Los platos del abuelo

LA HABANA, Cuba. -En la última Feria del Libro, aunque se vendió, no permitieron se hiciera la presentación pública de “La cocina de los chinos en Cuba. Recetario familiar” (Editorial Arte y Literatura, La Habana, 2014), de Ernesto Pérez Chang. Evidentemente, fue el castigo que por su colaboración con Cubanet impusieron los censores al escritor, quien ha ganado varios importantes premios literarios nacionales y en el año 2002 el Premio Iberoamericano de Cuento “Julio Cortázar”.
Pero no es de las barrabasadas de los censores de lo que quiero hablar, sino del libro.
“La cocina de los chinos en Cuba. Recetario familiar” va mucho más allá de lo que indica el título, para convertirse en un homenaje, no solo a Hoeng Chang y Doña Lola, los abuelos del autor, sino a todas las familias de descendientes de chinos que a pesar de las escaseces materiales y las dificultades y prejuicios han mantenido vivas las tradiciones de sus ancestros.
Son precisamente las recetas de casi 200 platos chinos, que compiló pacientemente, las que sirven de hilo conductor a Pérez Chang para esta empresa. En los comentarios que hace a cada receta, va desarrollando a retazos detalles sobre la historia de su abuelo, y algunos de los más importantes exponentes de la culinaria china de aquella Habana de las primeras cinco décadas del siglo XX, que resulta inimaginable sin las majúas, la sopa china y el arroz frito.
Muchas recetas son tomadas de viejos libros y revistas, se las copiaron ancianos que fueron cocineros de las antiguas fondas chinas habaneras o las conoció el autor cuando viajó a China en el año 2010, un viaje que no considera fuese el suyo, sino “el regreso simbólico de aquel sujeto que llevaba en mi bolsillo en una foto”.
Pero la mayoría de las recetas, y las sugerencias sobre las proporciones de los ingredientes y las variaciones en los modos de prepararlas, proceden de los apuntes de Lola, su abuela, celosamente conservados y puestos en práctica por su familia durante muchas décadas.
Según nos cuenta su nieto Pérez Chang en el libro, Doña Lola no era china, sino que descendía de franceses y españoles. Era de familia acomodada y ocasionó un escándalo mayúsculo en la época cuando se escapó de la casa para irse a vivir con un apuesto chino que vendía pescado fresco a domicilio y se llamaba Hoeng Chang, pero que al llegar a Cuba procedente de Cantón, en los años 20, castellanizó su nombre a José Chang.
Chang y Doña Lola trasmitieron el amor por lo chino a su descendencia. También en la cocina. Aunque para ello, la familia tenga que hacer proezas para conseguir en La Habana ingredientes como los mejillones, el jengibre, el apio, el queso tonfú, el ajonjolí y la salsa de soya o de ostras.
Pero vale la pena el esfuerzo. Y no solo para el paladar. También para el alma y los sueños, que es lo más importante.
Explica Pérez Chang en el prefacio: “Nos parecía a todos, a mi madre, a mi abuela, a mis hermanas, que del abuelo no quedaría rastro, porque era un hombre sencillo, pobre, pero no tardamos en darnos cuenta de que a pesar de su pobreza nos había legado un país que no era solo de sueños, ni un reino de palabras, sino un lugar, una dimensión de sabores y aromas infinitos a la cual podíamos llegar con tan solo encender el fuego en la cocina y mezclar los ingredientes en las proporciones que él nos había enseñado; cada plato logrado con su maestría era una especie de retorno del abuelo y una consumación de su inmortalidad”.
A veces, entre los calderos humeantes, María Elena Chang y sus hijos y nietos han creído ver a Lola y José, los guardias tutelares de la casa. Da mucha seguridad saber que siempre están ahí, que no los abandonan en ninguna circunstancia.