapados debajo de la mesa. Luis atraviesa un despacho y luego un baño con lavabo. Cuando estaba de vuelta, suena el teléfono. Atiende Wangüemert y exclama:
-¡Sí….Y Batista está muerto!-, y colgó.
Carlos ordena regresar al primer piso. Debían saltar tres escalones y atravesar un descansillo, abierto, para salir a una escalera. El primero es Pepe Castellanos. Vuela los escalones y, antes de que sus zapatos rocen con el descanso, una ráfaga lo atraviesa de hombro a hombro, y el cuerpo rueda escaleras abajo. Carlos, ciego, desmedido, altivo, salta rápido al espacioso escalón. Cae en cuclillas con su ametralladora M-3 apuntando hacia los pisos superiores. Inmediatamente, una seguidilla de plomo lo recorre y sus pies, aún calientes, tratan de responder a una súplica instintiva, animal. Da unos pasos en falso y termina inmóvil sobre los escalones.
Luis trata de halarlo cuando se da cuenta de que su jefe balbuceaba sus últimas palabras:
-¡Ay, hijos de puta, me han jodido!
(…)
Wangüemert observa que no hay grupo de apoyo. Sospechó que habían quedado solos y ordena salir de ahí. Como no había plan preconcebido para ese tipo de retirada, toma la iniciativa. Le siguió Carbó y ambos corrieron hasta el parque Zayas. Después salió Machadito, pero en dirección a la tabacalera. Luis se impulsó levemente, avanzó dos metros y se detuvo en un brusco giro al sentir la voz de Luisito Almeida. Le gritó:-¡Vamos, coño!- sin darse cuenta, aun viéndolo, de que, al igual que Berto, estaba de rodillas, inmóvil y herido de muerte…
Nota: No hubo manera de encontrar una foto de Luis Goicochea. Agradecemos a quien pueda aportar una. Fue un amable entrevistado. También fue un lamentable descuido no llevar una cámara a la entrevista.